"ES EL NACIONALISMO… ROZITCHNER"
Publicado en Revista "Contraeditorial" Enero de 2009
Resulta difícil resitir la tentación de contestar uno por uno los disparates enunciados en su vasto insulto a Occidente por León Rozitchner. Sería fácil responder a su fantástica igualación de los actuales Estados Unidos con el Tercer Reich nazi (“Seamos honestos: el Tercer Reich se ha prolongado en el Cuarto Reich del Imperio norteamericano” sostiene) señalando lo problemático que resultaría ver desfilar a la SS y la Gestapo, con paso de ganso y brazo extendido, en honor de Barack Obama. Pero como bien señala Jean Paul Sartre en una de sus escasas obras políticas lúcidas, las “Reflexiones sobre la cuestión judía”, es imposible discutir con el antisemitismo (y más aún con el antisemitismo de los propios judíos) ya que el antisemitismo no es una razón sino una pasión malsana.
Ya de entrada Rozitchner reclama a los judíos que vuelvan a tener la dignidad de suicidarse en masa, y los sobrevivientes, de marchar al exilio. Y cuando sin reparar en semejante desmesura se pregunta “¿No piensan que esa misma dignidad extrema que nuestros antepasados tuvieron, de la que quizá ya no seamos dignos, es la que lleva a la resistencia de los palestinos que ocupan en el presente el lugar que antes, hace casi dos mil años, ocupamos nosotros como judíos?” no se le ocurre a Rozitchner que algo debe andar mal en su sistema de valores políticos, el del nacionalismo, que ante la unicidad espacial de Palestina y la dificultad de que dos pueblos ocupen un mismo lugar en el espacio repetando el concepto nacionalista, que asimila “nación” y “estado”, plantea como única solución posible para la crisis en Palestina la opción entre dos posibles desgracias: la masacre y expulsión de los judíos o la de los palestinos.
Es el nacionalismo… Rozitchner. La causante de este y tantos otros conflictos es la idea de que los derechos de ciudadanía se derivan de la circunstancia del nacimiento (que no otra cosa es el concepto de nación-estado) y de que un espacio territorial perfectamente delimitado puede hacer coincidir los límites de la unidad política con la unidad económica, la cultural, la identitaria, la étnica y la religiosa. Es cierto que semejante proyecto nunca fue mucho más que una expresión de deseos, ya que la coincidencia espacial de economía, cultura, política, etnia, religión e identidad jamás sucedió en la Historia, al menos, desde el fin del feudalismo. Sin embargo, la de la nación-estado fue una ilusión fructífera en el pasaje de las sociedades agrarias, feudales y absolutistas, a las democracias industriales. Previsiblemente, lo que era progresista a la salida del Medioevo ya no lo es en los tiempos de los flujos globales de ciencia, tecnología, ideas, capitales, mercancías y seres humanos, es decir: en la globalizada sociedad del conocimiento y la información. Por eso, si en 1789 hubiéramos escuchado en las cercanías de la Bastilla el grito “Vive la France!” hubiéramos pensado en la libertad, la democracia, los derechos del hombre y el abatimiento de las monarquías; pero si escucháramos el mismo grito hoy pensaríamos en Le Pen, la expulsión de emigrantes y las prerrogativas de los franceses a la residencia, el trabajo y la vivienda….
Volviendo a Rozitchner, llama la atención que en su artículo no haya hombres, quiero decir: no haya mención de individuos concretos, con sus culpas, sus méritos y sus deméritos. Para Rozitchner no hay hombres sino pueblos. Judíos, cristianos, musulmanes, occidentales, árabes, europeos llenan sus barrocas parrafadas, pobladas siempre de masacres y hechos de guerra… Ni un momento de paz, ni un solo hombre, excepto por la mención teórica de Karl Marx y Carl Schmit. De manera que los hechos llevados a cabo en la Historia por esos hombres concretos que Marx reivindicaba recaen como faustas consagraciones o como pesadas maldiciones sobre toda una raza. Los judíos… esto; los árabes… aquello; los cristianos… lo de más allá, dice Rozitchner. Todos son unánimemente víctimas o victimarios por el sólo hecho de pertenecer a un grupo tribal, una idea que agradaba mucho a Adolf Hitler. Preguntarse ¿cómo puede ser alguien responsable de hechos que acontecieron antes de su nacimiento? es cuestión impropia. Igualmente ineducado es mencionar que el Albert Einstein del epígrafe rozitchneriano es difícilmente clasificable (¿era alemán o judío, occidental o semita?, ¿son occidentales, los judíos?, ¿le caben al bueno de Albert las culpas de Sión, las del Tercer Reich Alemán o las del Cuarto Reich Americano?). Señalar que una cosa es Hitler y otra Thomas Mann, tan alemán como aquél, es de mal gusto. Nada detiene al brujo tribal Rozitchner ni a su ordalía mundial de pueblos sometidos al juicio de Dios. Nada original, después de todo, cuando se recuerda su aplauso “marxista” al 11 de septiembre, circunstancia en que una banda de lunáticos medievales comandada por un multimillonario jeque árabe asesinó a miles de ciudadanos de noventa nacionalidades que se encontraban trabajando en el corazón multiétnico de la más cosmopolita de las ciudades del planeta. Pobre Marx… habrá cometido muchos errores de apreciación histórica, pero lo de Rozitchner y Bonafini no se lo merecía.
