DATOS PERSONALES

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* Escritor y periodista especializado en los aspectos políticos de la globalización. * Presidente del Consejo del World Federalist Movement. * Director de la Cátedra de Integración Regional Altiero Spinelli del Consorzio Universitario Italiano per l’Argentina. * Profesor de Teoría de la Globalización y Bloques regionales de la UCES y de Gobernabilidad Internacional de la Universidad de Belgrano. * Miembro fundador de Democracia Global - Movimiento por la Unión Sudamericana y el Parlamento Mundial. * Diputado de la Nación MC por la C.A. de Buenos Aires

martes, 9 de mayo de 2006


REPÚBLICA de la TIERRA
GLOBALIZACIÓN: EL FIN de las MODERNIDADES NACIONALES


EDITORIAL COLIHUE, Buenos Aires, 2.000


ÍNDICE
0 - Prefacio.
1 - El estado obscuro de las cosas.
2 - La larga agonía de los estados nacionales.
3 - Desocupación: ¿avance tecnológico o crisis del modelo político?
4 - ¿Adiós a la socialdemocracia?
5 - Sistemas nacionales vs. sistemas mundiales.
6 - Adiós a la revolución.
7 - La cuestión sindical.
8 - “El imperialismo...”, etapa superior del anticapitalismo.
9 - ¿“Horror económico” o “postescasez”?
10 - Política y economía.
11 - El problema militar.

Anexos: “Diez tesis contra la guerra perepetua” y “Aventuras de Pinocho en el país de World”.

Coda: Hacia una modernidad-mundial.


INTRODUCCIÓN
Un frío día de mi lejana infancia, asistía yo a una clase matinal de historia argentina en la cual me eran enseñadas las patrióticas gestas de los criollos contra los godos, los odiados españoles, los enemigos de nuestra nación.
Volvía a casa cuando alcancé a vislumbrar la inusitada dimensión del problema: aquel ser adorable que me esperaba con el almuerzo preparado era uno de los invasores. Entonces comprendí con estupor, que en el tiempo en el que habían ocurrido los hechos narrados, toda mi familia (mis cuatro abuelos y mi madre son españoles) se hallaba del otro lado de la imaginaria barricada.
De alguna extraña manera yo era el enemigo.

Desde aquella inicial revelación, las absurdas ceremonias con las que un país de inmigrantes celebra la saga nacional y los símbolos patrios me han provocado siempre -y simultáneamente- la misma extraña mezcla de profunda devoción y firme desconfianza. En particular nuca entendí demasiado bien por qué había que escuchar obligatoriamente de pie una canción (el Himno Nacional Argentino) que sostenía que “Libertad!, Libertad!, Libertad! ...” era un “grito sagrado”.
“Patria es la tierra donde se ha nacido...” decía el poema que me habían hecho aprender de memoria en la escuela. Pero yo nací en la ciudad de Buenos Aires, más precisamente en el judaico barrio del Once, más exactamente: en el pasillo de una clínica de la calle Alberti al cuatrocientos. Siempre envidié la fortuna de los que han nacido sobre tres millones de kilómetros cuadrados, pero debo confesar honestamente que entidades como la Cordillera de los Andes o la Mesopotamia -para no hablar de la Tierra del Fuego- son totalmente ajenas a mi llegada al mundo.

Años más tarde, en la convulsionada Argentina de los setenta y ochenta en la que transcurrió mi juventud, mis intentos de aproximación al marxismo dieron algún sustento teórico a aquel cosmopolitismo sentimental, transformándolo en un, entonces más respetable, internacionalismo estudiantil de barricada.
Lamentablemente, éste fue categóricamente desmentido por mi ofrecimiento como voluntario para la guerra de Malvinas, realizado en nombre de otra de las consignas ‘revolucionarias’ de aquella época: el ‘antimperialismo’.
Sólo la rápida finalización de aquella masacre absurda evitó lo que mi estupidez hubiera acaso merecido. Y aunque su inútil tragedia no me tocó personalmente, la comprobación de los horrores sufridos por una generación tan cercana a la mía me dejó una sensación profunda y definitiva de rechazo hacia toda exaltación de la nación-estado.
Del episodio vergonzoso de mi alistamiento, hoy puedo rescatar solamente mi confusión, mi sufrimiento, y mi negativa a sumarme al triunfalismo delirante y futbolero de las plazas.

