Horacio González y la Estetización de la Política
Publicado en Revista "Contraeditorial" octubre de 2008
Entre las muchas acusaciones esgrimidas contra los populistas latinoamericanos por Juan José Sebreli, Horacio González ha escogido responder la de barroquismo. Nada eligió decir, en cambio, del argumento sebreliano de que los intelectuales populistas que se pretenden la vanguardia liberadora de sus pueblos son en realidad un aliado fundamental del sistema que los oprime. Ni nada ha querido responder a las observaciones sebrelianas que, lejos de concederles el progresista lugar que se autoadjudican, los ubica como bastión de las fuerzas reaccionarias. Nada de ello le preocupa ni le ofende, pero el empleo de la palabra “barroco” en uno de los muchos párrafos de la extensa nota ha logrado sacarlo de las casillas. La conclusión no puede ser más simple: o González discute algo marginal porque carece de argumentos para enfrentar lo principal o la estética ocupa el lugar más alto en su escala de valores, lo que relega a la tan reivindicada política al humilde rol de actriz de reparto.
Basta ver la lista de autores a los que González acude en su socorro (Sarduy, Viñas, Borges, Lezama Lima) para constatar que es la literatura su preocupación central, acaso, la del entero populismo latinoamericano. Después de todo, ¿de qué se acusa a Sebreli? De haber concurrido a discutir filosofía a la mesa de Mirtha Legrand. Vulgaridad mediática, soluciones pegadizas, estética de los medios de comunicación, son los anatemas escogidos para el linchamiento intelectual de Sebreli. Y bien, he visto algunos programas de la señora Legrand y he compartido con Horacio decenas de desayunos filosóficos en los cafetines de Buenos Aires, y si debiera abrir un juicio sobre la calidad filosófica de ambos foros no sabría a favor de cuál pronunciarme. Lo digo con respeto: ni uno ni otro parecen ser lugares apropiados para ahondar en las profundidades de la filosofía y ambos lo son para un primer acercamiento a sus problemas. ¿Por qué condenar a éste y salvar al otro? ¿O acaso la estética del café, tan cara a las personalidades emocionalmente heideggerianas, opera como garantía salvífica de la metafísica populista, en tanto las abominables mesas televisivas –a las que, sin embargo, concurren con entusiasmo apenas tienen la oportunidad varios ilustres cartabiertistas- merecen la abominación que ayer se reservaba al cine de teléfonos blancos?
Quizás se les haya ido la mano a los entusiastas de la separación entre forma y contenido. Pero, ¿es esta una buena justificación para caer en el exceso opuesto, es decir: en el concepto simplista de que la estética del continente garantiza la calidad del contenido? ¿No se parece esta idea, curiosamente, al elemento psicológico manipulado por los marketineros adoradores del packaging? ¿Están seguros, Horacio y sus muchachos populistas, de que la reificación estetizante de toda acción popular, el ensalzamiento permanente de las barricadas y la defensa acrítica de todo intento de reeditar la epopeya de
Es que no hay nada más antiestético que las aburridas democracias escandinavas, con sus carteros puntuales y sus sistemas de asistencia a las abuelas en desgracia, tan lejanas al clima social que permite la proliferación de los Raskolnikovs y los Dostoievskis; ni nada más divertido que una revolución tropical capitaneada por barbudos, o una manifestación argentina que pide el despido en masa de la clase política ante la mirada atenta de las Naomi-Kleins de turno. Es sobre estos patrones de índole estética que intenta forjar el populismo el futuro del país. Pero cuando se trata de emigrar o de exiliarse… cuando se trata de emigrar o de exiliarse se pasa rápidamente de la romántica estupidez pública a la pragmática astucia privada, razón que explica que el número de exiliados latinoamericanos haya sido ayer tan alto en Suecia y tan bajo en Cuba, y el de emigrantes sea tan alto hoy en los demoníacos USA y la consumista Unión Europea y tan bajo en Venezuela.
