Muy buen análisis de la obra de Laclau por Beatriz Sarlo en La Nación de hoy.
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1308645
Modestamente, critiqué su libro central “La razón populista” en una edición del suplemento Enfoques (La Nación) de 2005. La pongo de nuevo a disposición.
LA SINRAZÓN POPULISTA
Toda la argumentación del reciente libro de Ernesto Laclau (La Razón Populista, Fondo de Cultura Económica, 2005) se sustenta en una falacia de definición. Si he entendido bien su tesis central, según Laclau el populismo es una “plebe unificada por una serie de demandas democráticas desatendidas por las instituciones, que proclama su carácter de Pueblo y reclama la construcción de una Nación”. Así definido, el fascismo fue una inocente marcha de trabajadores y pobres sobre Roma (y no la represión y la guerra que la siguieron) y el maoísmo queda reducido a la “Larga Marcha” (sin relación alguna con los 50 millones de muertos en la hambruna más grande de la historia ni con los crímenes de la Revolución Cultural). Desde luego, a nivel nacional el peronismo queda santificado. Se trata del pueblo en las calles el 17 de octubre y de la movilización del “día del retorno”, pero no tiene nada que ver con el lópezreguismo y los Montoneros, ni con el enfrentamiento armado iniciado en el palco fatal de Ezeiza, ni con el formidable aparato movimientista y clientelista que desde su aparición en escena ha sido la fuerza política que durante más tiempo ha gobernado el país.
Lejos de constituir un paradigma democratizante y renovador de la política, el argumento de Laclau parece diseñado para justificar el actual status quo político nacional. Siguiendo su criterio, el más reciente populismo argentino se encarna en los cacerolazos y las movilizaciones que en diciembre de 2001 reclamaron una mejor distribución de la riqueza y una renovación de la política, pero nada tiene que ver con la hegemonía peronista surgida de aquellos hechos ni con sus efectos sobre la distribución de la riqueza, la calidad institucional y la transparencia de las prácticas políticas, cada día más evidentes.
Este populismo institucionalizado, consustancial con la definición de tareas propuesta por Laclau (“Reconstruir la Nación en torno a un núcleo populista”), parece ajustarse extrañamente bien a la descripción del actual gobierno y su programa. De esta manera, mientras Juan Pablo Feinman se ha transformado en el filósofo oficial del estado nacional argentino, la obra de Laclau completa las tesis hegeliano-feinmanianas renovando el indisoluble par “populismo-nacionalismo”. Tanto Feinman como Laclau reelaboran así la visión que durante el entero Siglo XX argentino ha identificado “ser de izquierda” con “ser populista y nacionalista”, y coinciden con una amplia franja de la sociedad nacional que, en pleno Siglo XXI, se considera “progresista” por abrevar en categorías de análisis (como “enemigo”, “lucha”, “primacía de la política y “soberanía estatal”) cuyo verdadero consagrador en la Historia de las ideas fue un cierto Carl Schmitt.
Dado que las abundantes lecciones ofrecidas por el corto y sangriento Siglo XX parecen haber sido insuficientes, la Historia dirá si estos trabajos del nacionalismo populista argentino constituyen un tardío levantarse del búho de Minerva o si la globalización de los procesos económicos y sociales reducirá la “Nación” y el “Pueblo”, sus categorías centrales, a cumplir la observación de Walter Benjamin, según quien las cosas sólo revelan su verdadera esencia (¿democrática o autoritaria?, ¿incluyente o excluyente?, ¿pacífica o destructiva?) en el momento de su agónico final.
La otra falacia repetida en la que cae el discurso de Laclau es la confusión entre el plano descriptivo y el prescriptivo, operación que transforma el “ser” del populismo (su mera existencia) en un “deber ser” populista de improbable sustentación. Sin caer en el esencialismo, habrá entonces que defender –frente a las pretensiones de esta Realpolitik populista- el uso que comúnmente se ha dado al término “populismo”; que no se refiere despectivamente -como supone Laclau- a la legitimidad de las demandas populares ni a su capacidad institucionalizante, sino que critica, con toda justicia, el aprovechamiento clientelista y la manipulación demagógica de los reclamos populares por una elite instalada en el poder cuyos intereses son antidemocráticos, es decir: divergentes respecto de los de los ciudadanos que pretenden liderar, en vez de representar.
En cuanto a la polémica entablada por Laclau con Slavoj Zizek acerca de la versión correcta de una sociología basada en la psicología lacaniana, ésta recuerda, por su opacidad deliberada y su apelación a la interpretación de un texto sacro como criterio de verdad, la peor herencia de las religiones políticas que inundaron el Siglo XX de dogmatismo y escolasticismo. El intento de Laclau por distinguirse de los trabajos del populismo globalista de Toni Negri y Michael Hardt también es infructuoso: parece inevitable computar aquí toda diferencia a favor de los autores de Imperio y Multitud.
Es preciso coincidir con la nostalgia por un pasado mítico típico de todo populismo: todo populismo pasado fue mejor. En descargo de los románticos populistas-nacionalistas de antaño habrá de reconocérseles que nunca han pretendido “ser de izquierda” ni encarnar algún tipo de racionalidad. Tampoco sobra recordar que las mejores razones para abdicar del nacionalismo y del populismo no las han proporcionado quienes se han opuesto teóricamente a sus concepciones sino quienes las han llevado a la práctica: no sólo Mussolini y Hitler sino Mao, Perón, McCarthy, Ceaucescu, Tito, Milosevic, Berlusconi, Bossi, Haider, Le Pen y Chávez, entre los señalados en su libro por el propio Laclau.
Descartar la sinrazón populista es criticar la versión en vigencia de la “historia oficial” argentina, en especial, la pretensión de que desde hace treinta años el país haya sido llevado al desastre (solamente, ininterrumpidamente) por una tradición anti-populista y pro-liberal. En este sentido, el fracaso de la versión menemista del neoliberalismo (una versión fuertemente populista, hay que decirlo) parece estar llevando a olvidar las consecuencias igualmente desastrosas de los experimentos políticos populistas y nacionalistas que despertaron las ilusiones de la sociedad argentina: el peronismo en los setenta, el alfonsinismo en los ochenta y (en muchos aspectos, aunque no en todos) la Alianza en los noventa, terminados sistemáticamente en la dictadura, la hiperinflación, los saqueos y la interrupción del orden institucional.
Experimentar colectivamente las consecuencias del populismo, como ha hecho la sociedad argentina, parece un precio demasiado alto para descartar la sinrazón populista. Pero este costo se vuelve razonable cuando la estrategia de experimentación del populismo es llevada al plano individual. Por eso, en nombre del perfeccionamiento de sus teorías políticas, alguna fundación debería ayudar a Ernesto Laclau a abandonar la Universidad de Essex y el duro exilio británico en el que ha vivido desde hace casi cuarenta años, seguramente agobiado por el antipopulismo de la tradición anglosajona, y ofrecerle volver a vivir en la “República” Argentina y a enseñar en la “Universidad” que -después de largos años de original alternancia entre dictaduras militares y democracias populistas- los argentinos supimos conseguir.