Pocas experiencias pueden ser más convincentemente preventivas del virus nacionalista que el ver cómo un genocidio y una guerra autodestructiva son organizados, justificados, consumados y hasta festejados en nombre de los principios que desde la más tierna infancia nos han enseñado a considerar sagrados. Y todo resulta aún más dramático cuando los criminales eluden el castigo amparándose en esas mismas instituciones nacionales y en unas medidas (las leyes nacionales de amnistía e indulto violatorias de precedentes tratados internacionales suscriptos por la Argentina, la promoción del olvido de las iniquidades en nombre de la ‘reconciliación nacional’ y de la continuidad jurídica del estado, el respeto de restricciones territoriales a la Justicia que son poco más que fronteras alzadas como vallas en defensa de unos asesinos, etc.) que fueron convalidadas y/o sancionadas por políticos que resulta difícil no calificar como cómplices y encubridores, entre ellos: curiosos ‘progresistas’ cuyo respeto a los tabúes nacionales fue en todos los casos prioritario respecto a la defensa de los Derechos Humanos de las víctimas y de sus familiares.

Desde los años finales de la dictadura hasta los primeros de la democracia, mi experiencia política en Argentina se desarrolló en un pequeño grupo marxista, pero cuyo lema organizador era el concepto central y fundante de la Modernidad política: la idea de ‘derechos humanos’; idea que en el intento de fundir las tradiciones liberales y marxianas reivindicábamos con el slogan de “Paz, Pan, Trabajo y Libertad”. Mucho puede decirse acerca de la imposibilidad de la confluencia de marxismo y liberalismo, ya que las contradicciones entre ambos son fuertes y en gran parte insalvables; pero qué otra cosa es la socialdemocracia sino la tentativa infructuosa de aunar la lucha por los derechos civiles con aquélla por los derechos políticos y sociales, es decir: la democracia política con la justicia social?. Y quién puede sostener que este intento puede prescindir enteramente del marxismo o de lo que hoy queda en pie del mismo?.

Años después de la caída de la dictadura, durante la debacle político-económica del radicalismo alfonsinista, emprendí -como tantos profesionales argentinos- una emigración que me llevó a vivir, en el lapso de siete años, en diferentes ciudades del Mezzogiorno italiano y de la Galicia española. Lugares todos donde el estado nacional está débilmente implantado y fuertemente cuestionado. Y fue esa experiencia azarosa la que reabrió en mí el interés por la ‘cuestión nacional’, permitiéndome volver a contemplar el fenómeno de la ideología nacionalista desde diversos y espantados ángulos, con los ojos de quien ha nacido en una ciudad que -al decir de algunos y a despecho de la geografía- es la única verdaderamente europea. Sospechoso cosmopolitismo éste, que su autor (Borges) viene a descubrir en el propio lugar de origen, de manera de estar simultáneamente bien con Dios y con el Diablo.
Personalmente, a esta ingeniosa teoría (según la cual Roma es simplemente italiana, París francesa, Berlín alemana, etc., en tanto a Buenos Aires corresponde adjudicar el cetro de esa versión provisoria del cosmopolitismo que es la europeidad) prefiero las sencillas palabras de Henry Miller: “Soy un patriota del distrito 14 de Brooklyn” ... Y después: “Cuando digo que casi me convertí en un ciudadano francés quiero decir más bien: de París. Como el distrito 14 de mi infancia, París era mi patria. Nunca logré ser más que un patriota local” ...
También yo espero haberme convertido en un patriota local y cosmopolita, en uno de esos amantes de los lugares en los que han vivido que son la negación viviente de ese fanatismo abstracto, vacío y declamatorio que sobrevive disfrazado de virtud cívica bajo el nombre de patriotismo.

Tampoco ha de ser casual la preocupación sobre la división política del planeta en el ciudadano de un país cuyo conflicto fundacional se refiere, precisamente, a la lucha por la organización política entre unitarios y federales, ni es indiferente a este libro mi nacimiento en una ciudad que ha detentado el record mundial de habitantes extranjeros.
En suma, ya sea por la historia familiar, por el nacimiento en un país de inmigración reciente, por la práctica política pretendidamente internacionalista o por los avatares de la emigración personal, el problema de la nacionalidad no ha estado jamás ausente de mi cotidianeidad.
Es, precisamente, una confianza injustificada en mis experiencias personales la que me he llevado a poner a algunas de mis reflexiones por escrito. Y al hacerlo, me ha sorprendido lo descontado de su formulación.
Lo único rescatable que encuentro en mis afirmaciones es la extracción, partiendo de una serie de diagnósticos y postulados que creo comunes a la mayoría de la izquierda democrática, de un par de propuestas raramente ausentes del actual debate político de esa misma izquierda: la mundialización de los principios republicanos y su institucionalización mediante un sistema político democrático-representativo parlamentario planetario.

