DATOS PERSONALES

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* Escritor y periodista especializado en los aspectos políticos de la globalización. * Presidente del Consejo del World Federalist Movement. * Director de la Cátedra de Integración Regional Altiero Spinelli del Consorzio Universitario Italiano per l’Argentina. * Profesor de Teoría de la Globalización y Bloques regionales de la UCES y de Gobernabilidad Internacional de la Universidad de Belgrano. * Miembro fundador de Democracia Global - Movimiento por la Unión Sudamericana y el Parlamento Mundial. * Diputado de la Nación MC por la C.A. de Buenos Aires

sábado, 14 de junio de 2008

SENSACIÓN TÉRMICA

Publicado en DIARIO "PERFIL" 21 de junio de 2008

Abstraídos en las discusiones de un congreso en Munich, la noticia llega inesperada: la sensación térmica en Buenos Aires llegó a 1,3º bajo cero. Orgullosos defensores de los récords nacionales, lo comentamos al pasar a nuestros colegas. La previsible pregunta que hacen los alemanes es: ¿cuál era la temperatura? Estupor en nuestro grupo. Rápidas consultas a Internet. Nada. Les explicamos: la temperatura es un paradigma antiguo que ha sido cancelado por la sensación térmica. ¿No se enteraron, en Alemania?
Osvaldo Soriano decía que la sensación térmica era algo que en Europa no se conseguía. Grave error. Lo que no se consigue, en Argentina, es saber la temperatura, dada la conocida afición nacional por romper termómetros. Se trata del pasaje de la Modernidad a la postmodernidad. En la Modernidad, las cosas eran. En la postmodernidad, las cosas es como que son. Donde reinaba el verbo hoy mandan los conectores. Donde imperaba el modo indicativo campea hoy el subjuntivo, propicio para la ambigüedad y las retiradas estratégicas. Lo digo pero no lo digo. Si lo dije, me arrepiento. O no. Quién sabe. Así, no hay inflación en Argentina sino sensación inflacionaria. Ni inseguridad, sino percepción de inseguridad. Ni temperatura, sino sensación térmica.
En Europa, como escribió Gertrude Stein, una rosa es una rosa es una rosa. En cambio, en Argentina todo es peor con la sensación térmica. Cuando hace frío, la sensación térmica dice que hace mucho frío. Un frío de morirse. Y cuando hace mucho frío, la sensación térmica hace que la sangre se congele en nuestras venas. Y cuando hace calor en Argentina, hace calor de veras, no como en esos veranitos livianitos de Río de Janeiro donde la temperatura apenas si llega a los cuarenta grados en tanto aquí padecemos cuarenta y tres de sensación térmica. Que no nos vengan los brasileros a comparar sus padecimientos con el calor con los nuestros. O calor mais grande do mundo es argentino. ¡Qué emoción! ¡Cuánta adrenalina agregada a nuestras existencias! Se comprende enseguida por qué el héroe nacional no debería ser San Martín sino el obispo Berkeley.
Tenía razón Soriano, al fin. Los alemanes son aburridos. Allá diez grados son siempre diez grados, un asesinato es siempre un asesinato y un tomate que vale tres euros no te lo dan si no pagás tres euros… Como aquí, vamos.

lunes, 9 de junio de 2008

CAMPO vs. INDUSTRIA

Publicado en Revista "Noticias" 7 de junio de 2008

Ahora que se ha puesto de moda criticar a los Kirchner, quienes lo venimos haciendo desde los tiempos en que su aceptación popular rondaba el 70% podemos tranquilamente dedicarnos a otros temas. Por ejemplo, a criticar la idea según la cual el modelo de país que impulsa el kirchnerismo es capaz de generar una Argentina a la vez moderna e inclusiva, mientras que son sus prácticas autoritarias y corruptas las que lo hacen inviable. En efecto, en muchos sectores que se dicen hoy progresistas predomina la aprobación acrítica del modelo neodesarrollista-industrialista, paradójico ejemplo de un progresismo sin progreso y orientando al pasado en lugar de al futuro, que después del desarrollismo peronista y el frondizista inventa una tercera versión del ideario industrialista nac&pop y crea un conflicto con el campo donde hay una oportunidad.

