DATOS PERSONALES

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* Escritor y periodista especializado en los aspectos políticos de la globalización. * Presidente del Consejo del World Federalist Movement. * Director de la Cátedra de Integración Regional Altiero Spinelli del Consorzio Universitario Italiano per l’Argentina. * Profesor de Teoría de la Globalización y Bloques regionales de la UCES y de Gobernabilidad Internacional de la Universidad de Belgrano. * Miembro fundador de Democracia Global - Movimiento por la Unión Sudamericana y el Parlamento Mundial. * Diputado de la Nación MC por la C.A. de Buenos Aires

martes, 16 de mayo de 2006





Por qué la ONU debe cambiar



PREMIO PERFIL "INTERNACIONALES"


La
Editorial Perfil me hace entrega hoy del "Premio Perfil" rubro "Internacionales" por una nota aparecida en la revista Noticias en septiembre de 2005 acerca de la 60ª Asamblea General de la ONU. El artículo tenía el título "La Asamblea General de las Naciones Desunidas" pero gracias a la intervención de los editores apareció bajo uno más optimista y orientado al futuro: “Por qué la ONU debe cambiar”. Además de la inevitable vanidad que este tipo de asuntos provoca en todo mortal, el premio me pone muy contento por dos cosas:

1- La Editorial Perfil ha sido, junto a mí mismo y a otros 157 argentinos que me he tomado el trabajo de contar personalmente, crítica tanto del neoliberismo de los noventa como del neopopulismo de la presente década, en lugar de adherir al omnipresente y todopoderoso PON (Partido Oficialista Nacional). El premio me honra pues especialmente por venir de un medio cuya independencia considero fuera de cuestión, por no mencionar que el otro nominado era mi amigo
Claudio Fantini, uno de los más lúcidos analistas internacionales del país.
2- Los temas de la nota (la crítica del actual orden internacional centrado en naciones-estado, la reforma democrática de la ONU, la creación paulatina de un Parlamento Mundial y la institucionalización de un orden planetario basado en Derechos Humanos universales y no en privilegios nacionales) son los mismos que apenas cinco años atrás, cuando publiqué “República de la Tierra” (ver la primera entrada del blog) causaron comentarios despectivos acerca de mi utopismo y falta de contacto con la realidad. Para sólo cinco años, no está mal.
Copio aquí debajo el artículo, por si les interesa. El emblema de la ONU que lo acompaña, entremezclado con el número 60 de la 60ª Asamblea General, habla también con claridad: una visión del mundo desde su Polo Norte.
fernando




LA 60ª ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES DESUNIDAS




POR QUÉ LA ONU DEBE CAMBIAR

A sesenta años de su fundación y cinco del lanzamiento de los Objetivos del Milenio, las semanas previas a la Asamblea General de la ONU han concentrado las principales tensiones políticas de este mundo en trance de globalización. Las esperanzas de las numerosas Organizaciones No Gubernamentales mundiales que en estos últimos años han liderado una impresionante campaña “por la profunda democratización de la ONU” y conseguido el apoyo del Parlamento Europeo y de varios gobiernos, se han estrellado contra la firme oposición de la administración Bush.
John Bolton, el recientemente designado embajador de los EE.UU. en la ONU, ha presentado 450 enmiendas a un proyecto de declaración que había costado un año de discusiones y esfuerzos. Las tachaduras de Bolton se proponen dejar afuera de la declaración todos los puntos conflictivos de la agenda: 35 referencias a los Objetivos del Milenio (en especial: la reducción de la cantidad global de pobres del mundo a la mitad para 2010), la obligatoriedad de destinar 0,7% del PBI a la ayuda al mundo subdesarrollado, los acuerdos para un desarme nuclear global y paulatino, el aval a la Corte Penal Internacional y los protocolos de Kyoto, el abatimiento de las barreras unidireccionales contra la producción agrícola y, finalmente, las reformas estructurales de la misma ONU, en particular: la supresión del veto en el Consejo de Seguridad, la ampliación de sus miembros permanentes y la reforma de la sagrada trilogía que regula la economía global, compuesta por el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio.
Si un speaker boxístico tuviese que describir la situación, diría algo así como: “En este rincón, el campeón de los estados nacionales, la principal potencia económica, militar y tecnológica del planeta, ¡los Estados Unidos de América! En este otro, el retador: ¡la coalición global de ONGs por un mundo más justo, pacífico y democrático, apoyada por algunos políticos progresistas!” A nadie en sus cabales escapa cuál es el previsible resultado de semejante contienda.
Por lo tanto, lo que cabe esperar de la 60ª Asamblea General de las Naciones Unidas es un resultado híbrido, con alguna declaración a favor de la paz, el progreso y esas nimiedades con las que tienen que lidiar las naciones, pero sin ningún tipo de compromiso efectivo por parte de nadie. Un documento, digámoslo, en la mejor tradición de las Naciones Desunidas, tan progresista en su forma y conservador en su contenido como la propia organización, que detrás de la fachada de sus agencias “progres” (el PNUD, la FAO, la Unesco) esconde el poder duro de los estados nacionales, empezando por su campeón mundial, los Estados Unidos.

Si la primera mitad de los ’90 expresaron con claridad la debilidad de los estados nacionales frente a los agentes económico-financieros globales, la segunda mitad dejó en evidencia la ineficacia y perversión que el sistema inter-nacional asumía en un contexto globalizado. Lejos de representar un paso adelante hacia una gestión más democrática de un mundo devenido mundial, las organizaciones inter-nacionales, como el Consejo de Seguridad, el FMI y la OMC, se han comportado como lo que son: la última expresión de un orden antidemocrático y desfalleciente, no centrado en la Democracia sino en las naciones-estado.
Lo que los simpáticos muchachos de las ONG no terminan de ver es que el elitismo de la ONU no es producto de la violación del carácter inter-nacional de la organización sino su directa consecuencia, dado que las Naciones Unidas no representan a los ciudadanos del mundo y sus necesidades sino a los gobiernos nacionales y sus intereses. Por más africano y brillante que sea su secretario general, la ONU opera como una matrioska rusa: su aparente carácter democrático y mundial esconde un orden inter-nacional, que es más bien inter-estatal, que se transforma enseguida en inter-gubernamental y deja afuera a los parlamentarios nacionales, a la oposición y a los mismos ciudadanos del mundo, ya suficientemente mal representados por todos ellos en la escala nacional. Y si consideramos que la Asamblea General tampoco plantea exigencia ninguna de que los gobiernos representados en su reunión anual sean democráticos: ¿cómo asombrarse de que el resultado sea una ONU eternamente atrapada en su antiguo dilema hamlettiano: hacer propios los intereses de las grandes potencias (como en la Primera Guerra del Golfo) o asistir como testigo impotente a sus abusos (como en la Segunda)?

En el escenario de competencia inter-nationes que la matrioska-ONU promueve, es inevitable que los estados más poderosos sean los que hegemonicen la situación, determinando un orden mundial cuyo déficit democrático afecta directamente las condiciones de vida de todos los seres humanos y torna imposible la existencia de democracias nacionales. En este universo, las bienintencionadas propuestas de las ONGs fracasan porque confían en lo mismo que su organización global y su praxis global niegan: la capacidad de las naciones para representar los intereses de los ciudadanos del mundo, extender igualitariamente los Derechos Humanos, promover un marco inter-nacional pacífico, enfrentar las emergentes crisis globales y resolver, en las cuestiones mundiales, de acuerdo al principio democrático, que no es “una nación - un voto” sino “un hombre - un voto”.
El esquema que proponen las ONGs, una ONU reformada pero aún centrada en la representatividad intergubernamental y asesorada por ellas, es una variante aggiornada del Despotismo Ilustrado. En lugar del “gobierno para el pueblo sin la participación del pueblo” de sus antecesores, este Despotismo Ilustrado Global propone el “gobierno para los ciudadanos del mundo sin representación política de los ciudadanos del mundo”. En todo caso, no está de más conformarse pensando que estos insuficientes proyectos están largamente por delante de la espantosa inactividad de los partidos políticos nacionales y de sus líderes, que sólo aparecen por la ONU en ocasión de la Asamblea para dar sus discursos ante los mass-media globales y sólo se acuerdan de las influencias nefastas del actual orden mundial cuando se trata de justificar la ineficacia de sus gobiernos. Es ésta una actitud indigna de las tradiciones de la Izquierda, cuyo principal aporte a la Historia ha sido su contribución a la creación de un marco democrático en la escala nacional y cuyo objetivo debiera ser, en un mundo ya no nacional e industrial sino post-industrial y global, la construcción de marcos democráticos supranacionales en las escalas continental, internacional y mundial en las que ocurren los principales procesos de una Modernidad globalizada.
La preocupación de la administración Bush por recortar cada uno de estos intentos denuncia que los “estúpidos” neocons americanos tienen una conciencia mucho más clara de su flanco débil que sus adversarios. Así como toda tentativa de disputa de la hegemonía estadounidense en el terreno militar (como los ataques del terrorismo global, el armamentismo nacionalista del Tercer Mundo y el proyecto de crear unas fuerzas armadas europeas) termina reforzándola, la progresiva aplicación de la Democracia al campo global pone a los neoconservadores contra la pared: aún cuando exitosas, sus intervenciones para impedir la creación de un orden democrático mundial no pueden dejar de descalificarlos ante las mayorías democráticas de los Estados Unidos y de poner mundialmente en ridículo el papel de gendarmes globales de la Democracia que se han autoadjudicado.

La oposición Derecha-Izquierda, casi desaparecida en los angostos márgenes que concede a los poderes nacionales un universo tecno-económico globalizado, resurge con vigor en la escala global, polarizando a los agentes políticos mundiales a favor o en contra de la instauración de una Democracia tan global como los procesos sobre los que es necesario que legisle y gobierne. Se hace hoy transparentemente claro que todo sistema inter-nacional es un sistema de voto calificado en lo que sólo los intereses de los habitantes del Primer Mundo pueden tener una representación efectiva.
Pero para las fuerzas democratizantes del mundo el problema no consiste en abatir al rey, los Estados Unidos, sino en abolir la monarquía, es decir: el elitista sistema basado en el poder de los soberanos del mundo, las naciones-estado. Su reemplazo por una red democrática de decisiones políticas, local, nacional, continental y mundial, en la que los estados nacionales sean sólo un elemento más, se torna rápidamente una cuestión de supervivencia para todos los seres humanos.
En cuanto a la ONU, se abren ante ella dos caminos: el de la insistencia en su carácter intergubernamental, que lleva a su sumisión a la voluntad de las grandes potencias o a su definitivo ocaso, y el de transformarse en el principal agente de la construcción de una Democracia Global, por ejemplo: comenzando por la convocatoria a una “Asamblea Parlamentaria Mundial” consultiva, integrada por parlamentarios nacionales de todos los países de acuerdo al número de sus habitantes, y terminando por su transformación en un verdadero “Parlamento Mundial” legislativo y bicameral, de acuerdo a los principios “una nación – un voto” y “un hombre – un voto” respectivamente, para sus cámaras de senadores y diputados.
Es de esperar que el previsible fracaso de la 60ª Asamblea General de las Naciones Desunidas contribuya, por lo menos, a comprender adónde nos lleva cada una de estas vías.

