
Pasó desapercibido en Argentina, pero fue primera plana en muchos diarios del mundo: en lo que va de 2010 se suicidaron doce de los trabajadores de la fábrica china que produce los componentes del iPad. Los informes periodísticos dicen el resto: en esa y otras fábricas del complejo proveedor de insumos para las industrias más avanzadas del mundo, los obreros “deben trabajar en espacios reducidos y calurosos… hablar lo mínimo indispensable” y la jornada “llega a las quince horas… con descansos de no más de diez minutos, los cuales se aprovechan para dormir”. Sería fácil echar una parrafada sobre la explotación capitalista si no fuera porque la empresa, Foxconn, se encuentra en el territorio de un país socialista cuyas condiciones de vida eran mucho peores antes de su apertura a la economía global.
Si los salarios en esas ensambladoras rondan el medio dólar por hora y los doscientos dólares por mes, es porque Foxconn recibe once dólares por la terminación de cada iPad, es decir: 2% de su precio de venta (u$s499). Es inútil argumentar contra la avaricia de Apple: los precios que pagan otros compradores -como Nokia, Sony, Nintendo, Dell y Hewlett Packard- son similares; para no mencionar que la avaricia de los dueños de Foxconn les impediría regalar su producción si pudieran evitarlo. Lo que nos lleva al punto decisivo: el trabajo manual repetitivo sólo es capaz de añadir un 2% del valor de un producto industrial de avanzada. El resto es valor intangible derivado del trabajo intelectual, y más específicamente, del trabajo intelectual no repetitivo aportado por los ingenieros que diseñaron el producto y las líneas de ensamblaje, por las agencias de publicidad que hicieron de su logo un emblema de modernidad y las de marketing que detectaron el nicho de mercado, por los diseñadores de su estética, las empresas de transportes que lo distribuyen por el planeta, la red comercial, etc..
La historia de la evolución productiva no miente: el propio modelo industrialista se impuso cuando la maquinaria industrial devaluó el valor del trabajo manual en el sector agrario y finalmente lo reemplazó, obligando a los campesinos a transformarse en obreros y creando las condiciones para el pasaje hacia un nuevo modo de producción que, entre conflictos y crisis, trajo más riqueza, democracia y prosperidad. De manera que quienes en Argentina defienden el obsoleto modelo industrialista -entendido como generación de riqueza a partir del trabajo físico de baja cualidad- proponen salarios de hambre o que otras actividades con mayor productividad se encarguen de subsidiar a las desfallecientes hasta que un cambio en las condiciones internacionales o la propia dinámica de la situación se encarguen de provocar un nuevo estallido de la economía nacional. Antes tendrían que convencer a los obreros de la CGT de cobrar 800$ por mes por quince horas de trabajo por día; controlar que todos los sectores empresariales pagasen salarios en blanco e impuestos y, finalmente, hacer que quienes siguen con sus declamaciones a favor del “país industrial” dejen de hacer dinero con la especulación, los hoteles de cinco estrellas y la compra de terrenos fiscales y divisas extranjeras. Tampoco estaría mal que sacaran a sus hijos de esas universidades en las que se preparan a vivir de su trabajo intelectual y los pusieran a entrenarse en un gimnasio donde pudieran transformarse en proveedores eficientes de trabajo manual.
La idea de que industrializar es modernizar se ha hecho ridícula, especialmente en un país cuya participación de la industria en el PBI es mayor que en Europa y los Estados Unidos. En el siglo XXI, el valor agregado es principalmente inteligencia agregada en forma de diversidad cultural, información, conocimiento, innovación, comunicación y subjetividad. Un poroto de soja puede -o no- contener más inteligencia agregada que una tuerca. Por eso lo esencial no es si el producto final es un alimento (primario), un objeto industrial (secundario), un servicio (terciario) o un programa de software (cuaternario), que usa información para manejar más información. Así, las distinciones entre formas de producción se desvanecen, y la industria mantiene -o no- su carácter de principal proveedora de trabajo de alta calidad si –y solo si- es capaz de incorporar inteligencia al producto final.
El modo de producción industrial fue progresista en el siglo XIX, se hizo conservador en el siglo XX y es reaccionario en el siglo XXI, el de la sociedad global del conocimiento y la información. La generación de bienestar y sentido en nuestras vidas se ha desmaterializado, por eso el nivel de desarrollo de un país es fácil de medir mediante el cociente entre el valor y el peso de su producción y sus exportaciones. La cuenta es infalible: a menos peso, menos materia y menos trabajo físico repetitivo, más desarrollo, democracia y equidad social.
Son excelentes noticias para un país que pocas veces tuvo grandes maratonistas y siempre descolló por la inteligencia, fantasía y capacidad de comunicación de sus jugadores de fútbol, tenis, básquet, hockey, rugby y voleibol. El desarrollo de una economía de alta competitividad, que incluya al sector industrial pero no haga de él un fetiche, sería la mejor noticia para los trabajadores manuales del país, que tendrían una excelente oportunidad si los impuestos que paga el sector de alta productividad de la economía se usaran no sólo en salud y educación de calidad para ellos y sus familias, sino en reconstruir la destrozada infraestructura del país. Trenes, subtes, puertos, ductos y carreteras requieren, en efecto, el único tipo de trabajo manual que no se puede importar y cuyo nivel de remuneración no depende de su productividad intrínseca sino de la del total de la economía. Por eso un albañil estadounidense gana diez veces lo que un albañil chino a pesar de que haga un trabajo similar. Resta por verse si el salario de los trabajadores manuales nacionales se aproximará a los menos de diez mil dólares per capita de la Argentina de hoy o al más del triple al que han llegado los países que han dejado atrás su pasado jurásico-industrial.