Pocas ideas más erradas que la de una Argentina industrialista y nacionalista capaz de generar un proceso de desarrollo con inclusión y movilidad social ascendente en pleno apogeo de la sociedad global del conocimiento y la información. He aquí el problema central con el kirchnerismo y con el populismo, que no consiste en sus prácticas autoritarias y corruptas sino en que sus ideas atrasan por lo menos treinta años respecto al mundo real. Por el bien de todos, es hora de terminar con ciertas ilusiones: el fracaso del modelo industrialista no es consecuencia de su corrupción sino lo contrario: su corrupción es la consecuencia inevitable de su fracaso. Por eso, los encargados de liderar los proyectos industrialistas no son ni serán jamás los muchos militantes y dirigentes honestos que en él creen ingenuamente sino los autoritarios y corruptos de siempre, que formaban ayer en las filas de la derecha populista, forman hoy en las de la izquierda populista y mañana serán parte de quién sabe cuál variante del populismo postmoderno, según establezca el cambiante viento de la Historia universal y la alternancia puramente argentina del péndulo neopopulista-neoliberal.
La cosmovisión kirchnerista de un universo nacional-industrial da por supuesto que la función principal del gobierno es la defensa de los intereses nacionales a través de la aplicación paranoica del catecismo nacionalista y la generación de puestos de trabajos en el marco de un mundo industrial en el cual la riqueza se genera a través del trabajo manual. El problema es que ese mundo ya no existe debido a la emergencia de una economía basada en factores inmateriales de producción como el conocimiento, la información, la comunicación, la innovación y la diversidad. Vivimos en un universo en el cual las tecnologías globales han reconfigurado profundamente las antiguas formas de producción y llevado a los procesos económicos avanzados a desarrollarse en una escala que permea todos los países al mismo tiempo que trasciende las fronteras nacionales. El agotamiento del modelo kirchnerista y su propensión a razonar con las categorías del pasado (la oligarquía vacuna, el golpismo, el monocultivo, la lucha entre la Patria y la antipatria, el conflicto entre el campo y la industria, etc.) sólo se explica por su incapacidad de comprender un presente y de imaginar un futuro en los que el trabajo intelectual (y ya no el trabajo manual) son la principal fuente de generación de riqueza, y en los que la cooperación inter-nacional (y no los antagonismos inter-nacionales) se convierten en el paradigma determinante del éxito.
Basta ver la propensión del Gobierno a creer que el campo argentino de hoy es el mismo que el de la década del cincuenta o que las condiciones políticas del país son las de los setenta para comprender las razones de la tormenta en un vaso de agua que ha desatado. La base del conflicto con el campo, sin la cual es imposible entender por qué motivo los Kirchner han tomado como enemigo a uno de los sectores productivos más eficientes de la Argentina, es ideológica. Se trata de la idea que hegemonizó el pensamiento económico nacional desde el primer gobierno peronista hasta el desarrollismo frondizista, es decir, la del uso de los beneficios obtenidos por el campo con el objeto de financiar el desarrollo industrial. Y bien, si esta idea tenía algo de racional a inicios del siglo XX ya se había tornado obsoleta cuando el peronismo intentó aplicarla, con resultados que no se hicieron esperar y que llevaron al agotamiento de su modelo redistributivo, industrialista e intervencionista alrededor de 1950 y causaron el giro liberal, aperturista y productivista del segundo gobierno de Perón.
No fue obra de la casualidad. En todo el mundo, la transferencia de trabajadores y capitales desde el sector agropecuario hacia el industrial fue una de las claves del desarrollo en la segunda parte del siglo XIX y la primera del XX. Sin embargo, ya para mitades del siglo XX la industria evidenciaba su declinación como factor productivo central en las sociedades avanzadas, hasta el punto de que en 1957 el número de los white collars (empleados de oficina) de la economía más grande del planeta, la de los Estados Unidos, superó por primera vez al de los blue collars (obreros industriales). ¿Qué decir ahora, cuando en todos los países avanzados el paradigma de la sociedad del conocimiento y la información ha sido aceptado como válido y determinado radicalmente las políticas de estado desde hace diez años, mientras en la Argentina K y no sólo K se sigue insistiendo en que “modernizar es industrializar”?