Catedráticos expertos en filosofía en universidades pagadas por los ciudadanos de la República Argentina, un país en el que judíos y árabes habitan regularmente en paz y en igualdad más o menos democrática… ¡Y después nos asombramos de que corra sangre en Palestina! En su triste búsqueda del pueblo responsable y, por lo tanto, enemigo (obsesión que explica bien su simpatía por el jurista nazi Carl Schmitt), Rozitchner da con los occidentales, cristianos, europeos, o como quiera que los llame. No se le ocurre tampoco que, como señaló un verdadero marxista, Eric Hobsbawm, Hitler era poco más que un nacionalista consecuente. En efecto, si en pleno siglo XX se pone la unidad étnica y religiosa de Alemania como valor supremo, lo que se obtiene es un genocidio. Probemos ahora a descartar la teoría teológico-rozitchneriana de una particular perversión de los occidentales y elaboremos otra teoría de las razones del genocidio. Lo cierto es que Hitler tenía razón: para conservar la unidad étnico-religiosa de la Alemania de entonces había que resistir todas las fuerzas intrínsecamente globalizantes: el avance científico-tecnológico, el desarrollo capitalista (en especial: el de las finanzas), las migraciones internacionales y las teorías políticas internacionalistas. Einstein, Rotschild, el Judío Errante, Trotsky-Marx y todos sus congéneres, en suma. Científicos sin alma, banqueros sin corazón, emigrantes sin tierra, comunistas sin patria. Los judíos. Los judíos y siempre los judíos. Los judíos privados por las leyes raciales de la posesión de la tierra y obligados a dedicarse a tareas intrínsecamente modernas, desterritorializadas y desterritorializantes. Los judíos excluídos del servicio militar, tendencialmente pacifistas y antinacionalistas. Los judíos perseguidos y masacrados por siglos por los territorialistas –feudales ayer, nacionalistas hoy- que, con excelentes razones, veían en ellos una amenaza para lo que hoy llamamos las “identidades nacionales”, es decir: las identidades derivadas del hecho del nacimiento, y por lo tanto, intrínsecamente fóbicas a toda invasión contaminante de lo extranjero.
No fueron ayer los occidentales, ni son hoy los israelíes, ni los árabes, ni los palestinos. Es el nacionalismo… Rozitchner. Abandone por un rato el repertorio fascista de Carl (“La categorías políticas son categorías teológicas”, es la enormidad schmittiana a la que adhiere Rozitchner, y a la que agrega: “El racismo de los nazis, esa teozoología política, no es más que el espiritualismo cristiano secularizado que el Estado nazi consagró laicamente en las pulsiones de los cuerpos arios”, con lo que termina legitimando las batallas tribales, sólo que esta vez contra los israelíes y Occidente) y péguele una lectura a las obras de Karl, donde encontrará repetida, de mil maneras, una idea: El nacionalismo es el opio de los pueblos.
Mientras se difunden por todo el mundo las imágenes de la devastación, en nombre de la paz y la memoria hagamos ahora un breve repaso de la historia realmente sucedida, ya que ser pacífico y memorioso se ha tornado, de obligación política, en necesidad humana.
