Fernando A. Iglesias
El sueño de la verdad engendra monstruos
Resulta difícil establecer cuál de las dos grandes
afirmaciones de la cultura tanguera describe mejor la política nacional. Cierto
es que las disputas por el control del subte parecieron regidas por el “Mentira,
mentira…”, de Gardel y Lepera. Sin embargo, no es justo olvidar que las
recientes elecciones de octubre fueron determinadas por el anónimo “Mentime,
que me gusta”. Sabrán ustedes disculpar reflexiones tan desperdigadas en
momentos en que el stalinismo-débil incumbe, pero no es usual que las
publicidades gubernamentales se llenen de cartelones que cruzan la pantalla con
la palabra MENTIRA; ni que cada crítica deba ser respondida por el Gobierno mediante
un ataque directo contra la credibilidad de su enunciador y el envío de la AFIP.
En efecto, a pesar de su ostensible derrumbe frente a las magnificencias de la
Argentina K, en los países civiles los debates sobre la pobreza suelen empezar
por el análisis de la información de los institutos estatales. Aquí, no. Aquí, en
la Argentina de la reconstrucción del estado, lo reglamentario es emplear la
primera media hora discutiendo si los datos del INDEC son certeros, falsos, o
simplemente surrealistas.
De manera que la cuestión de la verdad y la mentira, siempre presente
en la política de todas partes, se ha instalado aquí en el lugar central del
debate: ¿quién lo dice?, ¿a quién ayuda o perjudica lo que dice?, ¿de qué vive?,
¿quién le paga? se han transformado en las cuestiones centrales, quedando la
veracidad de lo que se afirma –es decir: su ajuste a los hechos- relegada a un rol
secundario; un tema para pueblos en decadencia como los suecos y alemanes.
Semejante desapego por la realidad, semejante rechazo por la lógica, semejante
vocación por el realismo mágico -aplicado siempre con entusiasmo a la política nacional
y jamás a la decisión de comprar un lavarropas- no es casual. Los políticos
argentinos nos prometieron que levantarían las persianas de las fábricas y acabarían
con el pacto sindical-militar, y terminamos en la hiperinflación, la obediencia
debida y con Alderete a cargo del Ministerio; dijeron que traerían la
revolución productiva y batimos todos los récords de desocupación; llegaron al
poder auspiciando más Convertibilidad y menos corrupción y nos dejaron la
Convertibilidad implosionada en medio del escándalo de la Banelco; dijeron que
quien había depositado dólares recibiría dólares, y recibieron pesos… etcétera
y etcétera. Para no hablar del presente: una redistribución de la riqueza que ha ido a parar a los bolsillos de unos
pocos; una nueva política que
consiste en la combinación de la intolerancia de los Setenta, la obsolescencia tecnoeconómica
de los Ochenta y la corrupción de los Noventa, y un país en serio cuyo gobierno se parece cada vez más a la murga
carcelaria del Vatayon Militante, encabezada por el director del Servicio
Penitenciario Nacional.
Pero quería hablarles yo de Víctor Hugo. No el de Los miserables. O sí, pero el otro. Y
era para decirles que sí, que es cierto que los políticos argentinos,
queriéndolo o no, nos han mentido, pero que tampoco es la política argentina la
que está basada sobre la mentira sino la entera sociedad nacional. Lo de Víctor
Hugo es una simple anécdota en la larga marcha hacia el desastre de un
gobierno, el de los Kirchner, cuya principal capacidad simbólica ha sido la de
permitir a la sociedad argentina olvidar sus responsabilidades en la Historia y
adoptar su lugar preferido: el de víctima impoluta de una conspiración. “Las cosas que nos pasaron a los argentinos”, decía Néstor, y abría los
brazos en señal de impotencia y resignación ante sucesos evidentemente
relacionados con la conducta perversa de los aborígenes de Birmania. “Las cosas
que nos pasaron a los argentinos” decía,
y nos habilitaba a la propia autocompasiva absolución. ¿Cómo podía resistir la
tentación una sociedad que se había imaginado revolucionaria, dormido genocida
y despertado defensora de los derechos humanos? ¿Y por qué habría de hacerlo si
dos usureros que se hicieron ricos lucrando con la 1050 se presentaban ahora
como héroes de la lucha contra la dictadura con la complicidad de los
verdaderos héroes: las organizaciones de derechos humanos?
Ha sido éste el truco crucial del kirchnerismo,
magistralmente concebido para la sociedad del “yo no lo voté”: desligar los
hechos de sus causas, aliviarnos de las responsabilidades, otorgarnos la
credibilidad de las almas bellas, facilitarnos el acceso a otra vuelta de
tuerca de nuestra propia decadencia sin necesidad de ningún mea culpa.
No fueron sólo los commodities.
Bajemos el cuadrito, y Videla no ha sido nunca presidente, ni nadie jamás lo ha
apoyado. Incorporemos a todos los menemistas y duhaldistas disponibles al gobierno
de la revolución nac&pop, y aquí no ha pasado nada. Estaticemos YPF y
Ciccone, y tapemos con tierra la montaña de excrementos. Y, sobre todo, hablemos
mucho de memoria, ya que carecemos
completamente de ella. Chi ha avuto, ha avuto. Chi ha dato, ha
dato. Scurdámmoce o passato! Mentira sobre mentira, para tapar mentiras
anteriores. Total, vamos ganando. Total, somos derechos y humanos. Total, hace
años que los aguafiestas nos dicen que la Convertibilidad es insostenible en el
largo plazo, y nunca pasa nada…
Pero yo quería hablarles de otra cosa. Yo quería decirles que
es por todo esto que la denuncia de la miserabilidad de los miserables, -es
decir: la puesta evidencia de una realidad de la cual todos somos responsables,
y no sólo los militares y los políticos- no es anecdótica sino esencial para la
construcción de una sociedad mejor, capaz de enfrentar la realidad y sus
dilemas y responsabilidades. Para decirlo parafraseando autores prestigiosos, yo
quería afirmar, de una vez y por todas, que en la Argentina y en cualquier
lugar del mundo el sueño de la verdad engendra monstruos. Y los tenemos allí aunque
no queramos verlos.
Aunque nos digamos –y nos digan cada día- que al fin de cuentas
el diablo de la mentira no es tan malo, allí está de nuevo. Incólume, impune,
prepotente. Decidido a ir por todo. Delante de nuestras narices.
Fernando A. Iglesias