La adhesión a los supuestos nacionalistas (y la simple aceptación de la idea de que un mundo globalizado puede regularse democráticamente mediante el recurso a estados nacionales y a organizaciones inter-nacionales debiera considerarse, hoy, nacionalista) resulta inexplicable en personas que se dicen ‘progresistas’ y ‘de izquierda’ a menos que se considere el inagotable prestigio que ha adquirido la nación-estado a ambos lados del arco político. Prestigio legítimamente derivado de la eficiencia que esta forma organizativa ha tenido (especialmente en el siglo pasado) en la modernización y el progreso de la sociedad humana, pero que es absolutamente injustificable hoy, en el final de un siglo bañado en sangre por los crímenes organizados por, desde, y en nombre de las naciones-estado, y en cuyo agónico final las políticas nacionales pueden sólo mostrar la impotencia y perversión a que conlleva la fragmentación política de una sociedad civil progresivamente mundializada.

También las razones de la inexistencia de un debate sobre la necesidad de mundializar la República y su sistema político democrático parlamentario me resultan inconcebibles en una época donde las crisis que amenazan nuestra entera civildad tienen dimensiones globales y son, por ende, irresolubles nacional-internacionalmente.
Pese a esta consideración elemental, la idea de una República mundializada es un argumento ‘tabú’, desechado rápida y acríticamente en medio de expresiones histéricas y de apelaciones a supuestos que se dan por descontados pero que un análisis ligeramente más profundo permite calificar de irracionales. Intentaré demostrar a lo largo del libro que esta negación, hecha siempre en nombre de los riesgos que entraña un sistema político mundial (como si la globalización del sistema económico-tecnológico sin una correlativa mundialización de la política se demostrase hoy especialmente prometedora) o de su imposibilidad (dudosamente demostrada por el hecho de que aún no se ha concretado) es posibilista y conservadora, incompatible con la tradición política de una izquierda que se niegue a renunciar a lo más preciado y vigente de su contribución a la civilización humana: las ideas universalistas de la unidad de la especie y de la igualdad de los derechos de los individuos que la componen. Para no mencionar que la misma tradición política del verdadero liberalismo ve en las instituciones republicanas una garantía de paz y de libertad.
Tal renuncia de la izquierda (es decir: del partido de la Modernidad y de los Derechos Humanos) a sus propias tradiciones fundantes, renuncia realizada en nombre de la defensa y conservación de sus antiguas fuentes de legitimación y poder (los sistemas políticos nacional-territoriales), termina necesariamente por configurar lo que –para usar una bella expresión de Jean Claude Guillebaud- no puede sino considerarse una “traición a la Ilustración”.

Mientras escribía lo que sigue, varias veces ha venido a mi mente la fábula del rey que se paseaba por las calles de la capital cubierto sólo con vestidos imaginarios, aquella historia sobre lo que todos ven pero ninguno quiere mirar.
Como el niño de aquella historia, también a mí me gustaría gritar: ‘La nación está desnuda!’.
Estas páginas son poco más que la versión adulta del grito de un niño que, a fuerza de despedidas y distancias, tuvo que intentar aprender a pensar en términos, no ya de inter-nacionalidad, sino de trans-nacionalidad y de supra-nacionalidad; es decir: en términos mundiales, universales, humanos.

A veces temo que mi insistencia en analizar los problemas actuales en la óptica de la oposición nación-mundo sea, llanamente, una exageración, una mera expresión de obsesiones personales.
Efectivamente, releyendo este libro me inquieta la sospecha de haber enunciado un repertorio de elementalidades.
Pero luego, cuando me informo de que doscientos años después de la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” los progresistas intelectuales franceses (herederos de aquélla tradición política y participantes directos en la experiencia más avanzada de constitución de una unidad política supranacional) llaman a construir una Europa ‘plural’, es decir: a discutir a nivel europeo, acerca de cartas sociales europeas, derechos civiles y políticos de los ciudadanos europeos, y sobre la lucha contra la desocupación y por una economía plural en Europa; y cuando -sin transgredir ninguno de estos enunciados- miles de albaneses son nuevamente apaleados y expulsados de las costas italianas, en tanto altísimos representantes de una nación democrática fundada en el derecho al trabajo y en la memoria de la resistencia al fascismo proponen: “Arrójenlos al mar!”, tiendo a pensar que puedo permitirme ser banal dado que la realidad me supera ampliamente.
Después, pienso con tristeza en ese Le Pen que sigue declarando que los puestos de trabajo “deben ser reservados a los franceses”, que “ser francés es algo que se merece” (y por derecho de sangre), que “la preferencia nacional” debe excluir a los extranjeros de los beneficios de la protección social. En ese Le Pen que astutamente acaba de agregar que “Cercanos a nosotros por el origen étnico y cultural, nuestros hermanos europeos no nos plantean ninguno de los problemas que conocemos con los extranjeros que pertenecen a otras civilizaciones”... Pienso -decía- que este Le Pen a la vez xenófobo y europeísta acaso esté perfectamente de acuerdo en acudir a la convocatoria de una izquierda ‘plural’ que continúa a definirse como internacionalista y cosmopolita cuando en realidad propone llanamente un nacionalismo a escala continental.
Entonces, todo intento por desprenderse de los restos triunfantes del tribalismo nacionalista me parece necesario e insuficiente en estos tiempos en que los principales problemas que enfrenta la civildad humana asumen unas dimensiones planetarias que amenazan nuestra entera civilización, en este mundo-mundial (si se me permite la horrible expresión) en el que el intento de refugiarse dentro de los límites de una nación o de un continente –sacrificando la República a sus pretéritas manifestaciones nacionales o continentales- no sólo es inmoral sino irracional, y en el cual todo intento de preservar la forma (la escala) de los sistema políticos sólo puede ser logrado desvirtuando su contenido democrático,
Desconozco, pues, las razones por las cuales retroceder desde los Derechos del Hombre hasta la ciudadanía europea pueda ser considerado un acto progresista, pero me temo que el nacionalismo ha realizado una ímproba tarea en los doscientos años que nos separan de la Declaración de los “Derechos del Hombre”.

