Después de haber asistido, por invitación de su hijo Ricardo, al homenaje a Raúl Alfonsín que organizó la Universidad de La Plata, creo oportuno publicar las reflexiones que me inspiró su muerte hace apenas un año tal cual fueron publicadas en mi último libro.
Luces y sombras de Raúl Alfonsín
A una semana de su entierro, acaso haya comenzado la hora de revisar políticamente la trayectoria de Raúl Alfonsín por fuera del resplandor que deja la muerte de un hombre cabal y honesto. Supongo que así lo habría querido él mismo, tan invadido por la pasión política como estaba, al punto de utilizar sus últimas energías, según cuentan, discutiendo el futuro de una Unión Cívica Radical… sin Alfonsín.
Ingeniosos y mezquinos constructores póstumos de herencias han comenzado una campaña para que su nombre quede asociado al apelativo de “padre de la democracia”. El propio Alfonsín les habría dicho que la democracia no tiene padres sino hijos, haciéndoles notar que un patriarca capaz de conceder graciosamente derechos y otorgar reivindicaciones como un don es lo más parecido a la idea del monarca que pueda imaginarse, y –por lo tanto- lo más opuesto a la horizontal fraternidad de la república democrática que Alfonsín se esforzó por encarnar.
Tanto vale. Un justo balance de Alfonsín debe empezar, en mi caso, por un mea culpa. El Alfonsín admirable de la recuperación democrática, el de la denuncia de la guerra de la dictadura, el del Preámbulo de la Constitución como oración laica, el de la denuncia del pacto sindical-militar, el del juicio a las Juntas, la paz con Chile, el lanzamiento del Mercosur, la ley del divorcio y la de paritarias no tuvo mi apoyo. Ni lo voté ni lo apoyé, sino que tiré mi voto y usé mis energías políticas apostando por una ilusoria revolución obrera, militando y participando de la organización de las marchas que siguieron a los trece paros que le hizo la CGT y criticando cada una de sus decisiones con una superficialidad izquierdosa digna de mejor causa. Ni siquiera el Juicio a la Juntas me pareció suficiente, ya que –como tantos otros que ahora lloran lágrimas de cocodrilo por su muerte pero no fueron a la entrega del Nunca Más, o se quejan de Alfonsín pero se olvidan de los acuerdos entre sus actuales aliados y Aldo Rico- lo veía como un intento de parar la Justicia apelando a estratagemas que garantizaran la impunidad.
Nunca propicié ni participé de actos de violencia pero así de idiota era yo en aquellos tiempos, y me arrepiento. Espero haberlo expresado con claridad y lamento no escuchar ningún tipo de autocrítica por parte de quienes fueron actores fundamentales en la caída de su gobierno. En estos días, fue ilustrativo escuchar a Alfonsín quejarse de que los mismos que lo habían presionado para que abandonase antes de tiempo el poder en nombre de la responsabilidad institucional lo acusaran después de haberse escapado. Y fue conmovedor escuchar a Carlos Ruckauf contando que Alfonsín llamaba personalmente a los dueños de supermercados para rogarles que aceptaran los patacones que emitía el gobierno provincial del Partido Justicialista en medio de la crisis. Muy bonito y muy noble por parte de Ruckauf, pero ¿alguien podría imaginar que él o sus compadres hicieran alguna vez algo parecido?
Y cada vez que se hablaba de la caída de Alfonsín no hubo quien no se refiriera a la hiperinflación, a La Tablada, a los milicos y al complot de los mercados. Y bien, dado que el consenso no puede basarse sobre la mentira, digamos la verdad: a Alfonsín no lograron tumbarlo los intentos de golpe militar encabezados por cierto intendente pejotista de San Miguel, ni los delirios de los sobrevivientes de la juventud maravillosa de los Setenta. Por otra parte, la hiperinflación más violenta que sufrió el país tuvo lugar bajo el siguiente mandato, el de Menem, sin que el gobierno se cayera, acaso porque la oposición no participaba entonces de alguna clase de golpismo destituyente afuera, ni organizaba saqueos de supermercados acá. Si queremos diálogo y consenso, como ahora todos dicen, que quienes hoy sostienen que Alfonsín les pertenece a todos los argentinos empiecen a levantar la mano y pedir disculpas, y a prometer, al menos, que no lo van hacer nunca más, ya que así como se necesitó un Nunca Más para recuperar la democracia extraviada en la tóxica niebla de las dictaduras se necesita un nuevo Nunca Más para recuperar la República perdida en la pesada neblina del populismo oportunista, autoritario y hegemónico.