FISIÓCRATAS Y LUDDITAS NAC&POP

De la misma manera que el pasaje del agrarismo al industrialismo provocó una serie de actitudes reaccionarias entre las que se destacaron la de los ludditas, aquellos obreros que destruían la rudimentaria maquinaria que “les quitaba el trabajo”, y la de los fisiócratas, esos economistas que negaban que ningún valor económico pudiese provenir de otra fuente que la explotación de la tierra, también ahora los nacionalistas-populistas-industrialistas presentan un similar tipo de ceguera, por lo cual sostienen que modernizar el país es industrializarlo y creen que los factores inmateriales de producción son abstractos y fantasmagóricos, en tanto el viejo buen trabajo manual es real y concreto. Así, ignorando la evidencia que demuestra que la fórmula y la marca Coca-Cola (dos elementos inmateriales) valen más que todas las plantas industriales, depósitos y camiones transportadores de la compañía, y no teniendo en cuenta que raramente hay un gigante industrial en las listas de los diez hombres más ricos del mundo o de las diez compañías más grandes del planeta, siguen abogando a favor de un país industrial en plena era postindustrial.
La realidad se burla de esos espejismos: la participación de la industria en el PBI argentino (25%) es mayor que en Estados Unidos (15%) y que en la Unión Europea (19%). En otras palabras, Argentina es una nación más industrializada que las de Europa y Norteamérica y no por eso es más moderna, rica y socialmente justa, sino todo lo contrario. Las diversas variantes de la ideología nacional-industrial argentina no han comprendido lo que toda buena madre ha entendido ya perfectamente: que ni la riqueza ni la supervivencia material y simbólica se obtienen hoy a través del trabajo manual. Es por eso que reclaman al estado una mejor educación para sus hijos y una buena base de inglés y de informática; para que vivan de la generación y el manejo de elementos simbólicos en el contexto de la sociedad global del conocimiento y la información. Y lo mismo hacen los grandes teóricos del industrialismo desarrollista argentino que –haz lo que yo digo y no lo que yo hago- jamás han trabajado en una fábrica ni quieren que sus hijos lo hagan, y que por eso los envían a la universidad y no a un gimnasio, reservando un destino fabril para los hijos de los demás. En la larga lista de los dirigentes hábiles para moverse en el terreno de las tonterías públicas y la astucia privada están primeros los Kirchner, que no dejan de hablar del país industrial en cuanta ocasión se les presente pero que en su declaración oficial de bienes afirman haber ganado durante el último año casi seis millones de pesos con el turismo, es decir: en el fatídico, noventista y fantasmagórico sector de servicios integrados al funcionamiento de la economía global.
Lo cierto es que ni el campo es ya primario, ya que su productividad depende de factores secundario-industriales (tractores, camiones, silos, puertos, barcos, etc.) y terciario-inmateriales (organismos genéticamente modificados, control del clima por satélite, conectividad con los mercados globales, etc.), ni la industria es propiamente industrial, ya que el modelo de trabajo de los obreros de todo sistema avanzado, basado en el toyotismo, el kaizen y el just-in-time, es el de un técnico que maneja un robot o una computadora añadiendo trabajo mental, y no esfuerzo físico, a la cadena de valor.