Lo que nos lleva de nuevo a González y Sebreli, y al origen de su disputa: una nota crítica sobre Ernesto Laclau, heroico exiliado en las liberales universidades de
La argumentación gonzaliana no es mejor en lo que respecta a la estética. Hay en los verdaderos barrocos una disposición a explorar las dificultades del lenguaje perfectamente opuesta a la enfermedad del barroquismo manierista, cuyas víctimas están más bien interesadas en aprovechar esas dificultades para hacer pasar lo enmarañado por complejo. El barroco, qué duda cabe, tiene su magnificencia y su dignidad literaria; y detenerse morosamente en las minuciosidades del lenguaje -alla Proust- y hasta usarlas como tema central de una novela -alla Joyce- es perfectamente legítimo. Más difícil es defender la utilidad del barroquismo en el terreno político, donde cierta dosis de claridad resulta imprescindible si se quiere escribir para todos, es decir: para ese pueblo que tanto adoran los populistas pero que para su desgracia suele preferir los almuerzos de la señora Legrand a las disertaciones de los cartabiertistas; acaso por estar las mismas empedradas, como señala Sebreli, de indefinidos plurales, de prácticas articulatorias, de especificidades del vínculo hegemónico, de materialidades de la estructura discursiva y otras delicias destinadas a esconder la banalidad de los malos pensamientos. “Estética de mercado”, dice González de Sebreli en la cúspide de su prejuicio anatemizador, sin darse cuenta de que los detestados mercados, con sus hombres de carne y hueso tomando decisiones concretas de aceptación y rechazo, suelen ser más democráticos que las jergosas universidades, y no está mal que así sea.
Hay que dar vuelta la tesis de González: si la forma es inescindible del contenido, entonces la verbosidad barroquista de Laclau es inseparable de un pensamiento antipopular, muy a pesar (¿a pesar?) de su prédica populista. Lo dice bien Sebreli en la frase clave de su artículo: “Algunos se dedicaron a hacer filosofía de la literatura y ahora quieren hacer literatura de la política”. Estrategia nada original, por otra parte, en un mundillo intelectual, el argentino, que se caracteriza por el intento de aplicar a la política, nuevamente, infaustamente, las ideas nietzscheanas, acaso no tan malas para el mundo del arte. Al fin y al cabo, la tragedia de González es la de haber nacido para la literatura y no haberse atrevido a enfrentar su destino, lo que lo ha llevado a meterse en política sin cambiar de punto de observación ni de estilo, con la gracia de un rugbier que jugara al ajedrez y la eficacia de su viceversa. Como si la belleza pudiera ser el paradigma central de la política, en cuyo caso la genialidad de Eisenstein garantizaría las bondades del estalinismo y el nazismo sería un modelo político insuperable, como sugirió
4 comentarios:
Hola Fernando, muy bueno el post. Me identifico con lo dicho. Aunque no conozco al mencionado Horacio Gonzalez, aunque ya me imagino.
Lo que tequiero preguntar es lo siguiente. En un momento decís "...un mundillo intelectual, el argentino, que se caracteriza por el intento de aplicar a la política, nuevamente, infaustamente, las ideas nietzscheanas..."
La verdad yo leí y leo bastante al gran filosofo alemán y no veo por ningún lado el paralelismo que mencionas; todo lo contrario, Nietzsche los despreciaría por su mezquindad y sus permanentes apelaciones (basicamente solo discursivas, como la doctrina catolica quizas?) al 'sacrificio por el proximo' y el continuo ataque (tambien discursivo) a 'los que mas tienen', 'los poderosos', 'el primer mundo, etc'. Salvo excepciones, como vos decis, la clase politica argentina es basicamente Nac-Pop, sean de derecha, de izquierda, peronistas o radicales. En fin, quizas vos tenes otra lectura, lo cual es bastante posible dada la extension del pensamiento nietzscheano.
Sí. Tenéz razón Quedó algo confuso. No me refería al cartabiertismo K sino a ciertas tendencias generales postomodernosas de la UBA, pero no fui muy claro.
buena observación
Ah ok. entiendo, jaja. Podría ser en todo caso la "ideas foucaultianas", heroe del posmodernismo.
Simplemente brillante Fernando. Defensa auténtica frente a un crispado consigo mismo. Te puedo decir que fuí alumno de Gonzalez en la Facultad de Sociales allá por los noventa y me cansé de escucharlo despotricar contra el relativismo de Laclau. En definitiva, un sueldo o varios pueden modificar hasta los principios teóricos y generales de la mediocre intelectualidad académica de turno. Un abrazo,
Federico
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