Fernando A. Iglesias
Septiembre de 2005

martes, 9 de mayo de 2006


¿QUÉ SIGNIFICA HOY SER DE IZQUIERDA?
REFLEXIONES SOBRE LA DEMOCRACIA EN LOS TIEMPOS DE LA GLOBALIZACIÓN

ÍNDICE

1) Pasado, presente y futuro de la izquierda (1997)
2) Aventuras de Pinocho en el país de World (1998)
3) Diez tesis contra la guerra perpetua (1999)
4) Qué significa hoy ser de izquierda (2000)
5) Twin Towers: El colapso de los estados nacionales (2001)
6) Por un Foro de la Democracia Mundial (2002)
7) El cerebro zombie del mundo global (2002)
8) Terrores globales en el planeta-Titanic (2002)
9) En defensa de la Modernidad, la Globalización y los Estados Unidos (2003)
10) Reflexiones sobre la cuestión americana
(carta abierta a la Sra. Sandra Russo) (2003)
11) Por el Mercosur a Europa (2003)
12) Pensar nacionalmente-actuar globalmente (2003)
(el drama de la aparición de la primera nación global de la historia)
13) Una Realpolitik democrática y global (2003)
(algunas propuestas sobre la reforma de las Naciones Unidas hacia un orden democrático mundial)
14) 11 de Marzo - El hilo rojo entre Madrid y Sarajevo (2004)
15) Notas argentinas
a) El colapso del estado nacional argentino (2001)
b) El país que volvió de la muerte (2004)

Coda: Dos digresiones culturales
a) El tango no es argentino (1998)
b) Buenos Aires – Viejos rastros de una globalización periférica (2000)


¿Qué significa hoy ser de izquierda?
(resumen del capítulo 4)


Dos textos
Para intentar dar una respuesta a la pregunta “¿Qué significa hoy ser de izquierda?” quisiera proponer al lector dos textos de contenido opuesto acerca de la globalización, e invitarlo a considerar dos preguntas referidas a los mismos:

1- ¿Con cuál de ellos coincide?
2- ¿Cuál de ellos cree que puede considerarse “de izquierda”?

Texto 1: “Una revolución continua de la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constante distinguen la era de la Globalización de todas las anteriores. La Globalización recorre el mundo entero, necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes. Mediante la explotación del mercado mundial, ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional.
Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son remplazadas por nuevas industrias cuya producción no se consume en el propio país sino en todas las partes del globo y cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas. En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones, y esto se refiere tanto a la producción material como intelectual: la estrechez y el exclusivismo nacionales resultan día a día más imposibles.
La Globalización ha desempeñado un papel altamente progresista: ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. En poco tiempo, ha creado fuerzas productivas más abundantes y grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas.
Merced al rápido perfeccionamiento de los medios de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la Globalización arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. El aislamiento nacional y los antagonismos entre los pueblos desaparecen de día en día con el desarrollo de la libertad de comercio y el mercado mundial”.

Texto 2: “La destrucción de la esclavitud de los intereses tendrá una importancia inmensa para el futuro de nuestro pueblo. La marcada separación del capital de la Bolsa de Valores frente a la economía nacional ofrece la posibilidad de oponerse a la internacionalización de la economía sin amenazar los cimientos de una autonomía nacional independiente, para una lucha contra el capital.
Ojalá comprendamos por fin que todas esas doctrinas engañosas sobre el mercado internacional y la fabricación para el mundo son adecuadas para los norteamericanos, y forman parte de las armas con las que nos han combatido siempre, pero que no tienen aplicación alguna entre nosotros, latinoamericanos del Sur. Nuestra unidad, nuestra autonomía y nuestra independencia comercial constituyen el seguro medio para conseguir la salvación y la de todo el continente”.

La distinción entre derecha e izquierda, que era clara y precisa en el siglo XIX, se ha hecho mucho más polémica durante el siguiente. Hoy, cualquier persona medianamente informada podría atribuir el primer texto a algún autor neoliberal entusiasta de los procesos globales, y el segundo a un pronunciamiento de la “izquierda latinoamericana” sobre la cuestión de la integración del Mercosur al ALCA. En fin, para develar la modesta incógnita, el Texto 1 está extraído enteramente del Manifiesto Comunista, Marx-Engels, 1848, compactando tres partes relativamente poco separadas en el original, y reemplazando tres veces “burguesía” por “globalización” y una vez “revolucionario” por “progresista”; actualizaciones que, supongo, contarían hoy con la aprobación de Marx. El segundo texto resume dos citas: el primer párrafo proviene directamente del Mein Kampf (“Mi Lucha”) de Adolf Hitler, en el que he suprimido las referencias directas a Alemania; el segundo, de uno de los textos básicos del nacionalismo prusiano: los Discursos a la Nación Alemana de Johann G. Fichte, 1807, en el que solamente se ha cambiado “extranjeros” por “norteamericanos” y “alemanes” por “latinoamericanos del Sur”.
Para volver al tema del ALCA, me parece justo señalar que las sempiternas pretensiones nacionalista-aislacionistas de la “izquierda” latinoamericana serían vistas con simpatía por Adolf Hitler y que en cambio el autor favorito de esta “izquierda”, Karl Marx, las calificaría como el sentimiento reaccionario de unos bárbaros fanáticamente hostiles al extranjero.


Las claudicaciones de la izquierda (a la violencia, al nacionalismo, al clasismo, al personalismo, al autoritarismo, al colectivismo, al militarismo)
La denominación izquierda se remonta a los orígenes de la modernidad política, es decir: a esa Asamblea Francesa cuyas aspiraciones universalistas la llevaron a proclamar no ya los Derechos del Ciudadano Francés sino los Derechos del Hombre y el Ciudadano . Como es harto conocido, los diputados favorables a cambios rápidos y profundos de la realidad social e institucional se sentaban a la izquierda de la sala.
Tenemos ya aquí algunas definiciones. Sobre la base de la experiencia inicial de la Revolución Francesa podemos caracterizar a la izquierda como el grupo de los partidarios de una aceleración del cambio político y social en el sentido de la democratización igualitaria de los Derechos Humanos. Llevando a su máxima acepción estos términos pero sin ánimo de monopolizar las políticas democráticas, podemos definir así a la izquierda como el partido de la Modernidad, la Igualdad y los Derechos Humanos.

La posterior forma violenta de la acción política en la misma Revolución Francesa, verticalista y concentrada en pocas manos, desprovista de mecanismos representativos, entregada a jefes mesiánicos, clausuradora de la libre discusión política, antiliberal, antidemocrática, antiigualitaria y prototalitaria, no consistió en la agudización de los principios proclamados inicialmente por la izquierda (con la que el Terror compartía la idea moderna de la aceleración del cambio pero no la dirección de éste ni mucho menos sus métodos políticos, que abrevarían en el sanguinario repertorio del absolutismo monárquico), sino su primer claudicación histórica . Las consecuencias de este inicial abandono de los principios fundantes por parte de organizaciones e individuos que seguían reivindicándose ‘de izquierda’ fueron devastadoras para la misma Revolución, consecutivamente transformada luego en justificación del militarismo expansionista francés bajo la imperial dirección de Napoleón Iº.

El paso previo al Terror francés fue la “nacionalización de la Revolución” propuesta por el jacobinismo nacionalista y personalista, es decir: por Robespierre. Nacionalismo contrario al universalismo de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano y emblemáticamente reflejado, por ejemplo, en el discurso de Robespierre que prepara la expulsión del Club de los Jacobinos y el posterior guillotinamiento de Jean Baptiste Cloots, diputado de la Convención, “barón en Alemania, pero ciudadano en Francia, y orador del género humano”, como él mismo se declaraba.
Nacido en Clèves (Alemania) de familia belgo-holandesa y autor de un libro significativamente titulado “La República universal”, Cloots sería una de las primeras víctimas del nacionalismo “de izquierda”. “Acaso podemos considerar patriota a un barón alemán?” exclama Robespierre en la Convención frente al acusado. Y prosigue: “¡Ciudadanos! Pongámonos en guardia de los extranjeros que quieren parecer más patriotas que los franceses... ¿Cómo se podría interesar el señor Cloots por la unidad de la República, por los intereses de Francia? Desdeñando el título de ciudadano francés solo quería el de ciudadano del mundo... París es un hormiguero de intrigantes, de ingleses, de austríacos... Cloots es prusiano... Les he relatado la historia de su vida política. ¡Pronunciad la sentencia!”. Y la condena del cosmopolita ciudadano del mundo y partidario de una República Universal llamado Jean Baptiste Cloots fue la muerte en la guillotina. Sin embargo, no fue solamente él quien perdería la cabeza, sino también la tradición democrática y universalizante que originalmente definía la palabra “izquierda”, fatalmente guillotinada por el absolutismo personalista, nacionalista y autoritario.
Es de notarse que el Terror y el expansionismo territorial no se originaron en la aplicación de los principios y la extensión del impulso democratizante de 1789, sino más bien en el agotamiento de su capacidad propulsiva, en la transformación de consignas universalistas en justificaciones del nacionalismo, en una nueva elitización personalizada del poder político, en las purgas violentas contra los disidentes, en la remilitarización de la sociedad y en el viraje reaccionario desde un intento de democratización interno hacia una guerra inter-nacional ; fenómenos perfectamente repetidos cien años más tarde por Lenin y Stalin, esos Robespierre y Napoleón del siglo XX.