CAMPO vs. INDUSTRIA EN EL TÚNEL DEL TIEMPO

La polémica entre campo e industria pertenece a un universo que no existe más. Es otro de los espejismos desajustados con la realidad con los que se ilusionan quienes viven en el túnel del tiempo nac&pop. La idea de que las rentas derivadas de la explotación agropecuaria debían utilizarse para subsidiar a la industria no fue aplicada ni en Canadá ni en Australia, dos países que estuvieron en un mismo nivel de desarrollo que la Argentina y que se salvaron así de los dos problemas que la concepción desarrollista-industrialista trajo a este país: el subdesarrollo del campo argentino, que por décadas se rezagó tecnológicamente respecto al de Canadá y Australia, y el subdesarrollo de la industria argentina, que se acostumbró rápidamente a obtener rentabilidad haciendo arreglos más o menos espurios con el estado, sobreviviendo y hasta prosperando (mucho más sus dueños, es cierto, que sus plantas) a pesar de su escasa afición a la reinversión de sus utilidades en la financiación de su capacidad científico-tecnológica y la modernización de sus fábricas y procesos productivos.
El desarrollismo industrialista peronista-frondizista-kirchnerista estableció en el país una suerte de variante argentina de la maldición de los recursos naturales, que no abreva aquí en las surgentes petroleras y gasíferas sino en las abundancias -trigueras ayer y sojeras hoy- de las pampas muníficas. El resultado predecible del esquema antagónico campo vs. industria fue por décadas un campo famélico y una industria raquítica, poco competitivos ambos a nivel mundial e incapaces de responder a los desafíos que planteaba la revolución tecnológica. Así, cuando el industrialismo fisiocrático argentino señala, con muy buenas razones, que el campo lo pasó mal en los Noventa ya que un cambio artificialmente elevado afectó gravemente su rentabilidad, denuncia sin darse cuenta las razones de la actual prosperidad agrícola, superior a la de cualquier sector de similares dimensiones del sistema industrial nacional. Fueron las vacas flacas de los Noventa las que obligaron al campo a innovar en sus sistemas de producción, incorporando nuevas tecnologías en los métodos de siembra, cosecha y comercialización, y generando un shock productivo-competitivo que hoy se ha hecho evidente pero que es perfectamente observable desde el año 1994, y que sólo la baja de las commodities entre 1998 y 2002 sumada a la Convertibilidad desfalleciente lograron poner en dificultad. Si bien los resultados sociales relacionados con ese proceso desaconsejan su aplicación irrestricta al resto de los sectores productivos, tampoco se puede desconocer el aspecto schumpeteriano que evidencian, que explica muy bien por cuáles motivos el progreso en términos de productividad y competitividad se dio en un grado bien menor en otros sectores de la economía nacional. Lo cual sugiere que una renovación tecnológica de todos los sectores productivos argentinos (y no la obsesión por la reindustrialización del país) es capaz de generar un paso adelante en la economía argentina como el que ha logrado Chile en los últimos años y está logrando hoy Brasil.