Finalmente, y dado el carácter fuertemente atrevido de los planteamientos de este libro, deseo defenderme, preventivamente, de las acusaciones de teleologismo y de utopismo.
Respecto de la primera, declararé que no creo inevitable la creación de una República planetaria (mucho menos pretendo fijar un plazo a su consumación), sino más bien que la propongo, convencido de su racionalidad frente a las crisis globales, de su arraigo implícito en la tradición política de la izquierda democrática y en que (he aquí mi modesta ‘profecía’, arraigada en los horrores presentes) sin una dimensión mundial de los sistemas políticos democráticos, la situación tenderá a empeorar globalmente, generando nuevas amenazas antimodernas a la civilización humana.
Respecto de la segunda, admitiré lo aventurado de algunas de algunas de mis propuestas, pero no sin sostener que cualquier paso progresivo que se diera en el sentido de las mismas (hacia una democrática extensión de la unidad política, hacia la relativización de los poderes políticos nacionalmente feudalizados, hacia la creación de una ciudadanía mundial basada en los Derechos Humanos e independiente de adscripciones y pertenencias particulares, hacia una nueva igualación de la escala de los poderes económico y político, etc.) constituiría un paso hacia la evitación de riesgos globales, hacia la preservación de la paz y la promoción generativa del desarme, hacia el castigo y la prevención de Crímenes contra la Humanidad, hacia la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, en fin: hacia la supervivencia y la felicidad humanas
A la fácil objeción sobre las dificultades que la construcción de un sistema democrático planetario obviamente conlleva, responderé que las considero menores de las que enfrentó la creación de las modernas naciones-estado en un universo semifeudal devastado por la miseria y las guerras, regido por el ancien régime y basado en tecnologías rudimentarias. A partir de tal convicción, someto a las críticas a mi propuesta de una República planetaria a una distinción preventiva frecuentemente descalificante: descarto inmediatamente la consideración de aquéllas que son las mismas que el escepticismo del habitante de un feudo hubiera podido esgrimir contra la entonces improbable creación de estados nacionales (por ejemplo: la imposibilidad de la unidad política entre personas de lengua, religión, origen étnico, preferencias culturales y valores sociales diferentes; el carácter más abstracto del universalismo respecto del nacionalismo o más remoto del sistema político mundial respecto del nacional; etc.).
Invito a mis lectores a hacer lo mismo.

Para finalizar, más allá de lo acertado de la propuesta de proclamación de una República mundial y de la construcción de un sistema político democrático planetario que la institucionalice, creo por lo menos curioso que la misma no forme parte del debate político en un universo que no hace más que repetir huecamente las consignas centrales de la época: mundialización y globalización.
Hegemonía del pensamiento antiestatista neoliberista?. Desprestigio del concepto mismo de estado y de política debido a la crisis de los estados nacionales?. Justificado temor a la repetición de los horrores nazifascistas y stalinistas?.
Pese al tono decidido y enfático de este ensayo, escribo lo que sigue con estos últimos terrores bien presentes, confiando solamente en que toda ignorancia sobre la materia que trato será inevitablemente reflejada en mi argumentación y en que el libre debate de las ideas corregirá u olvidará el resto.

Buenos Aires, invierno austral del 1.998