Desde que no hay nada más desigual que un hombre desarmado y otro que no lo está, desde que la violencia se opone, por definición, al respeto de los más elementales derechos humanos, desde que la concentración del poder político y militar en pocas manos es siempre conservadora y antidemocrática ya que necesariamente tiende a imponer los privilegios de los más fuertes, ninguno de los métodos políticos basados en la aplicación sistemática de la violencia puede ser adscripto con honestidad a la izquierda.
La adopción de métodos violentos lleva siempre al predominio de los más poderosos y crueles y a la militarización de quienes (partidos políticos, sociedades nacionales, movimientos sociales, etc.) los emplean. El carácter elitista, verticalista y antidemocrático de toda organización militar, que se transfiere con facilidad a cualquier organización civil que adopte métodos violentos, no es casual sino necesario. La perversión de las organizaciones ´revolucionarias’ de Latinoamérica y Europa, rápidamente convertidas al nacionalismo terrorista y perfectamente duplicada hoy por el IRA, por las FARC y por la ETA, muestra claramente que la renuncia a los métodos pacíficos lleva enseguida al abandono de los métodos democráticos.
Se escuchan hoy tantas adhesiones a las teorías sobre la “degeneración filonazi” de la ETA sin que ninguna extraiga la elemental conclusión de que su perversión actual es consecuente con sus objetivos y sus métodos, perfectamente coincidentes con los del nazismo: una nación autárquica definida por la pertenencia étnica y cultural y establecida (o defendida) mediante el terror y la violencia.

Los pésimos resultados obtenidos, desde el punto de vista de la democracia, por todos los movimientos que se autoproclamaron ‘de izquierda’ y aplicaron la violencia para hacerse con el control de un estado (en particular: en Rusia, China, Cuba y el sureste asiático) demuestran también la incompatibilidad entre métodos violentos y fines democráticos. La unánime conversión a una u otra forma del nacionalismo autárquico y del anticapitalismo, su carácter intrínsecamente utópico-reaccionario, prototalitario y antimoderno son otras características infaltables en los grupos que apelan a la violencia “desde la izquierda”.
Cuando el aprovechamiento mediático de la figura de Ernesto Guevara recrea un halo de romántico y quijotesco heroísmo sobre la figura del guerrillero, supuesto ángel vengador de injusticias que tiene gran atractivo para el idealismo juvenil, no parece aleatorio recordar las trágicas consecuencias que el foquismo guevarista ha tenido invariablemente en las sociedades latinoamericanas, comenzando por la misma Cuba de Fidel Castro. Generaciones de latinoamericanos se han dirigido a la muerte alzando banderas (abolición del régimen burgués, exportación de la revolución, etc.) que los revolucionarios cubanos solo levantaron cuando estaban cómodamente instalados en el poder y no cuando eran un pequeño grupo aislado en la Sierra Maestra que para tener alguna posibilidad de llegar al poder necesitaba (y obtuvo, empezando por el mismísimo gobierno estadounidense) el apoyo de la comunidad internacional contra la dictadura de Batista.
Tampoco parece causal que la imagen reivindicada del Che no sea la del triunfante ministro de Economía cubano, preocupado por el desarrollo industrial de la isla y en permanente batalla con el aparato del Partido Comunista, los burócratas rusos y el mismo Fidel, sino la del combatiente derrotado en Bolivia, que arrastró a su grupo y a él mismo a una innecesaria auto-inmolación del estilo de los martirios cristianos y que abrió un período tristísimo de la historia de la izquierda latinoamericana de la que los Tupamaros uruguayos y los Montoneros argentinos fueron la expresión más confusa y desolada.

La violencia, aplicación de la ley del más fuerte al marco político-social nacido precisamente para contrastarla, no puede ser un medio idóneo de transformación progresista de la sociedad sino un método extremo de preservación de la vida y de la libertad, cuyas consecuencias son siempre profundamente negativas para quien se ve obligado a recurrir a ella y para la sociedad en la que tiene lugar. Más allá de sus declaraciones de intenciones, las organizaciones que han utilizado sistemáticamente la violencia para promover el ‘cambio social’ solo pueden ser consideradas objetivamente ajenas a las tradiciones políticas de la izquierda. La simple necesidad de agregar el adjetivo “democrática” al sustantivo “izquierda” para crear el par “izquierda democrática” denuncia perfectamente la situación. Sencillamente, y dado que ninguna izquierda verdadera puede dejar de ser democrática, las organizaciones de la “izquierda no democrática” no son de izquierda.

Por supuesto, no estoy sosteniendo que toda forma de violencia sea ilegítima ni necesariamente contraproducente, como la Toma de la Bastilla, o el Levantamiento del Ghetto de Varsovia, o la Resistencia al nazifascismo han mostrado. En ciertas ocasiones, frente al ataque extremo y militarizado del ancien régime, o ante amenazas de males mayores, evidentes, inminentes e inevitables por otros medios, un recurso a la violencia provisorio, limitado, y de carácter defensivo, puede ser inevitable. En cambio, lo que constituye un abandono definitivo de toda pretensión de mantenerse en el marco de la izquierda es la entronización de la violencia a método premeditado de acción política, comenzando por los intentos de militarizar un partido, un estado o una organización. Cualesquiera sean los objetivos que se declaren y las justificaciones que se esgriman para ello, ninguna de estas acciones -pasadas, presentes o futuras- puede considerarse honestamente como perteneciente al ideario político de izquierda.

Como las leyes e la entropía establecen para el orden de los objetos, también en el orden humano nada valioso se construye rápidamente. Lo que realmente vale la pena debe ser construido lentamente, con infinita devoción y paciencia. En el mundo real, los únicos procesos veloces son los destructivos. Así, en el mundo social, cuando es el tiempo de las balas y de los fusiles no es el tiempo de la izquierda ni el del progreso.

Durante largo tiempo se ha considerado que ser “de izquierda” era estar a favor del progreso contra la reacción, de la Modernidad contra el feudalismo, de la República contra la monarquía, de la razón contra la fuerza, de la Democracia contra el autoritarismo, del universalismo contra los particularismos, del cosmopolitismo contra el provincialismo, del individualismo moderno contra el colectivismo absolutista, de la Igualdad contra los privilegios, de la paz contra la guerra, del internacionalismo contra el nacionalismo, de los Derechos Humanos contra las prerrogativas de sangre y de suelo, de la Libertad contra las agresiones del estado. Sin embargo, todas y cada uno de estos clivajes han sido invertidos y violados por organizaciones que se definían como “de izquierda” desde el inicio mismo de la modernidad política, especialmente: durante el entero siglo XX. Lamentablemente para la izquierda y para el mundo, se ha llegado al extremo de considerar condición suficiente de la pertenencia a la izquierda al hecho de adherir al revolucionarismo, al anticapitalismo y al extremismo antimodernos, cuyo contenido, más bien, pertenece a la tradición heroico-nihilista del fascismo .
La presente crisis mundial, en la que unos capitalistas globales consecuentemente universalistas han reducido a la impotencia a unos “democrátas” que confían aún en la escala nacional de la organización política, es la más contundente demostración de las claudicaciones particularistas que todavía arrastra la izquierda en el nuevo milenio.

El partido de la Modernidad, la Igualdad y los Derechos Humanos
La izquierda, partido de la Modernidad, de la Igualdad y de los Derechos Humanos, no puede definirse sin invocar simultáneamente estas tres fuentes legitimantes porque la invocación parcial de estos principios o el énfasis monotemático en uno de ellos conducen a la negación de los demás.

- La idea de Modernidad, necesaria para fundar la humanidad como comunidad racional, conduce por sí sola a la exaltación positivista y cientificista de la Razón y del Progreso, al reinado instrumental de las lógicas del avance tecnológico y el desarrollo económico, y al auge de las teorías neoliberistas del pensamiento único y el fundamentalismo de mercado. Este proceso configura una ‘Modernidad de la Técnica’ que domina y somete a la Modernidad de la Ilustración y la Liberación, y es el principal origen del retroceso social, los desastres ecológicos y las amenazas a la paz global. En su acepción extrema, la aceptación de una modernidad técnica despojada de la idea liberal de “Derechos Humanos”, basada fuertemente en jerarquías sociales y combinada con el anticapitalismo y el antiparlamentarismo ha sido siempre distintiva de los totalitarismos , de los cuales el nazismo alemán, con su entusiasmo tecnocrático y su pasión por la aplicación destructiva de los últimos adelantos técnicos es el ejemplo arquetípico.

- La idea de Igualdad (necesaria para fundar la humanidad como comunidad de destino), si invocada independientemente de los valores de Modernidad y Derechos Humanos, tiende a generar sociedades colectivistas como la china, la rusa y la cubana, negación radical del individualismo humanista y condena inevitable al atraso económico-tecnológico y la pobreza. Acaso por su carácter eminentemente campesino, ha sido China la principal representante del igualitarismo entendido como uniformidad: el autoritarismo antidemocrático del maoísmo no podía sino desembocar en esa barbarie que tomó el nombre de Revolución Cultural . Hoy, los “Campos de Reeducación a través del Trabajo” chinos y los miles de víctimas anuales de la pena de muerte, frecuentemente aplicada a autores de delitos menores después de procesos sumarios desprovistos de las menores garantías de imparcialidad, muestran con claridad la insuficiencia de la idea de igualdad para fundar por sí sola una sociedad civil y humana.

- La idea de Derechos Humanos -necesaria para fundar la humanidad como comunidad moral y base de la entera modernidad sociopolítica- es por sí sola insuficiente para establecer una sociedad verdaderamente civil y progresista, porque el principio liberal de preservación del individuo de las arbitrariedades y abusos del estado no puede prescindir del principio democrático de Igualdad sin reducirse a defensa del privilegio de una minoría, ya sea ésta determinada socialmente (como en el capitalismo salvaje) o geográficamente (como en los nacionalismos -y continentalismos-).

La izquierda como partido de la Modernidad
Después de la experiencia del siglo XXº, parece imposible olvidar que los grandes genocidios y las grandes guerras, es decir: las violaciones extremas de la Igualdad y de los más elementales Derechos Humanos, han tenido lugar, invariablemente, en situaciones de escasez material, crisis económica, retroceso general y amenaza real o simbólica a la supervivencia individual, familiar y social.
Como la entera experiencia de la civilización humana ha mostrado inagotablemente, una sociedad sometida a la escasez extrema termina en la batalla de todos contra todos. La capacidad de constituir una sociedad civilizada depende pues del éxito común del partido de las titularidades y del de las provisiones , es decir: del desarrollo conflictivo pero fructífero de los dos sistemas básicos de la Modernidad: el económico-capitalista y el político-democrático. La abolición de uno de estos sistemas por el otro (la abolición del capitalismo en nombre de la democracia o viceversa) implica una grave violación del que es el corazón de la Modernidad política: la articulación conflictiva pero fructífera del sistema económico moderno con el sistema político moderno, es decir: de capitalismo y democracia.