VIRTUALIZACIÓN Y DESMATERIALIZACIÓN

Lejos de desaparecer, la tendencia hacia la virtualización y desmaterialización de la economía se ha afirmado y profundizado con la revolución digital. Lo cierto es que en el mundo de hoy casi todo valor agregado es inteligencia humana agregada al producto y su sistema de fabricación y comercialización. Si una zapatilla que se vende en el centro de cualquier ciudad del mundo vale cinco veces lo que cuesta a la salida de la fábrica es porque la mayor parte de su valor está compuesto por la información, el conocimiento, el contenido cultural, la subjetivación, la comunicación y la innovación incorporados de mil maneras a la cadena de producción y comercialización. En este rubro, el de los valores inmateriales agregados al producto, entran desde las agencias de marketing que detectan la necesidad de un nuevo modelo, hasta los ingenieros que lo diseñan, los que organizan el proceso productivo y las agencias de publicidad que preparan y aplican sus estrategias de distribución y venta. Desde luego, el valor total incorpora también los millones que cobra Messi, cuyo testimonio publicitario es capaz de incorporar valor subjetivo al producto y hacer que entre varios de similares característcias compremos el que promociona y no uno de los otros, acaso de performance igual o superior.
¿Qué tiene que ver todo esto con el conflicto entre el Gobierno y el campo? Mucho, ya que si la antinomia entre campo e industria era obsoleta en el siglo XX, es directamente ridícula en el siglo XXI. Hoy, los medios tecnológicos utilizados masivamente por el campo argentino están por lo menos a la altura de la más desarrollada de las industrias nacionales. Por eso el campo argentino es uno de los sectores agropecuarios que más impuestos paga en el mundo y uno de los sectores de la economía nacional capaz de producir en igualdad de condiciones con el de cualquier otro país. Por eso, la idea de que quitarle al campo competitivo para darle a una industria que no lo es se ha convertido en una típica idea zombie-industrialista, es decir, adaptada a un mundo que tiene el inconveniente de no existir más.
La simple realidad es que en la globalizada sociedad de la información y el conocimiento en que el valor agregado proviene de la inteligencia humana, que un producto sea primario-agropecuario, secundario-industrial o terciario-de servicios se hace cada vez más irrelevante. Lo que cuenta en realidad es el grado de inteligencia humana o artificial (es decir: inteligencia humana de segundo grado) incorporada al producto y quién es capaz de apropiarse de su valor. Si el gobierno puede aplicar retenciones abusivas al campo al mismo tiempo que subvenciona a buena parte de las industrias es gracias a la alta capacidad de los productores rurales para utilizar los avances bio-genéticos para el cultivo y la cosecha de soja transgénica, a un sistema de cultivo (la siembra directa) desarrollado en nuestro país y a la conexión cada vez más rápida y confiable de cada una de las unidades productivas rurales con los mercados globales de alimentos. En breve, si el campo puede pagar impuestos, mientras que buena parte de la industria necesita subsidios, esto se debe a que el campo es capaz de generar productos con un mayor componente de valor intelectual agregado que la industria, situación insólita que sólo se da en la Argentina industrialista-desarrollista, en buena parte, por razones este artículo intenta explicar.
Quitarle a un campo competitivo para darle a una industria que no lo es constituye el peor de los remedios posibles para avanzar hacia una Argentina inteligentemente integrada a la sociedad global del conocimiento y la información, ya que implica transferir recursos desde el sector más intensivo en capital simbólico hacia el menos intensivo y por ende menos capaz de proveer puestos de trabajo de alta calidad. En lugar de insistir con esta receta algo inapropiada en estos tiempos que desmienten a Prebisch, se debería aprovechar la competitividad del agro dejándolo crecer y dedicar los puestos de trabajo de baja calificación y predominancia de trabajo físico y manual, imprescindibles para millones de argentinos víctimas de una sociedad y una educación devaluadas, para compensar en el enorme déficit de infraestructura que padece el país. En cambio, la justificación del paradigma industrialista con el argumento de la capacidad de la industria para la creación de fuentes de trabajo es falso, ya que si se considera el total de empleo generado directa e indirectamente por el campo, desde los peones rurales hasta los camioneros, los obreros de la industria frigorífica, los de la construcción y los empleados de comercio, actividades que en casi todo el interior del país se financian con las ganancias del agro, se observa que la cantidad de empleos generados por el campo se acerca hoy a la mitad del empleo total. También aquí se observa la obsolescencia de los viejos métodos de división de la producción y el empleo en agraria, industrial y de servicios que es el núcleo del pensamiento neodesarrollista-industrialista nacional.
Los países que afrontan la redistribución de ingresos de manera racional no gravan el consumo (con el IVA) ni la producción (con las retenciones), sino las ganancias y los bienes no productivos. En el caso del campo, un impuesto actualizado a la propiedad de la tierra que tenga en cuenta el aumento de valor de los últimos años y que sea compensado con una disminución en las retenciones significaría dejar de castigar a la producción para gravar la baja productividad y promover desde el estado el retorno de muchos pequeños arrendatarios a la producción. Por eso, en el terreno fiscal la alternativa para el campo argentino no se plantea entre un sistema social y federalmente redistributivo y otro que no lo es, ni la política económica se define en términos de intervención o no intervención del estado en los mercados. De lo que se trata es de si la redistribución de la riqueza y las intervenciones del estado en los mercados han de ser racionales, es decir: capaces de comprender el funcionamiento de la economía capitalista y de considerar sus previsibles efectos (como es el caso mayoritario entre los gobiernos socialdemócratas y de izquierda de todo el mundo), o si seguirán un modelo zombie de intervención populista-estatista-industrialista que ha fracasado penosamente en todos lados, comenzando por la Argentina de 1975 y 1989, la del populismo inflacionario que llevó al rodrigazo y la híper, a una salvaje redistribución negativa de la renta y a la posterior hegemonía, también de pesadas consecuencias, del pensamiento económico ortodoxo y neoliberal.

¿ROBIN HOOD O ALÍ BABÁ?

