de "Sin nostalgia por el trabajo industrial"
(adaptación de un capítulo de "Qué significa ser progresista en la Argentina del siglo XXI", una respuesta a "La corrosión del carácter" de Richard Sennett).
.... en
todo contexto tecnologizado y globalizado el trabajo manual es evitado como la
peste. En la Europa
de los índices de desocupación de dos dígitos, lo desempeñan generalmente los
extracomunitarios. En los Estados Unidos, los emigrantes de todas partes. Por
mi parte, de mi brevísima experiencia en los frigoríficos de cerdos de
Avellaneda recuerdo algunas cosas: la angustiosa sinrazón de esa cadena
fordista al revés a la que los animales llegaban enteros y salían despedazados;
los ojos vacíos de sus cabezas amontonadas en carros; el olor del orín de los
riñones que debía despellejar cuando había que reemplazar a un obrero ausente;
el frío en los tajitos causados por mi impericia con el cuchillo, siempre
llenos de orín y de sangre de cerdo. Finalmente, las miradas de rencor de los
trabajadores hacia mí, el hijo del patrón, que habitualmente llevaba la
contabilidad y que con mucho menos esfuerzo que ellos estaba destinado a una
vida más cómoda e interesante. Una vida “postindustrial”, más cercana a la de
un académico que a la de los obreros de una fábrica del conurbano argentino. Y me acuerdo
también un relato de Alvin Toffler basado en una historia real de sus tiempos
de obrero metalúrgico. Toffler cuenta que una mujer que trabajaba en una
máquina cercana cayó al piso, la mano ensangrentada; y recuerda que cuando él
se acercó a ayudarla vio que el aparato le había arrancado los dedos. Pero lo
que Toffler no olvida no es la amputación en sí misma, sino el grito desgarrador
de la obrera: “¡No podré trabajar! ¡No podré trabajar nunca más!”.
Digamos,
entonces, lo banal y evidente: Arbeit Macht Frei (El trabajo nos hace libres) es una idea indigna. El
trabajo, quiero decir: el trabajo repetitivo, básicamente manual, carente de
interés y necesario sólo para sobrevivir, no nos hace libres sino esclavos. Son
estas, exactamente, las condiciones del trabajo en el contexto industrial por
el que algunos parecen sentir nostalgia. El verdadero problema no es pues el
trabajo intelectual, inmaterial, en equipo, en red, con horarios flexibles, y
sus consecuencias sobre la subjetividad, sino la escasez de ese trabajo; el
hecho lamentable de que sólo una pequeña parte de la humanidad tenga -por
ahora- semejantes privilegios. Puestos a elegir, casi todos los seres humanos preferirían ser trabajadores de cuello blanco y no obreros. Abjurar de esa elección en nombre de su imperfección es
tirar al niño por la canaleta junto al agua sucia del baño.
Así
como el fin de la
Modernidad no es más que el fin de su etapa nacional, el “final
del capitalismo organizado” no es más que el fin del capitalismo
industrialmente organizado y la “ruptura del tiempo” no es más que la ruptura
del tiempo industrial. Adiós Ford y adiós Taylor. Adiós “carácter” industrial y
adiós “identidad nacional”. No les guardamos rencor. Pero tampoco los
extrañaremos. Para decirlo todo, si hay alguna causa vergonzosa de la creciente
derrota de la democracia a manos del capitalismo es que las corporaciones han
aplicado con mucho más entusiasmo y eficacia los valores que un día levantó la izquierda:
modernidad, progreso, antinacionalismo, antiautoritarismo, cosmopolitismo, mundo,
futuro. ¡Proletarios del mundo, uníos! clamaba el Manifiesto Comunista; pero
los que se unieron no fueron los obreros.
Donde
el sistema económico capitalista respeta hoy una lógica universal (la
ganancia), las fuerzas políticas subordinan la igualdad, la justicia y el
bienestar al nacionalismo, el proteccionismo y la lucha por la hegemonía. En
donde las corporaciones conforman núcleos dirigentes cosmopolitas y alianzas
globales, los sistemas democráticos son étnicamente uniformes y sus alianzas
políticas son al máximo inter-nacionales, es decir: ineficaces, provisorias y
tambaleantes. Mientras Bill Gates piensa y actúa globalmente, los gobernantes
del Tercer Mundo (digamos, Kirchner) piensan y actúan nacionalmente y los del
Primer Mundo (digamos, Bush) piensan nacionalmente y actúan globalmente, lo que
es aún más grave. Mientras el capitalismo se orienta al futuro global y postindustrial
la “izquierda” se lamenta de la pérdida de un pasado nacional e industrial y
planea empujar hacia atrás la pesada rueda de la historia, ese engranaje.
Mientras
“allá” se insiste en la innovación y el cambio, “aquí” se tema con la identidad
y la preservación. En tanto “ellos” se mueven cómodamente en un mundo
acelerado, “nosotros” nos hemos vuelto lentos, conservadores y reaccionarios.
En tanto de aquel lado se declara una batalla implacable contra las excusas nos
hacemos expertos en la justificación de nuestros fracasos alegando maldad
ajena. Mientras los managers globales deploran la rigidez y el dogmatismo los
actores políticos nacionales los disfrazan bajo el nombre de lealtad a los
valores de siempre. Si las empresas adoptan la forma de una red plana y
horizontal de decisiones, las instituciones políticas siguen con la obsoleta,
lenta y costosa pirámide vertical. Si la eliminación de burocracias es el ABC
del marketing económico, su creación y la sustentación de sus clientelas se ha
convertido en el principio rector de los sistemas políticos. Mientras la Economía ha aprovechado
todas y cada una de las oportunidades ofrecidas por la Tecnología para
modernizarse y globalizarse, la
Democracia parece ser hoy ásperamente antitecnológica y
antiglobalista.
¿Cómo asombrarse
de las consistentes derrotas de la
Política a manos de la Economía , de los gobiernos a manos de los
mercados, de la Democracia
a manos del capitalismo? ¿Cómo indignarse por la eficacia de la acción de los
agentes económicos después de que se ha dejado en sus manos el monopolio de la
modernización y la globalización en una época definida por el cambio global y
acelerado?
En su maravilloso
“Se questo é un uomo” Primo Levi recuerda una de las peores torturas en el
Lager, mucho más humillantes según él que los castigos físicos provistos por
los guardias nazis: el trabajo deliberadamente inútil y sin sentido.
Transportar piedras bajo la nieve para después volverlas al lugar de antes.
Una civilidad
verdaderamente humana solo será alcanzada cuando las máquinas hagan todo el
trabajo carente de interés, inútil y sin sentido. El trabajo bestial y
monótono. El maldito trabajo mecánico y repetitivo que acaso podrían ya
desempeñar enteramente los robots si las fuerzas democráticas del mundo fueran
consecuentes con sus principios progresistas. El trabajo bestializante que fue
el pan de cada día los viejos buenos tiempos industriales. El trabajo
heterónomo al que están aún sometidos casi todos los hombres y que no nos hace
libres, sino esclavos. He escapado de él toda mi vida. No veo por qué
considerarlo una bendición para otros.
Sobre la bandera
de la República universal que logre la proeza de abolir el trabajo y
de reemplazarlo por actividades inmateriales, autónomas, creativas y afectivas,
distribuyendo equitativamente sus beneficios, inscribiremos el infame “Arbeit
macht frei” pero al revés, como se veía desde adentro de Auschwitz. No en la
perspectiva de los carcelarios, sino en la de los prisioneros.
Fernando A. Iglesias