La abundancia material y la civilidad democrática se solicitan y refuerzan. Una es condición necesaria de la otra. El resurgimiento de las luchas tribales en África que han llevado al genocidio de un millón de personas en Rwanda, recientemente repetido en una escala menor en Somalía y Birmania por otras tribus igualmente excluidas de la sociedad civil mundial, muestra nuevamente esta vieja relación entre desesperación, atraso y tribalismo, y es la negación práctica del mesianismo redencionista que intenta elevar a los pobres de la Tierra a emisarios de una verdad revelada. No por casualidad, estos desastres han ocurrido en los territorios más aislados y pobres del planeta: el Asia meridional y el África subsahariana.
La historia humana es, por otra parte, inconfutable. Solo las sociedades en las que ha primado una relativa abundancia han podido desarrollar ideas como las de civilidad, democracia, libertad, igualdad, tolerancia y derechos humanos. Donde reina la escasez, nace el autoritarismo, el sometimiento a jefes providenciales, la guerra contra el diferente y el extranjero, en suma: los principios políticos que fueron idealtípicos del tribalismo en la Antigüedad y del feudalismo en el Medioevo, y que durante la Modernidad ha hecho suyos el nacionalismo belicista.
La contradicción entre derechos civiles-políticos y posibilidades materiales es, por lo tanto, aparente y cortoplacista: ninguna democracia resiste indefinidamente a la escasez extrema. La miseria; la privación y el miedo son la base material del totalitarismo. Significativamente, ningún régimen totalitario ha nacido de la abundancia, pese a los intentos insistentes de los fascistas norteamericanos y de los neofascistas alemanes y japoneses. Una cultura moderna del avance tecnológico y del desarrollo económico, orientada al futuro, que no se enfrente a las modalidades culturales sino a sus eventuales pretensiones de defender el atraso y de amparar violaciones a los Derechos Humanos es, pues, la única estrategia posible para una verdadera izquierda.

El desarrollo máximo de la producción, inevitablemente ligado al auge del sistema económico basado en el capitalismo, no es, como pretenden el fundamentalismo ecologista, el anticonsumismo y otras variantes del anticapitalismo antimodernista, un mero indicador de la corrupción consumista de la sociedad occidental, sino un proveedor de oportunidades para el desarrollo de valores morales modernos y avanzados. Si los principios económicos se han transformado en el centro vital de la sociedad humana, si el consumismo dilaga por el norte del planeta y la miseria por el sur, las culpas no pueden ser achacadas al sistema económico-tecnológico, perfectamente eficiente en su función de creador material de la riqueza, sino a la incapacidad del sistema político para redistribuir social y territorialmente lo producido.
Como resulta obvio, esta incapacidad está directamente relacionada con las claudicaciones, incapacidades y debilidades de las fuerzas políticas que se autodenominan “de izquierda”. Las acusaciones anticapitalistas, que falsamente toman una apariencia ‘de izquierda’, parecen desconocer esta verdad elemental y evidente: no es la voracidad del capitalismo (por otra parte: intrínseca e inevitable) sino ese retraso de la política que en otros escritos he intentado definir como asincronía, la fuente generadora de este universo unidimensional y desigual en el que la economía y sus valores hacen tabla rasa con la Democracia.

Por primera vez en la historia humana, la potencia productiva del sistema económico-tecnológico es suficiente para generar condiciones materiales para una vida digna de todos los habitantes del planeta. Sin embargo, buena parte de la humanidad sobrevive en la miseria. Pero acusar al capitalismo de ser incapaz de distribuir socialmente lo producido es acusar a un submarino de su incapacidad para volar. En otros términos, ello implica desconocer la más elemental de las distinciones del orden moderno: la diferencia y relativa oposición entre economía y política. Este desconocimiento tiene su promotor teórico en Marx, quien –con buenas razones para la época- reducía la civilidad moderna a su carácter económico y burgués, hasta el punto de denominarla, llanamente, “capitalismo”.
Una izquierda actualizada no se define pues solamente por su intento de constituirse como el partido de la Modernidad, sino por la tentativa de equilibrar y recombinar el conflicto específicamente moderno entre economía y política. El anticapitalismo, el antiparlamentarismo, el intento ‘no-global’ de renacionalizar la economía, la tentativa romántico-reaccionaria de oponerse al avance tecnológico o al desarrollo económico, y especialmente: al avance tecnológico o al desarrollo económico globales, no concuerdan con ninguna de las tradicones fundantes de la izquierda y violan sistemáticamente el tríptico “Igualdad-Modernidad-Derechos Humanos” que le es constitutivo y fundante. La misma idea negativa de ‘resistencia’ (al capitalismo, a la modernización, a la globalización) que permea el discurso ‘anti-lo-que-sea’ es una idea conservadora, y por lo tanto: típicamente de derecha. En cambio, la izquierda debe definirse por el impulso positivo, generoso, inteligente y orientado al futuro hacia una verdadera globalización multidimensional y democrática de la Modernidad.

Diez dimensiones de la izquierda
Podemos ahora intentar diferenciar ‘izquierda’ de ‘derecha’ en varias dimensiones:

- Espacialmente, la derecha es territorialista y nacionalista, en tanto la izquierda es cosmopolita, universalista y antinacionalista.
- Temporalmente, la derecha es consagradora del pasado y conservadora del presente, y la izquierda es moderna, progresista, orientada al futuro.
- Sistémicamente, la derecha sostiene el reinado de la economía sobre la política (neoliberalismo) o su contrario, la hegemonía de la política sobre la economía (totalitarismos) , y la izquierda se pronuncia por la autonomía y dignidad de ambas. En otros términos, la derecha se pronuncia por la hegemonía y control del estado sobre la sociedad civil (totalitarismos) o su contrario, la absoluta independencia de la sociedad civil y la necesidad de reducir al mínimo el estado (neoliberalismo). La izquierda, en cambio, sostiene la necesidad y posibilidad de un conflictivo balance dinámico entre sociedad civil y política.
- Dimensionalmente, la derecha es partidaria de la primacía del espacio (es decir: de la geografía como valor social y político) y de la clausura del tiempo (del fin de la historia) en un simbólico pasado glorificado, en un presente inmóvil o en un futuro en el cual se producirá el advenimiento del paraíso sobre la tierra; en tanto la izquierda aboga a favor del tiempo (de la historia como escenario de las realizaciones humanas) y por la cancelación moderna del espacio.
- Jurídicamente, la derecha defiende los privilegios filial-hereditarios (es decir: los derechos del suelo y de la sangre); en tanto la izquierda reclama su abolición y su reemplazo por derechos fraternales y humanos.
- Ontológicamente, la derecha proclama la soberanía de los pueblos, las naciones y los estados, en tanto la izquierda está por defensa de la soberanía del individuo y por la promoción democrática de los intereses comunes de la humanidad.
- Metodológicamente, la derecha ve en la sociedad un territorio en disputa, y se pronuncia por la competitividad económica y la violencia política o, en el orden de ideas opuesto, clama por la unanimidad de los cementerios. La izquierda, en cambio, no pretende la armonía universal ni una premoderna y abstracta comunidad de intereses, sino que subraya las posibilidades de la dirimición pacífica y articulada de los conflictos, y de la solidaridad y la cooperación entre los seres humanos.
- Socialmente, la derecha tiende a la defensa del poder de los más fuertes, y a la caridad y el victimismo respecto de los más débiles. La izquierda, a la reivindicación de los derechos de las mayorías desposeídas y de las minorías discriminadas, no en nombre de la caridad, sino de la justicia.
- Fácticamente, la derecha es posibilista y desarrolla realpolitiks o, por el contrario, propone utopías reaccionarias cuyos despojos suelen desplomarse sobre las cabezas de una doliente humanidad. La izquierda es partidaria de las practopías, del realismo utópico, de una ética de la responsabilidad que pueda distinguirse , sin embargo, de toda realpolitik.
- Filosóficamente, la derecha pretende encarnar particularismos nacionales, raciales, clasistas, sexistas, sistémicos, culturales o religiosos, en tanto la izquierda los combate en nombre del sujeto y de la humanidad, es decir: intenta responder universalistamente a las razones del hombre en su doble acepción de individuo y especie.
- Jerárquicamente, la derecha se define por subordinar los seres humanos concretos a principios ontológicos como la Razón, la Historia o el Progreso, en tanto la izquierda es humanista, es decir: considera a cada hombre como un fin en sí mismo.

Como consecuencia de la monumental confusión producida durante el siglo XX por el abandono de los valores de izquierda por parte de muchas de las organizaciones que de izquierda se reclaman, estos principios se encuentran deshomogéneamente distribuidos a lo largo y ancho del arco político. En otras palabras, organizaciones que se consideran de centro y hasta de derecha suelen ocasionalmente defender principios de izquierda, aunque mucho más frecuente es lo contrario, es decir: que organizaciones que se agrupan bajo banderas rojas defiendan valores completamente opuestos a las tradiciones fundantes de la izquierda, en particular: valores nacionalistas y territorialistas.
Lejos de haber perdido relevancia con la globalización de los procesos sociales, la oposición entre derecha e izquierda se reconfigura hoy a escala global. En tanto el tan mentado "retraso de la política" consiste, básicamente, en el retraso de las políticas nacionales respecto de una economía globalizada, la supuesta desaparición de la tensión entre derecha e izquierda es simplemente la pérdida de relevancia de esta alternativa en la escala nacional. Los estrechos márgenes que un capitalismo globalmente organizado deja a los poderes democráticos nacionales disminuye dramáticamente las posibilidades de llevar adelante una política progresista a nivel nacional y acerca peligrosamente a derechas e izquierdas nacionales en una misma resignada sumisión a los poderes económicos globales.
En todo caso, la cuestión decisiva en política sigue siendo "¿Quién (y cómo) son tomadas las decisones públicas?" Una política de izquierda se define aquí, hoy como siempre, por una respuesta igualitaria y democrática: los representatntes de los ciudadanos reunidos en instituciones democráticas y liberales. Un simple vistazo a los organismos encargados de decidir sobre las cuestiones globales (desde el Consejo de Seguridad de la ONU, hasta la tríada FMI-Banco Mundial-OMC, pasando por los representatntes de las naciones más poderosas, que conforman una ínfima minoría de la humanidad) permite afirmar que no se verifica, en la cada vez más decisiva escala global, el más mínimo atisbo de representatividad democrática.
En un mundo finalmente mundial, en el que la batalla por la democracia ha alcanzado la escala global, una política de izquierda se define, como en 1789, por la paulatina construcción de instituciones democrático-representativas en todos los niveles en los que deban sser adoptadas decisones políticas significativas; lo que incluye, como es obvio, todos aquellos niveles (continental, regional, inter-nacional y global) cuya importancia ha aumentado dramáticamente en los últimos años y está destinada a crecer aún más rápidamente en el futuro cercano. En breve, una posición política verdaderamente de izquierda se define hoy por la instucionalización democrática de un universo globalizado por la técnica y por la economía, y por la recuperación de aquellas ideas fundantes desdibujadas en el largo interregno del siglo XX: Modernidad - Igualdad - Derechos Humanos.