Mientras el Gobierno posa de moderno Robin Hood distribuidor de la riqueza, en realidad opera más bien como Alí Babá: no le quita a los ricos para darle a los pobres sino que le quita a los productivos y eficientes para darle a los improductivos e ineficientes, que han gozado al igual que el campo y más que el campo de la refinanciación benigna de sus pasivos y de la protección del tres a uno pero no han sido capaces de adecuar tecnológicamente sus unidades productivas, que siguen gozando de altísimos niveles de trabajo en negro y que son subsidiados con una energía barata como pocas en el mundo.
¿Quiere decir todo esto que el gobierno debiera dejar que el mercado oriente las preferencias de inversión, distribuyéndolas por sí solo entre las actividades agropecuarias, las industriales y las de servicios? No exactamente. La alta rentabilidad que obtiene el campo argentino, que también depende de factores independientes de su esfuerzo, ya sean de tipo geográfico-permanentes como de coyuntura del mercado global de commodities, debe ser utilizada para satisfacer algunas de las necesidades principales del país. En primer lugar, los problemas de alimentación de sus sectores más vulnerables, ya que no es moralmente aceptable que chicos y ancianos argentinos sigan padeciendo hambre y desnutrición mientras el país produce alimentos para 300 millones de personas. Aún menos soportable es que el gobierno se quede con casi un tercio del valor de las exportaciones del sector agropecuario y no haya aún solucionado el problema. Si la matemática no es una opinión, sobraría menos de lo que se llevaba el Gobierno antes de subir las retenciones para darle de comer gratis a todo el país. En segundo lugar, el otro factor decisivo que se debería impulsar a través de una correcta utilización de los recursos fiscales es la mejora en la generación de elementos inmateriales, lo que supone ofrecer una educación de alta calidad y duplicar la inversión en cienca y tecnología, como aconsejan las agencias especializadas y ya han hecho países sudamericanos como Chile y Brasil.
Hay que revertir de una buena vez con acciones, y no con discursos, el calamitoso estado de la educación y la ciencia argentinas, ya que sólo una alta capacidad de generar conocimientos, información, diversidad cultural, comunicación, innovación y subjetividad agregados puede sacar a la Argentina del fracaso en que cayó durante la era nacional-industrial. Y hay que hacerlo en todos los sectores productivos del país y no en uno solo, reemplazando los subsidios a la ineficiencia que hoy reciben buena parte de sus sectores industriales y no sólo industriales, por subsidios a la eficiencia. No me refiero aquí sólo a industrias obsoletas que fabrican productos que han sido diseñados hace veinte años con tecnologías de la época Fordista-Taylorista. Hablo también de los trenes suburbanos, lo colectivos y otros sectores de servicios fuertemente subsidiados a pesar de ser un modelo de ineficiencia y corrupción. Muchos sectores de la economía argentina reciben hoy también subsidios indirectos a través de la tolerancia a la evasión fiscal y al trabajo en negro (aún superior al 40% del total del empleo asalariado), del gas y la electricidad a precio regalado y de un dólar barato para algunos que todos pagamos caro con el precio de la inflación. Aún así, a pesar de todo ello, muchos sectores que no pagan retenciones sino que reciben subsidios no pueden competir no ya con los Estados Unidos, Europa, la India o China, sino con el cercano Brasil, cuya moneda vale el doble que el erosionado peso argentino.
Todos estos subsidios a la ineficiencia deben ser paulatinamente reemplazados por subsidios a la eficiencia, es decir, por estímulos a la inversión tecnológica y a la modernización productiva regulados desde el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, una de las pocas iniciativas del gobierno de Cristina Kirchner que toma en cuenta las necesidades reales de la economía argentina en el siglo XXI. Sin embargo, la experiencia mundial acumulada demuestra que no basta con crear un organismo estatal de este tipo sino que es necesario dotarlo de recursos y poder y de armonizar sus micropolíticas con una macropolítica ecconómica favorable al desarrollo y la inversión y no sólo al crecimiento y la demanda; de manera que encabece la transformación de los sectores atrasados de la economía sin que ello signifique el aumento de la desocupación ni la pérdida de puestos de trabajo, como sucedió durante la década del noventa.

CONCLUSIONES CON VISTA AL FUTURO.

Se entienden enseguida buena parte de las causas de la decadencia argentina cuando se ve que lo que aún se discute aquí ha pasado a formar parte de la historia de las ideas en casi todo el mundo. ¿Qué necesidad había de volver a la antinomia campo vs. industria en plena era de la sociedad global del conocimiento y la información? Habría que condenar a los pergeñadores de su penosa tercera versión a escribir cien veces en sus cuadernos que ni la soja es el petróleo ni el Siglo XXI es la década del setenta, ni mucho menos la del cincuenta, como algunos parecen creer.
De la superación de la vieja antinomia entre campo e industria y la elaboración de un nuevo paradigma de desarrollo económico-social acorde con el globalizado y post-industrializado siglo XXI depende el futuro del país. No habrá una Argentina para todos, no habrá una Argentina moderna, rica y avanzada que pueda incluir a todos sus ciudadanos, si se sigue razonando y actuando en un mundo de fantasmas nacional-industriales que pertenecen al museo de las antigüedades de lo que fue y ya no será.


¿PASADO Y NACIÓN, O MUNDO Y FUTURO?