En 1947, las penínsulas de India y de Palestina fueron divididas en dos estados cada una. Uno hindú y otro musulmán, en India; uno judío y otro musulmán, en Palestina. La idea era la de siempre: para disminuir las inevitables tensiones que se generan en toda sociedad pluricultural y plurireligiosa, y para garantizar la paz y la seguridad, lo mejor es dividir a los seres humanos en naciones definidas por sus orígenes étnicos, culturales y religiosos. Era una idea que venía de 1648, de la Paz de Westfalia, muy adecuada para el siglo XVII pero que ya para entonces había producido notables efectos en la Europa de la primera mitad del siglo XX.
Precisamente en Europa, en ese mismo 1947, pasaron otras cosas: Winston Churchill lanzó el Movimiento por una Europa Unida, se anunció la creación de un utópico programa de ayuda internacional que tomó el nombre de “Plan Marshall” y el Movimiento Federalista Europeo tuvo su primer gran congreso en Montreaux. Para 1948 la Organización Europea de la Cooperación Económica (OECE) y el Consejo de Europa eran un hecho y para 1951 nacía la Comunidad Europea del Carbón y el Acero –CECA, primer antecedente de la Comunidad Económica Europea (1957) y de la actual Unión Europea. La creación de la CECA estaba destinada a dividir el siglo XX europeo en dos mitades, iguales por la dimensión y opuestas por el contenido: la primera, regida por los principios nacionalistas nuevamente aplicados en 1947 en India y Palestina, se caracterizó por la miseria, las guerras y el genocidio; la segunda, regida por el principio opuesto -la idea cosmopolita de que la unidad política moderna implica inevitablemente el carácter plurireligioso, pluricultural y pluriétnico de la ciudadanía y de la organización estatal- llevó al continente europeo de ser el peor del mundo en el cual vivir, durante la primera mitad del siglo, a ser el mejor en la segunda mitad.
Ahora bien, despojémonos por un momento de nuestras muy respetables pertenencias y de nuestras muy comprensibles simpatías por judíos, palestinos, hindúes o paquistaníes, y veamos con la mayor objetividad posible los efectos de dos maneras opuestas de organizar el mundo político: seis décadas de inéditas paz y prosperidad en una Europa unificada sin distingos de raza, credo o religión, e interminables conflictos en las penínsulas de India y Palestina, que se han convertido desde hace años en los principales focos de tensión internacional y son las principales candidatas a ser el escenario de las primeras guerras de la Historia en que ambos contendientes dispongan de armas atómicas…
Y bien, a menos que creamos que los hombres de una particular cultura o religión son intrínsecamente perversos (y la historia de Alemania nos dice algo sobre cuán rápidamente puede cambiar la “esencia inalterabla del alma nacional” cuando mudan las circunstancias institucionales e históricas), lo que está pasando hoy en Gaza guarda fundamentales lecciones para la organización política del orden mundial; un orden al cual -considerando la crisis financiera global, el recalentamiento climático mundial y la proliferación nuclear planetaria- no le vendrían mal las enseñanzas brindadas por la Europa del siglo XX, tanto en su primera y desgraciada primera mitad como en su feliz segunda parte.
A tres siglos y medio de Westfalia, la nación-estado se revela insuficiente y obsoleta para ser el único ámbito de encarnación institucional de la democracia y la justicia, y -después de tres siglos y medio de acelerada evolución tecnoeconómica- es difícil imaginar que las cosas hubieran podido suceder de otra manera. De la capacidad que los seres humanos tengamos para compatibilizar nuestras fragmentadas pertenencias identitarias con las necesidades políticas de una sociedad mundial en proceso acelerado de globalización dependerá no sólo la suerte de Palestina sino la de toda la humanidad: en un mundo global, o se globalizan la democracia y la justicia o se inter-nacionalizan nuevamente los conflictos y las guerras. Por el contrario, el nacionalismo tribalista de cualquier signo prepara un futuro previsible y terrible en momentos en que los misiles nucleares han reemplazado a los arcos y flechas que se usaban cuando las ideas nacionalistas iniciaban la era de su aplicación en la Historia. Sin una crítica consistente del nacionalismo como paradigma central de la organización política de un mundo globalizado no habrá democracia ni justicia sino más guerras y más injusticias inter-nacionales.
En un mundo global, como dijo con exactitud François Mitterrand, el nacionalismo es la guerra. Más allá de lo que pensemos hoy acerca de quiénes son más víctimas que victimarios y quiénes son más victimarios que víctimas en Palestina, los problemas causados por el nacionalismo israelí y por el nacionalismo árabe-palestino no se solucionarán con más nacionalismo primermundista israelí ni con más nacionalismo tercermundista palestino.