TWIN TOWERS
El colapso de los estados nacionales


Edicions Bellaterra, Barcelona, 2.002

ÍNDICE

1. Introducción
2. ¿Dónde estabas cuando atacaron las Twin Towers?
3. Víctimas de una culpa colectiva
(Incluye la “Carta abierta a los americanos” del escritor afgano-estadounidense Tamim Ansary)
4. Respuestas nacionales a cuestiones globales
El síndrome de Pearl Harbor
5. Un Apartheid planetario
6. La crisis de control de la tecnología
7. El antiamericanismo, etapa superior del antimodernismo
8. Tribalistas: los verdaderos antiglobalizadores
La carambola nacionalista, de Hitler a Bin Laden / Antisemitismo como antimodernismo y como antiglobalismo / La moral heroica nietzscheana / Un totalitarismo talibán / El feudalismo equipado con medios técnicos modernos / Contra Jihad y Cruzadas
9. La batalla ideológica contra la Modernidad
El retorno del paganismo sacrificial / La usurpación del lugar de la víctima / Particularismo tribal contra individualismo humanista
10. Del colapso de los estados nacionales hacia una
República de la Tierra

Coda: Postales afganas del mundo

INTRODUCCIÓN

Millones de páginas se han escrito en todo el mundo acerca de lo sucedido el 11 de septiembre en los Estados Unidos de América. Casi ninguna ha destacado el que es el factor más importante y original, que ha otorgado a los acontecimientos el carácter de catástrofe planetaria y parece estar abriendo una nueva era en el devenir histórico de la humanidad. Me refiero a la espeluznante incapacidad del estado-nacional más poderoso del planeta para cumplir con la más elemental de sus responsabilidades -la protección de la vida de sus ciudadanos- y al inmenso poder destructivo que frente a éste posee una pequeña red que se organiza des-anclada y des-territorializadamente en un mundo global determinado por la tecnología de punta. Ambos fenómenos, aparentemente inconexos, son una nueva expresión del creciente dominio de lo mundial sobre lo nacional que ha permitido la consumación de los horrendos atentados, simplemente impensables en la fenecida era de las Modernidades Nacionales. Y es también esta evidente hegemonía planetaria de lo desanclado-desterritorializado sobre lo territorial-geográfico la que extiende ahora las desastrosas e imprevisibles consecuencias de los atentados en la escala global en la que hoy acontecen los fenómenos decisivos de una sociedad civil mundializada.
Pese a su apariencia, no son éstas afirmaciones meramente teóricas y abstractas, llenas de retórica indiferencia acerca de las muertes ocurridas y la barbarie desatada, sino más bien una expresión de preocupación acerca de la posible barbarie futura y las probables muertes por venir.

En el momento en que redacto estos párrafos es imposible saber con certeza si ha habido alguna participación del gobierno iraquí en la preparación y realización de los atentados. Como sea, Saddam Hussein debe estar ya meditando sobre el trágico error cometido en los inicios de los ’90: en un mundo desterritorializado, si se quiere desafiar el poder económico-militar del estado más poderoso del planeta, las invasiones territoriales y las fuerzas armadas y ejércitos nacionales no solo son innecesarios sino contraproducentes. Su ausencia ha sido la condición misma del ataque terrorista.
Como para cualquier otra corporación global, la seguridad de la red terrorista de Bin Laden y el éxito de sus operaciones dependen hoy de su desvinculación con el territorio, es decir: de su capacidad para esconderse y anidar en espacios virtuales. El apoyo del estado nacional afgano a al-Qaeda y la inevitable radicación de ésta en alguna nación-estado del planeta son las debilidades más evidentes de la organización; constituyen no ya su fortaleza sino la brecha por la que una represalia norteamericana se hace posible. Por otra parte, afirmar que el estado afgano-talibán era el sostén económico y militar de al-Qaeda es abdicar a la falsa ilusión centralidad que aún conservan los estados nacionales. Como los hechos han terminado por mostrar, sucedía exactamente lo contrario.

Algunos días después de los atentados, fuentes razonablemente confiables sostuvieron que el Air Force One -el avión en el que había buscado refugio el hombre que guarda en su valija nuclear un potencial suficiente para destruir el mundo- habría recibido una llamada directa de los terroristas, quienes -demostrando conocer el código necesario para establecer esa comunicación y el nombre en clave que correspondía durante ese día al presidente de los Estados Unidos de América- lo habrían amenazado con la aniquilación inmediata. La historia de la misteriosa llamada desapareció enseguida del espacio informativo mundial con la misma velocidad que las imágenes del caza que perseguía al vuelo 93 caído en Pennsylvania. Pero más allá de su veracidad o falsedad, lo que resulta determinante es su verosimilitud y credibilidad, que desnuda la enorme eficacia que adquiere una red global sobre un enemigo infinitamente más grande y poderoso pero básicamente atado a la lógica geográfica obsoleta de los escudos espaciales.

Como acontecimiento epocal que inaugura el milenio, la caída de las Twin Towers anuncia la continuidad y profundización de la brecha entre una realidad mundializada y las pobres representaciones que nos hacemos de ella. Con acierto, muchos han definido los atentados como ‘irreales’, es decir: como parte de un universo que, al mismo tiempo que ‘está ahí’, desafía y supera las representaciones comúnmente aceptadas acerca de lo ‘real’ y lo ‘irreal’, de lo ‘posible’ y lo ‘imposible’.
En el fenecido mundo de las Modernidades Nacionales en el que nuestras representaciones simbólicas nos condenan ilusoriamente a vivir, acontecimientos como los sucedidos resultan simplemente inconcebibles. La foto que registra la expresión atónita de George W. Bush en el momento de recibir la noticia del ataque, muestra –como las miradas incrédulas de todo el planeta sobre las Torres en llamas- el grosero desajuste existente entre la realidad y nuestra comprensión de ella.
Esta dramática ‘irrealidad’ de lo efectivamente sucedido pone en evidencia el abismo incolmable que se ha abierto durante la última década del XXº siglo entre quienes han entendido perfectamente el carácter global del mundo en el que ya vivimos (en especial: los agentes del sistema financiero, los narcotraficantes, las redes terroristas y mafiosas) y quienes, aferrados a paradigmas territoriales progresivamente vacíos de sentido y encadenados a sistemas institucionales obsoletos, preferimos seguir ignorando.

La primera ley de la globalización decía: “Toda influencia espacial-territorial dependiente de los costes económico-temporales de los transportes y las comunicaciones será paulatinamente abolida. Toda noción ligada a categorías geográfico-territoriales (externo-interno, centro-periferia, cercano-remoto) será, por lo menos, relativizada y reconfigurada”. Hace poco más de una década, la caída del Muro de Berlín constituyó el evento histórico emblemático de la apertura de la era de la Globalización porque evidenció imborrable y planetariamente esta tendencia (existente desde los inicios de la Modernidad, o más precisamente: desde el origen de la civilización) en la emergente escala global que estaba asumiendo la sociedad humana.
Desde entonces, una segunda ley, derivada de la anterior pero cualitativamente diferente de ésta, ha comenzado a determinar fuertemente los destinos del mundo. Esta segunda ley general de la Globalización dice: “La escala es poder. La cantidad y calidad de los recursos a disposición será cada vez menos determinante frente a la escala de los sistemas y organizaciones intervinientes. Lo mundial-planetario-global-universal-desterritorializado-desanclado está destinado a domeñar lo territorial, ya sea éste local, provincial, nacional, continental o inter-nacional”.
Como ayer la caída del Muro, la crisis iniciada con la implosión de las Torres se ha convertido en un hito histórico porque anuncia la vigencia efectiva de una ley universal destinada a reconfigurar todas las relaciones sociales existentes.

Desde hace al menos una década, los seres humanos hemos tenido la oportunidad de observar cómo los principios y valores del sistema económico capitalista globalizado se imponen mundialmente a una política democrática reducida a la escala nacional de sus deliberaciones e intervenciones, y cómo los estados nacionales pierden progresivamente el control de las funciones para las que han sido creados y se ven paulatinamente restringidos –especialmente en los países subdesarrollados- al rol de “grandes comisarías” (la imagen pertenece a Zygmunt Bauman). Desde hace al menos una década, los seres humanos hemos visto también cómo el sistema institucional inter-nacional del G8, el Consejo de Seguridad de la ONU, la NATO, el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio no constituye una alternativa superadora hacia la universalidad democrática sino un método de aplicación planetaria de la lógica particularista de los estados nacionales más poderosos y del reductivismo economicista de un capitalismo globalizado. Finalmente, el 11 de septiembre, el fenómeno irruptivo de la preponderancia de lo global sobre lo territorial ha sido presentado con dramática evidencia en la escala mundial y aplicado directamente al terreno militar.
El potencial destructivo de este acontecimiento es incalculable y está destinado a incrementarse. En la práctica, evidencia un nuevo retroceso de los estados nacionales, estados que habían sido definidos por Max Weber como “propietarios monopólicos de la violencia legítima” y que después de haber casi completamente delegado la aplicación externa de esta violencia en instancias inter-nacionales permanentes (como la NATO, el Pacto de Varsovia y el Consejo de Seguridad de la Onu) asisten ahora estupefactos al surgimiento de un oponente “privado” capaz de vulnerar con éxito las estructuras defensivas del más poderoso de ellos.
La obsolescencia de la escala nacional de la política democrática, que había ya llevado a una privatización generalizada y frecuentemente salvaje de la economía y de los espacios públicos, conduce ahora a la privatización globalizada de la violencia y de la guerra. Este fenómeno –que se había ya expresado en la escala global mediante el dilagar de la inseguridad en las grandes metrópolis del mundo y la aparición de mafias transnacionales ligadas al tráfico de drogas y armas- impulsa ahora sobre el escenario global la amenazante emergencia de organizaciones terroristas planetariamente capaces de actos de destrucción masiva. La debacle de la isla de Manhattan, uno de los puntos teóricamente más controlados y protegidos de la superficie del planeta, muestra así con estridencia el colapso de los estados nacionales.