Publicado en la Revista "Caras y Caretas" 7 de junio de 2008

La existencia del fascismo provocó, por cierto, serios inconvenientes en la vida de Antonio Gramsci. Trajo también, sin embargo, inesperadas ventajas a su figura histórica, impidiéndole transformarse en lo que él mismo no hubiera dudado en denominar un “intelectual orgánico”. Casi exactamente lo contrario podría afirmarse de los efectos de la irrupción del kirchnerismo para buena parte de la intelectualidad argentina, que alegremente usó las categorías gramscianas como arma de ofensa hacia todos aquellos que no profesaban el credo populista, para luego quedar sorpresivamente atrapada en la necesidad de salir a justificar desde los despachos oficiales a un gobierno autoritario, crecientemente impopular y cuya comprensión de la realidad está en crisis severa. Desde luego, hablo de la carta abierta hecha pública por los firmantes del Consenso de Gandhi, especialistas en tildar de destituyente y golpista –una palabra cargada de sangre y de muerte en Argentina- a una oposición cuyo mandato para serlo es tan válido como el de Cristina Kirchner para gobernar; tildando de “sector hegémonico históricamente dominante” a la Federación Agraria, que ayer nomás formaba parte del campo nacional y popular; acusando de avaros y angurrientos a unos productores agropecuarios que pagan las tasas más altas del mundo; pretendiendo que el modelo redistributivo kirchnerista opere como un moderno Robin Hood cuando aumenta la percepción de que funciona más bien como el antiguo Alí Babá, y criticando una concentración de medios indudablemente escandalosa pero que se les había escapado mencionar hasta que Néstor Kirchner salió en TV enarbolando los cartelitos de “Todo Negativo”. Y todo esto, como si durante los últimos cinco años en que la mayoría de ellos fue parte del vasto círculo de apoyo al poder K la Argentina hubiera sido gobernada por Carrió, Macri o Hermes Binner, y no por el formidable sistema corporativo conformando por los intendentes del conurbano y su formidable aparato clientelista, los sindicatos dirigidos por Moyano, las patotas capitaneadas por D’Elía, los sectores más atrasados de la economía nacional, siempre amparados e hiperprotegidos, y los subsidiados amigos del poder encargados de apropiarse del petróleo, los choferes a cargo de comprar medios televisivos y los amigotes enriquecidos a fuerza de cosechar máquinas tragamonedas en Palermo. En suma: por el colosal iceberg del que el Pejota es sólo la parte más visible, y que anteayer le tocó liderar a Menem, ayer a Duhalde, hoy a Kirchner y mañana a quién sabe, y que ha gobernado la Argentina 17 de los últimos 19 años con consecuencias que no hace falta mencionar. La pregunta aquí es bien simple: ¿cómo es posible que una parte sustantiva de la intelligentza argentina, es decir: del sector más educado y culto de la población nacional, abdique de la propia inteligencia y se dedique a justificar intelectualmente a un gobierno cuyo programa fundacional -la nueva política, la redistribución de la riqueza y el país en serio- es una vara de medida implacable para juzgar su presente? Y bien, creo que hay tres modos explicativos para intentar comprender lo incomprensible: la mala fe, la típica culpabilidad de clase media, que así como llevó a un genio como Sartre a apoyar el stalinismo pone en manos del populismo argentino a muchos de sus epígonos locales, y la simple y llana incomprensión de una realidad permeada por las tecnologías avanzadas, la economía capitalista global y el postindustrialismo, por parte de quienes poseen una sólida formación en muchas materias pero de economía, globalización y TICs lo ignoran casi todo.
DE LOS MOTIVOS
La mala fe de origen económico, aun cuando sea el menos importante de estos factores, no es indiferente. Basta revisar la abundante lista de cargos en el estado nacional, en los aparatos políticos y en los medios de difusión cercanos al kirchnerismo de los 750 intelectuales que han firmado el Consenso de Gandhi para excluir la inocencia absoluta que reclaman para sí sus firmantes en tanto no se olvidan jamás de acusar a sus contradictores de recibir dinero de la embajada norteamericana. La mala fe de tipo intelectual, en cambio, parece abundar, siguiendo el vasto repertorio de tontería política e inteligencia privada que caracteriza a la sociedad argentina. Lo que lleva a individuos capaces de calcular cuidadosamente si les conviene o no cambiar su heladera descompuesta, especulación acerca de