Alfonsín no es, en esto, del todo inocente. Mi error lamentable de no haber reconocido las virtudes del primer Alfonsín y su legado extraordinario en términos de democracia no obliga a callar sus debilidades posteriores en términos republicanos. Si la Argentina tiene hoy una democracia sustentable, en buena parte se lo debe a Alfonsín. Si carecemos aún de una República, también. En efecto, a la denuncia del pacto sindical-militar siguió la derrota de la Ley Mucci y un inexplicable marcha atrás de todo proyecto de reforma del decisivo ámbito sindical, situación que culminó con el burócrata Alderete como Ministro de Trabajo y que no sirvió -todo lo contrario- para impedir los trece paros de Ubaldini. Nada cuesta imaginar que si se hubiese tratado de una ley vital para los intereses de otro partido la ley Mucci hubiera sido presentada tantas veces como fuera necesario hasta que una provisoria mayoría parlamentaria la aprobase, y que aún si eso no hubiera ocurrido la reforma del corrupto y antidemocrático sistema sindical habría sido plantada en el centro de la escena política como causa nacional.
Aún peor, la caída de su gobierno convenció al doctor Alfonsín de que el radicalismo estaba condenado a un renunciatario rol de oposición. En beneficio del país había pues, ante todo, que proteger a la UCR de la disolución, para que pudiera ejercer de contrapeso al poder de su adversario histórico “condenado”, a su vez, a gobernar. De esta convicción salieron sus peores claudicaciones a la lógica pejotista, desde el pacto de Olivos, donde lo que ganó el pejotismo fue mucho -comenzando por la reelección de Menem- y lo que quedó para la República fue poco, pasando por las reuniones semipúblicas con un Duhalde que ya había puesto a Ramón Puerta en la línea sucesoria de De la Rúa y se proponía como piloto de tormentas, hasta el apoyo al ex ministro kirchnerista Lavagna como candidato radical a la Presidencia de la Nación. Todo provino de una forma de hacer oposición –oposición al Pejota, me refiero, que no por nada ha gobernado el país dieciocho de los veinte años que han seguido a la caída de Alfonsín- basada en la idea de que “a este país, solo el Pejota lo puede gobernar”; una idea a la cual Alfonsín abdicó por razones comprensibles pero que vale la pena cuestionar hoy, cuando los efectos de veinte años de hegemonía pejotista se hacen evidentes en la realidad.
Fueron la base cierta de estas abdicaciones su desconocimiento de las reglas elementales de la economía y la elección un modelo de país exageradamente estatista, industrialista, nacionalista y proteccionista, a contramano de la oleada globalizadora que ya impulsaba el auge de China e impulsaría el de India y Brasil. Una idea bien expresada en la consigna alfonsinista de “levantar las persianas de las fábricas cerradas”, antiguas y obsoletas, en lugar de apostar por nuevas formas de producción; lo que trajo previsibles efectos: atraso tecnológico, caída de inversiones, disminución de la productividad y la competitividad, déficit energético, vulnerabilidad externa y, finalmente, hiperinflación, estallido de la pobreza y la indigencia, previsible auge del paradigma opuesto, cierre de esas mismas fábricas que se quería preservar y diez años de cavallismo y menemato. Todo adecuadamente preparado por el explosivo cóctel de la incapacidad para modernizar las empresas públicas, la subestimación del rol del avance tecnológico, la competitividad y la integración a los mercados mundiales, y los sueños populistas de quien había comenzado su mandato incorporando el radicalismo a una socialdemocracia europea que ya había dejado atrás todos estos errores y lo terminó bajo el sueño de un tercer movimiento histórico; curioso sometimiento a la lógica populista vestido de intento de disputa por su control.
Lejos de ser un factor secundario, la sobrevaloración del poder pejotista y la elevación del diálogo y el consenso a paradigma aplicable a todo tiempo y lugar (en mi opinión, no se dialoga con quien insulta mientras insulta, ni se busca consenso con quien saca réditos permanentes de la amenaza solapada de que volteará todo gobierno ajeno apenas tenga oportunidad) han tenido efectos directos en la realidad; dividiendo a la oposición, adoptando como propios a candidatos ajenos, facilitando la hemorragia concertacionista que llevó a un radical a la vicepresidencia de un gobierno K y dándole al pejotismo un arma de eficacia mortal: el ballotage trucho nacido de Olivos. Es cierto que ninguno de estos errores nació de la codicia o la mala voluntad de Alfonsín, pero también es cierto que ninguno de ellos ha sido indiferente a la epidemia de corrupción y al desmantelamiento de la República que el país ha sufrido en estos años.
Hubo dos Alfonsines: el combativo y enérgico de la primavera alfonsinista y el último, el del otoño y el invierno de su vida, el único recordado ante su féretro. En mi opinión, el peor. Si no le erro, la Argentina dolida que por las calles de Buenos Aires lo lloraba, lloraba más a aquel Alfonsín que a éste -basta ver las banderas que portaba- y, sobre todo, se lloraba a sí misma, a su propia desgracia y arrinconamiento, a su propia incapacidad de presentar un desafío viable a las mafias corporativas que han hecho del país un kiosco y del toma y daca la principal práctica política local. Y lloraba en esa muerte la progresiva desaparición en la escena nacional de los mejores atributos de ambos alfonsines: la encendida pasión política y la evidente honestidad.
Ojalá que los años que vienen consoliden el legado positivo del primer presidente de la nueva democracia argentina y reparen también el daño infligido por las inevitables deficiencias que comporta la condición humana. Sería éste, creo yo, el destino que el propio Alfonsín desearía para nuestro país.