Escribo este libro abrumado por la urgencia y en la parcial ignorancia: no existen aún pruebas públicas concluyentes de que haya sido Osama bin Laden el responsable de los atentados (aunque la amplia mayoría de sauditas entre los terroristas suicidas, la posterior reivindicación de la masacre como “obra de Alá y de una vanguardia del Islam” y las amenazas a Occidente de “nuevas lluvias de aviones desde los cielos” dejan poco espacio a las dudas). Tampoco puede saberse cuál será la reacción a largo plazo de los Estados Unidos.
Sin embargo, dado que no nos encontramos en el terreno jurídico sino en el político, lo que se conoce parece suficiente para responsabilizar de la catástrofe al fundamentalismo integralista de la “Nación Islámica”, para realizar un diagnóstico sobre las causas y las posibles consecuencias de lo sucedido y para intentar establecer algunas conclusiones sobre el período que se ha abierto.
Quienes esperen encontrar en estas páginas más párrafos olorosos de humo negro y sangre, o nuevos análisis en la óptica de “Globalismo Neoliberista vs Fundamentalismo Integralista”, “Primer Mundo vs Tercer Mundo”, “Imperialismo vs Pueblos Oprimidos”, “Occidente vs Islam”, “Cruzadas vs Guerra Santa”, etc., pueden abandonar la ímproba tarea y retornar a la mayor parte de los diarios, revistas y canales de TV de todo el mundo y a los libros de Samuel Huntington, para no mencionar los probables manuales que se estén ahora mismo escribiendo o publicando a favor de una u otra de las dos partes en las que parece haberse dividido nuevamente el planeta.
Lamentablemente, la consideración racional de los escenarios que el ataque a las Torres ha tornado posibles lleva hoy a todo ser humano racional a una indeseable nostalgia de la precedente Pax Americana. Los críticos ultrancistas de la anterior unipolaridad del Nuevo Orden Internacional, efectivamente parcial y sobredeterminado por las naciones avanzadas -y en particular por los Estados Unidos de América- tendrán ahora la posibilidad de observar cómo en el mundo de la globalización de los procesos sociales y productivos, y de la tecnología de alcances planetarios, la fragmentación política supone una alternativa aún más regresiva y peligrosa que la unidad hegemonizada por un estado nacional avanzado y democrático.
Pero lo fundamental en esta situación es que la suerte de la humanidad ya no se juega en la disputa por antagonismos particularistas, sean éstos nacionales o ‘civilizatorios’, sino que depende precisamente de su superación. En un planeta paulatinamente empequeñecido por la tecnología; la neutralidad, la tolerancia y el equilibrio se han vuelto insuficientes y se hace urgentemente necesario pensar en términos de participación, cooperación e integración.
El desafío que plantean las Torres humeantes, colapsadas junto a la ilusión autárquica de los estados nacionales, es el de conformar una sociedad civil mundial no ya de hecho sino de derecho, que exprese e integre el reclamo de Igualdad y Justicia del Tercer Mundo con la defensa de la Libertad y la Modernidad del Primero.

Si pusiéramos a un científico formado en la leyes de Newton al comando de los procesos fundamentales de un reactor nuclear, lo que obtendríamos sería una catástrofe planetaria. Es exactamente esto lo que está sucediendo en el universo einsteiniano de la globalización con las intervenciones de los gobiernos territoriales guiados por el nacionalismo newtoniano. La construcción de un espacio público mundial de discusión y deliberación sobre las crisis globales y la institucionalización de instancias decisorias democrático-liberales planetarias se han transformado en una cuestión de supervivencia cuya importancia se hará paulatinamente evidente. En este sentido, entre las muchas voces sensatas que se alzaron para pedir castigo a los culpables de los atentados pero racionalidad en la respuesta, resulta especialmente preocupante la ausencia de todo tipo de propuesta superadora de la contradicción que caracteriza a nuestra época: procesos sociales mundiales y mundializantes, y sistemas político-institucionales nacionales.

La catástrofe de las Twin Towers no puede ser comprendida como un episodio aislado producto del delirio de un lunático y de sus mitómanos seguidores. Por el contrario, se trata de la primer crisis verdaderamente planetaria a la que conduce la aplicación reiterada e irracional de lo que Beck ha llamado, con precisión y gracia, ‘categorías-zombie’. Veamos.

Los Estados Unidos liderados por la administración Bush:

- quisieron evitar la recesión rechazando los acuerdos de Kyoto sobre disminución de la emisión de gases contaminantes en la atmósfera y están hoy sumidos en una crisis recesiva sincronizada a escala mundial por la globalización económica; crisis fuertemente agravada por los mismos atentados
- intentaron ponerse al margen de la cuestión israelí-palestina y recibieron un ataque en su propio territorio pseudo-justificado en sus intervenciones a favor de Israel en el momento preciso en que éstas alcanzaban el punto más bajo de su historia
- pretendieron defender a sus ciudadanos con un escudo espacial antimisiles y con un espía informativo satelital (Echelon), y se encontraron con las Torres Gemelas y la mitad del Pentágono en llamas
- se opusieron y se oponen por todos los medios a la entrada en funciones de la Corte Penal Internacional establecida en 1.998 por el Estatuto de Roma, y están ahora al frente de una caza de terroristas aplicada en la escala planetaria.

Afortunadamente, el gobierno de George W. Bush ha tenido por ahora la capacidad de evitar esa revancha pedida a gritos por los sectores más regresivos y ciegos de su sociedad que llevaba directamente a nuevas Hiroshimas y Nagasakis y que hubiera podido conducir al mundo entero hacia algún tipo de holocausto generalizado. Por su manifiesta similitud en sus orígenes y posibles reultados, denominaré a esa reacción puramente nacional-tribal, pedida por buena parte de la derecha republicana, el Síndrome de Pearl Harbor.

Del otro lado de la imaginaria barricada pero siguiendo la misma lógica zombie-newtoniana de los Estados Unidos, la organización terrorista al-Qaeda, el sector más fundamentalista y nacionalista del Islam:

- realizó unos atentados sanguinarios en nombre del rechazo al poder imperial norteamericano (que supuestamente controlaba y hegemonizaba el entero planeta), demostrando paradojalmente la enorme fragilidad de ese supuesto poder y la falsedad de la propia tesis.
- atacó los Estados Unidos reclamando la “unidad política e independencia de la Nación Islámico-Musulmana”, y probablemente conseguirá alguna nueva forma de protectorado en Afganistán y nuevas y más profundas divisiones en el interior –ya suficientemente fragmentado- del mundo árabe
- destruyó las Torres en reivindicación simbólica de los pueblos árabes y del Tercer Mundo “oprimidos por el imperialismo”, y logrará que millones de sus habitantes deban convertirse en refugiados, que sus emigrantes en los países desarrollados sufran una nueva oleada de racismo y que los capitales financieros globales se retiren de los mercados emergentes, en general, y de los países del Medio Oriente, en particular, descargando sobre sus habitantes la peor parte del impacto de una crisis recesiva global profundizada por los mismos atentados.

La conclusión parece bien simple: las intervenciones newtonianas de los nacionalismos en el mundo einsteiniano de la globalización provocan efectos contrarios a los previstos por sus perpetradores y pueden llevar a incontrolables catástrofes planetarias. En el universo de la alta tecnología y de los procesos sociales globales, las naciones-estado y las concepciones nacionalistas no pueden ya salvar el mundo, pero pueden aún, perfectamente, destruirlo.

Como el siglo XX ha demostrado con énfasis, los estados nacionales (y muy especialmente: los estados nacionales guiados por el nacionalismo) y las sectas y grupos que actúan según los dictados de una lógica particularista y antiuniversalista (ya sea ésta racial, nacional, clasista o religiosa) son como enormes elefantes... mejor aún, como enormes dinosaurios en el bazar de la Modernidad: cada uno de sus movimientos tiende a provocar una tragedia.
En nombre de su supervivencia y de la supervivencia general, los estados nacionales –esos dinosaurios de la Modernidad- deben transformarse en aves; es decir: deben relativizar su dependencia respecto del territorio, disminuir su volumen y sus poderes, y abandonar su obsoleta pretensión de seguir siendo los omnímodos predadores institucionales del planeta todo.

Lejos de confiar en imposibles reconstituciones de las economías autárquicas de las naciones-estado o en improbables reconstrucciones de las solidaridades nacionales, de las autonomías nacionales, de los estados de bienestar nacionales y de las identidades nacionales (como demasiados autores ‘progresistas’ sugieren aún hoy como salida razonable a la crisis), nada queda por esperar de los estados nacionales sino que limiten al máximo sus intervenciones globales, acepten que ya no pueden ser el centro decisorio principal de una sociedad civil mundializada y resignen parte de su soberanía, de su autarquía y de sus poderes en instancias mundiales representativas y democráticas de alcance planetario, reservando para sí las funciones de escala nacional que por definición les competen.
Este mismo análisis debería ser racionalmente aplicado al agonizante orden inter-nacional que de las naciones-estado y de la ideología nacionalista débil depende directa y estructuralmente. Después de cincuenta años de trabajo, en muchos casos heroico pero básicamente infructuoso, nada queda por esperar de la Organización de las Naciones Unidas sino que su Asamblea General convoque a la Asamblea Constituyente de una República Universal de los Ciudadanos del Mundo, de carácter no ya inter- nacional sino mundial, planetario y humano, y colabore luego en la transición desde el elitario orden nacional/inter-nacional existente hacia un nuevo orden democrático global.
En este mundo finalmente devenido mundial, solo unas instituciones democráticas universales pueden decidir y actuar con eficacia y legitimidad en la preservación de la paz mundial y en las emergentes crisis globales (económica, ecológica, demográfica, de control de la tecnología y de preservación de la paz en el mundo) que la globalización inevitablemente comporta, y que desde hace ya tiempo han escapado a las posibilidades de intervención de un poder democrático encarnado en los estados territoriales.