planes de financiación con tarjeta incluida, pero que a la hora de hacer política apoyan la justificación gubernamental del conflicto con el salmo de la redistribución del ingreso a pesar de que los datos del mismísimo INDEK morenista muestran que el índice de indigencia supera aún el récord de la década del noventa, de que la brecha de desigualdad sigue fluctuando alrededor del 28 a 1 y de que la pobreza ha vuelto a aumentar el último año a pesar del crecimiento superior al 8%.Dicho esto, creo que la típica culpabilidad de clase media es la variable más determinante en este caso, sobre todo considerando la historia de este país en el cual todo intento socialdemócrata moderno, es decir: que no identifique a las fuerzas de centroizquierda con el nacionalismo y el anticapitalismo paranoicos, suele fracasar víctima del chantaje populista y su acusación emblemática: la de ser gorila. He aquí un extraordinario hallazgo semántico del peronismo, que le permite identificar infaliblemente a sus antagonistas políticos con los enemigos del pueblo y de la patria. Basta leer el último capítulo de esta saga para escandalizarse: me refiero a cierta réplica a Beatriz Sarlo por parte de José Pablo Feinmann, cuyo silogismo populista rezaba como sigue: 1) la señora Sarlo es gorila, 2) yo (Feinmann) no soy gorila, 3) ¡qué vergüenza que la señora Sarlo sea gorila!, 4) ¡qué suerte que yo (Feinmann) no lo sea (gorila)! Y así, durante trescientas veinticuatro líneas dignas de un monólogo de confesionario.Finalmente, la simple y llana incomprensión de una realidad global y postindustrial, que aporta el núcleo ideológico del análisis populista, se deriva de un método de pensamiento perfectamente opuesto a las siempre reclamadas necesidades de la hora. Permítaseme un breve introito: vivimos en un mundo marcado por la globalización de los procesos sociales y la aceleración del cambio histórico, lo que obliga a individuos, empresas, organizaciones y estados a razonar en términos de mundo y de futuro su quieren prosperar o, al menos, subsistir. Así lo han entendido todos los sectores progresistas y de izquierda del mundo, desde Bachellet y Lula hasta Rodríguez Zapatero. Y bien, mundo y futuro, dos categorías fundamentales para entender lo que sucede cuando nuestras vidas son afectadas por procesos de acción a distancia y por un futuro que se nos viene encima a una velocidad vertiginosa han sido extirpadas del debate público argentino por el populismo nacionalista disfrazado de izquierda, que postula a la nación y su pasado como el centro de toda reflexión productiva. Desde luego, nadie dice que la comprensión del pasado de un país carezca de importancia. Lo que sí se sostiene aquí es que la sociedad argentina se parece cada vez más un paciente psicoanalítico que, llegado al consultorio, se tumbara sobre el diván al grito de “no me moveré de aquí hasta hacer las cuentas con mi pasado”; idea peregrina y que hace difícil todo intento de cura. De allí también las categorías que campean en el análisis del Gobierno cuando habla de oligarquías vacunas, oposiciones golpistas, reinventa polémicas perimidas antes de nacer como la de campo vs. industria o interpreta el conflicto con claves completamente fuera de época, en términos de capital-provincia, campo-ciudad o peronismo-antiperonismo. Contrariamente a lo sostenido por el sentido común nac&pop que ha permeado el pensamiento en estas tierras durante el siglo del fracaso de la Argentina nacionalista-industrialista, los intelectuales argentinos no han estado demasiado lejos del pueblo sino demasiado cerca. En efecto, quien trabaja diez horas por día para parar la olla tiene todo el derecho de ignorar en qué consisten las nuevas dinámicas globalizadoras o cuáles son los paradigmas sociales y productivos de la sociedad de la información y el conocimiento. Muy distinta es la situación de quienes han hecho del pensamiento su medio de vida, quienes disponen de los medios y el tiempo necesario para acercar a los ciudadanos argentinos alguna idea apropiada –es decir: actualizada y moderna- sobre de qué la va el mundo de hoy. He aquí la renuncia que buena parte de la intelligentza argentina ha hecho desde hace tiempo y que ratifica al ponerse del lado equivocado hoy, una vez más. Para no mencionar que los paradigmas básicos de su pensamiento (la centralidad de la política, la soberanía nacional-estatal y la distinción amigo-enemigo) no han salido de ningún manual de la izquierda sino del vademécum del ideólogo nazi Carl Schmit.