Desde hace demasiado tiempo, las alternativas del mundo se dividen entre una razón sin corazón y un corazón sin razones; entre un neoliberismo globalista que mundializa solo los procesos económicos y tecnológicos -generando miserias y desigualdades de escala planetaria- y un nacionalismo fundamentalista que tiene en Bin Laden y los talibanes sus elementos extremos, y en sus varios Le Pens, Bossis y Haiders, su ala ‘civil’ y ‘moderada’.
En un sentido general, el egoísmo colectivo tribalista y antiliberal del fundamentalismo es la contracara bárbara y salvaje del egoísmo colectivo primer-mundista que Jürgen Habermas y Jean Luc Ferry han definido brillantemente “chauvinismo del bienestar”. Este nuevo particularismo territorialista que tiende a convertirse en la ideología dominante de los habitantes del Primer Mundo, es un movimiento político transversal y planetario compuesto por gentes de miras estrechas que discurren todo el tiempo acerca de la “Globalización” pero se obstinan en creer que aún es posible refugiarse detrás de los muros feudales de las naciones-estado o en el interior de la Europa avanzada.
He visto pocas expresiones más perfectas de esta ceguera indiferente a la suerte propia y ajena que un aviso de una empresa italiana de servicios domiciliarios aparecido repetidamente estos días en el diario romano la Repubblica, entre fotos de las Torres en llamas y guerreros talibanes con kalashnikovs y turbantes. En él, un bello rostro de mujer sostenía: “Imagino al paraíso como un lugar en el que llamo al plomero y él viene”. Después de los paraísos fiscales de Hawala (organización financiera que sostiene a al-Qaeda) y de los paraísos ganados mediante el martirio ajeno por los guerreros suicidas del fundamentalismo, nos faltaba aún conocer el paraíso que sueñan los chauvinistas del bienestar. Pocas cosas me parecen más amenazantes para la paz en el mundo que esta división del paraíso soñado por los seres humanos entre guerreros kamikazes y plomeros eficientes.

El sociólogo Ulrich Beck sostiene que vivimos en una sociedad mundial cuya variable fundamental es el riesgo. Lo que las ruinas humeantes de Ground Zero dicen es: en un mundo global, el riesgo es para todos. La percepción de seguridad y estabilidad que sobre la situación global tenían apenas ayer los habitantes de los países desarrollados acaba de revelar su carácter de mero espejismo.
Después del fracaso de las fronteras territoriales del Imperio Romano, de la Muralla China, de la línea Maginot, de la Cortina de Hierro y del Muro de Berlín, con las Twin Towers han comenzado a estallar todas las variantes nacionales, continentales y primer-mundistas del sálvese quien pueda. Después del martes negro de Manhattan, resulta claro que quienes viajan en la primera clase de este mundo globalizado viajan en la primera clase de un planeta-Titanic. Las Twin Towers han sido simplemente nuestro primer impacto directo con uno de los numerosos icebergs (económico, ecológico, tecnológico, demográfico) a la deriva.
La última barrera de una historia determinada en su médula por la geografía acaba de ser pulverizada. Para quien tenga el coraje de mantener los ojos abiertos entre el humo de la tragedia resultará progresivamente evidente que los seres humanos que habitamos el mundo global somos como los pobres desagraciados que trabajaban en las Torres, y que cinco segundos antes del impacto del primer avión creían que el conflicto entre israelíes y palestinos era una imagen más en las pantallas de la CNN que no les concernía sino indirectamente.

Otro aspecto altamente significativo de la tragedia de Manhattan ha sido el aprovechamiento de todos los medios económicos y técnicos globales y del desplazamiento y la circulación típicas de la globalización como fundamento organizativo y logístico de los atentados; es decir: el uso y abuso de la globalización de los procesos sociales por parte de los mismos terroristas que a la globalización pretenden oponerse. Por esta vía paradójica, se ha revelado que la globalización no es externa sino esencialmente interna. Independientemente de la insistencia anacrónica en comprenderla y describirla con las categorías territoriales del nacionalismo y el tercermundismo (que pretenden identificarla como una fuerza irruptiva exterior independiente de nuestros propios actos o como una suerte de complot para occidentalizar el mundo) la globalización está entre nosotros porque somos nosotros mismos, miembros activos de una emergente sociedad civil mundial, quienes la promovemos inevitablemente aún en el intento de combatirla o aniquilarla.
Lamentablemente, entre sus muchos efectos inciviles, los atentados han puesto en el primer lugar de la agenda global la cuestión de la seguridad. El justificado temor que hoy despierta la globalización de la violencia terrorista –y que determinará al mundo por mucho tiempo y en el peor de los modos- es otra confirmación de este carácter intrínseco y endógeno de la mundialización de los procesos sociales. En la preocupación inteligente que suscite la aparición de este terrorismo globalizado estriba nuestra mejor oportunidad: Si queremos evitar nuevas Twin Towers y nuevos Chernobyls, recalentamientos globales de la atmósfera, efectos tequila, vodka y caipirinha en escalas progresivamente ampliadas, nuevos Sidas de contagio acaso más rápido y consecuencias más letales, y asaltos a las fronteras del mundo avanzado por parte de una humanidad sufriente, sin esperanza y dispuesta a todo... en suma: si queremos enfrentar racional y civilizadamente las muchas amenazas globales ya existentes y en desarrollo, la falsa alternativa entre tecnócratas globalistas y fundamentalistas-nacionalistas-antiglobalizadores debe ser superada.

Independientemente de la voluntad de los criminales, lo que la tragedia del 11 de septiembre dice es: “Pueden construir nuevos muros de Berlín en las fronteras del mundo avanzado, pueden establecer, de hecho, un Apartheid de escala planetaria, pueden echar a los mexicanos del otro lado del Río Bravo y tirar los albaneses al mar y dejar que se pudran 283 cadáveres en el Mediterráneo durante meses, pero nunca más nadie podrá dormir tranquilo en ninguna parte mientras subsistan el consumismo y la ceguera política de un lado y la miseria material y el fanatismo religioso y nacionalista del otro; ni mientras los jefes de estado de las naciones más poderosas del planeta sigan tomando decisiones globales que impactan directamente en la vida de miles de millones de seres humanos que nunca los han elegido para hacerlo”.
Es esta usurpación de las decisiones mundiales por parte de los gobiernos nacionales del Primer Mundo, en general, y de los Estados Unidos, en particular; es esta evidente parcialidad de las organizaciones inter-nacionales en las que poseen un predominio hegemónico, son estas intervenciones planetarias e ingerencias humanitarias caracterizadas por discursos universalistas-humanistas e intereses nacional-corporativos, es el aparato ideológico-institucional del nacionalismo ‘débil’ los que están en el origen del antiamericanismo, del antiglobalismo, del tercermundismo fundamentalista y -en definitiva- los que han legitimado a los ojos de millones de seres humanos los criminales atentados, produciendo al mismo tiempo un público favorable y los terroristas capaces de llevarlos a cabo.
Sin una reconfiguración del escenario político global, sin una repartición más democrática del poder político y de los recursos económicos mundiales, solo pueden ser combatidos temporalmente los efectos de este conflicto entre Modernidad y anti-Modernidad, pero no sus causas profundas, inevitablemnte destinadas a provocar nuevos colapsos.

Los ataques fundamentalistas han golpeado el corazón y el símbolo del actual poder económico y militar estadounidense, es decir: las Twin Towers y el Pentágono. Todo indica que Camp David -tradicional sede de los acuerdos internacionales- y la Casablanca -sede del poder ejecutivo norteamericano- estaban en la mira. Sin embargo, no se ha registrado ningún indicio de ataque directo sobre las sedes y símbolos del poder parlamentario; presumiblemente: porque aún en medio de su cerrado fundamentalismo antimoderno y su desprecio por la vida humana, los terroristas comprendieron que el carácter barbárico de los atentados hubiera quedado aún más al descubierto si golpeaban el corazón del poder democrático de la Modernidad: el Parlamento. Acaso en este aspecto aparentemente marginal, en este reconocimiento involuntario del rol central que desempeña el Parlamento en una sociedad moderna y democrática resida una de las pocas certezas que la barbarie terrorista ha dejado en pie y una lección que no debería ser desestimada.

La tan remanida crisis de la Modernidad no es sino el agotamiento del período abierto tres siglos atrás en Westfalia, período en el que el artefacto ‘nación-estado’ constituyó el centro indiscutido de las actividades públicas de los hombres. Por ello, en el subtítulo de un libro publicado el año pasado en Buenos Aires sostuve que la globalización constituía ‘el fin de las Modernidades Nacionales’.
El colapso de las Torres ha expresado con ejemplaridad esta agonía de la escala nacional, progresivamente descalificada por lo que Immanuel Wallerstein definió como “Modernidad-mundo”. Sucintamente, intentaré presentar en este libro las siguientes tesis:

1- La tragedia para la humanidad que los atentados han supuesto, cuyas consecuencias reales apenas comienzan a avizorarse, es producto del desajuste entre una economía y una tecnología globales y una política democrática todavía enclaustrada en los estrechos márgenes de los estados nacionales.

2- Este desequilibrio es peligrosamente agravado por cada irracional aplicación de principios políticos nacionalistas a los procesos de un mundo globalizado por la economía y la tecnología.

3- Como mostró la paradójica reacción antiamericanista que se desató después de la masacre (y como los posteriores mensajes reivindicatorios de Bin Laden confirmaron), los atentados se dirigen no solo a los musulmanes con el declarado intento de impulsar y legitimar la unidad política e ideológica del Islam (la “Nación Islámica” a la que invoca Bin Laden), sino a un público global “tercermundista” y “antiimperialista” paradojalmente cautivo de nociones y principios territorial-nacionales.

4- Como es habitual en estos casos, las reflexiones universalistas que podrían ayudar a superar la situación corren el riesgo de ser avasalladas por el mismo nacionalismo responsable de la catástrofe. Este riesgo se ha corporizado hoy en el resurgimiento de actores políticos que pretenden hablar en nombre de los pobres y humillados de la Tierra pero cuyo proyecto político-económico solo puede empeorar su situación objetiva.

5- Las acusaciones que este tercermundismo hace al “Imperialismo Americano” se basan en interpretaciones abusivas de hechos reales. En primer lugar, porque la conducta del gobierno de los Estados Unidos ha sido siempre ambivalente. En segundo, porque prácticamente todos los estados nacionales cuentan en su haber histórico con crímenes semejantes, diferentes solo en su magnitud; la cual depende no ya de la bondad de las intenciones sino de la eficacia de las actuaciones.

6- Las consecuencias globales de la crisis abierta el 11 de septiembre afectarán negativamente la vida concreta de todos los habitantes del planeta por encima de su nacionalidad, raza, religión, lugar de residencia, origen social o familiar. El único posible elemento positivo de lo sucedido depende pues, enteramente, de la capacidad de cada uno de nosotros para percibirse como parte de una sociedad civil mundial cuyo destino es progresivamente común y para actuar en consecuencia.

7- En un universo en el cual el dominio humano sobre la naturaleza no deja de crecer exponencialmente y en el que el poder destructivo está destinado a abaratarse y difundirse, la civilización humana y la misma supervivencia de la especie se encuentran amenazadas. Si queremos evitar colapsos económicos globales estilo 1929, atentados terroristas bacteriológicos y nucleares, movimientos demográficos masivos y destructivos, deterioro progresivo del ecosistema y amenazas crecientes a la paz del planeta, la presente globalización unidimensional debe ser rápidamente superada. Pese a las evidentes dificultades que supone, la globalización de la Democracia, de la Justicia, del Estado de Bienestar, de la Paz y de los Derechos Humanos constituye la única respuesta progresista posible a la mundialización de la economía y de los procesos sociales.

8- Lejos de constituir un episodio aislado, nos enfrentamos a la primera de las crisis mundiales que la economía, la ecología, la tecnología, la demografía y el narco-terrorismo globales descargarán sobre una humanidad inerte a menos que sean dados pasos progresivos pero urgentes hacia la construcción de instituciones representativas democrático-liberales mundiales.

9- Tanto la Unión Europea como la ONU son tentativas extremadamente valiosas de superar los estrechos límites fijados a la política democrática por el nacionalismo. Sin embargo, el exponencialmente veloz desarrollo de la tecnología y la economía globales está desbordando paulatinamente sus posibilidades de intervención.

10- La proclamación y fundación de una República de la Tierra de carácter federal y parlamentario (y no de un estado o un gobierno mundiales) constituye, a largo plazo, el único proyecto político capaz de integrar los aspectos relativamente antagónicos y efectivamente escindidos de la Modernidad social: el capitalismo económico y la democracia política; rescatando lo mejor de la herencia universalista de la Ilustración y la experiencia histórica –en su momento progresista e integradora- de la construcción de las naciones-estado y de la Unión Europea.

Olímpicamente indiferentes a las intenciones feudalistas de sus perpetradores, las consecuencias planetarias de los atentados han brindado una ulterior demostración sobre el carácter irreversible de los procesos mundializantes. A esta renovada certeza debemos apelar para comprender que el debate pro o anti globalización es una bizantina discusión de retaguardia. Ya no se trata de estar a favor o en contra de la globalización sino de qué es lo que se globaliza y de quién regula el proceso: el G8, las corporaciones económicas globales, el FMI, el Consejo de Seguridad de la ONU y la NATO, como hasta ahora, o un Parlamento Mundial en el que aquella mitad de la humanidad que sobrevive con menos de dos dólares por día pueda tener una voz, una representación política y una esperanza concreta de un futuro digno.
Tampoco se trata ya de estar con el Primer o con el Tercer Mundo ni de elegir entre el globalismo neoliberista y el fundamentalismo islámico. La verdadera alternativa a la que la humanidad se enfrenta hoy se define entre una globalización democrática de la Modernidad política y social y un colapso progresivo y completo del entero sistema, cuyas consecuencias destructivas alcanzarían, sin excepción, a todos los habitantes de este pequeño y frágil planeta.
Se trata hoy de decidir si se continuará a globalizar las desigualdades de una parte y el terrorismo de la otra o si se hará un esfuerzo serio y racional hacia la globalización de la Democracia, de la Justicia, del Estado de Bienestar, de la Paz y de los Derechos Humanos.

La situación a la que se enfrenta hoy el mundo es significativamente similar a la que debió enfrentar Europa en los albores del siglo pasado. A fines del XIXº siglo, el orden surgido de Westfalia había alcanzado su apogeo: los intereses de las élites económicas y políticas habían sido sólidamente saldados y unidos a nivel nacional por las naciones-estado, legitimados por el relato histórico de su unificación territorial, política y administrativa, reforzados por una pertenencia cultural popularizada por los sistemas educativos nacionales y dotados de organizaciones de agresión y defensa contra el extranjero: los ejércitos y armadas nacionales.
Cuando a inicios del XXº el rápido desarrollo tecnológico de los medios de transporte, comunicación y producción comenzó a desbordar las fronteras nacionales de los países avanzados, la disputa inter-nacional por la hegemonía resultó inevitable y configuró –por un entero medio siglo- el espíritu belicoso de los tiempos. El imperialismo –nacionalismo de los países poderosos y centrales- y la guerra inter-nacional fueron el primer resultado histórico de un mundo progresivamente unificado por la tecnología y la economía pero aún fragmentado en lo político-institucional-administrativo. Desde luego, el proceso tuvo consecuencias espectacularmente desgraciadas en el continente –Europa- en el que el impulso tecnológico a la unificación económica, por un lado, y la fragmentación territorial de la unidad política, por el otro, eran máximos, claramente superiores a los del resto del planeta. El otro gran polo desarrollado –América del Norte- se hallaba "protegida” por la enorme extensión de los Estados Unidos y el Canadá, sus territorios políticamente unificados.
Nada casualmente, después de las tragedias causadas por el nacionalismo extremo (la Segunda Guerra y el Holocausto judío), esta lección sobre el valor pacifista y progresista de la máxima extensión tecnológicamente racional de la unidad económico-política fue velozmente aprendida por los principales líderes políticos europeos, y más de cincuenta años de paz y progreso ininterrumpidos han coronado el que es el principal –acaso: el único- gran éxito político del siglo XX: la progresiva extensión de la unidad económica y política supranacional de Europa.
Con la tragedia de Manhattan, asistimos a la primer gran expresión en la escala global del proceso que llevó a las grandes guerras de inicios de siglo: la sociedad civil mundial ha sido unificada por la economía y la tecnología, las potestades y capacidades de los estados nacionales colapsan. El ataque a las Torres es el inicio de una potencial guerra civil planetaria entre Tercer Mundo y Primero. Como durante el siglo XX, se trata de elegir entre Nazismo y Unión Europea, es decir: entre un tribalismo nacionalista que en las presentes condiciones será necesariamente siempre más extremo, agresivo y peligroso, y la democrática y progresiva unificación política del entero planeta.
Basta dividir el entero siglo XXº europeo entre una primera mitad nacionalista y una segunda mitad europeísta y supranacionalista para comprender lo que está en juego. En un sentido metafórico, la caída de las Twin Towers equivale al célebre pistoletazo de Sarajevo que abrió la puerta a casi medio siglo de catástrofes continentales: se trata hoy de evitar la repetición de aquella guerra ampliada hoy a la escala mundial, en la que sus actores fatalmente contarán con arsenal atómico y otras tecnologías destructivas de alcances planetarios.

En un 1995 que parece ya lejano, David Held escribió “No es inconcebible que la ampliación del espacio para la democracia cosmopolita sea el resultado, por ejemplo, del colapso del sistema financiero global, de una grave crisis en el medio ambiente o de una costosa guerra mundial”. Seis años después, esta frase que entonces había yo juzgado exageradamente pesimista comienza a ubicarse en los límites del optimismo utopizante.
Para finalizar esta introducción, quisiera pues intentar actualizarla insistiendo: si algún elemento positivo contienen la barbarie y el horror desatados el 11 de septiembre, éste depende completamente de la vocación e inteligencia con que cada uno de nosotros, ciudadanos del mundo, intentemos superar los compartimientos estancos, los egoísmos colectivos, los prejuicios tribales, las barreras paranoicas, las jaulas de hierro mentales en las que el tribalismo nacionalista nos mantiene aún encerrados.
En la presente situación, cualquier movimiento hacia el nacionalismo territorialista, cualquier intento de reconstruir las fronteras y los poderes de los estados nacionales y de consolidar el escandaloso Apartheid planetario ya existente implicaría un daño inmediato y grave para las libertades civiles de la incipiente sociedad civil mundial y originaría, en el mediano plazo, nuevas reacciones particularistas-nacionalistas y mayores peligros para la seguridad y el bienestar de todos los seres humanos.

He ya sostenido, en textos anteriores, que el extracomunitario se había convertido en el judío de la Europa moderna. Creo llegado el momento de ampliar esta aseveración: el rol del “otro absoluto”, opaco y amenazador, incomprensible y portador de la destrucción de un “nosotros”, ha sido invadido por una serie de chivos expiatorios que vuelven a arriesgarse a ser objetos de una masacre. Después del 11 de septiembre, y vistas las reacciones que han tenido lugar, es claro que para buena parte de la opinión pública mundial este rol de amenaza global es desempeñado por el “yanqui”, encarnación viviente del “imperialismo americano”.
La tragedia de Manhattan muestra que si los riesgos de un genocidio contra los norteamericanos son escasos, ello se debe más a la imposibilidad fáctica del proyecto que a la ausencia de adherentes o a sus convicciones morales; en especial: las de cierto sector de la sociedad civil mundial que pretende ser considerado “progresista” y “de izquierda” a pesar de sus concepciones y proyectos nacionalistas, autoritarios y violentos. A su vez, la figura simbólica que el extracomunitario encarna para cierta parte de la opinión pública del Primer Mundo se ha desdoblado en varias “subespecies”, a cual de ellas más amenazante: para los norteamericanos, está encarnada en el fundamentalista islámico; para los israelíes, en el palestino suicida, para los europeos, en el inmigrante ilegal, supuesto delincuente y asesino.
Las cuestiones sociales de una sociedad civil globalizada (la igualdad, la equidad, la justicia social y penal) son transformadas por las instituciones territoriales y el pensamiento nacionalista en enfrentamientos de base étnica y nacional cuyas consecuencias necesarias son la violencia, los campos de concentración y el intento de exterminio de un chivo expiatorio considerado enemigo. Los nacionalistas extremos de ambos bandos (desde Le Pen-Bossi-Haider a Bin Laden, desde Ariel Sharon a Saddam Hussein) preparan sus armas, y éstas no son solo ideológicas, lamentablemente.

Son las penosas realidades institucionales y simbólicas del territorialismo, son las supervivencias ideológicas y mentales de las épocas tribales, feudales y nacionales las que están en la base de los conflictos y de las crisis a las que nos enfrentamos. Siendo la fuente originaria de los problemas, es difícil imaginar que puedan ser, al mismo tiempo, su solución. Exactamente en el sentido opuesto, los habitantes de este pequeño planeta a la deriva necesitamos aceptar la inevitable emergencia del mundo como categoría significativa en nuestras vidas, y percibir el surgimiento paulatino pero irreversible de una sociedad civil mundial cuyo destino es progresivamente global, universal, humano.
Lo que la tragedia de Manhattan nos obliga a comprender inmediatamente, en beneficio de nuestros más elementales intereses comunes y de nuestra supervivencia como individuos y como especie, es que en un mundo devenido irreversiblemente mundial, nosotros somos la humanidad.