CAMPO vs INDUSTRIA II
(LAS ZONCERAS ECONÓMICAS DEL STALINISMO-DÉBIL)
Publicado en la Revista "Noticias" 19 de julio 2008
Antes de continuar con la serie “Campo vs. Industria” creo oportuno hacer una aclaración sobre el primer artículo publicado (“Campo vs. Industria I”, en Revista Noticias), ya que la repetición de objeciones que he recibido referentes a un mismo punto indica que no logré expresar claramente alguna idea. Probemos de nuevo: “Campo vs. Industria” no intenta ser una crítica de la industria sino del industrialismo, es decir, de la idea obsoleta de que la industria (entendiendo por industria la creación de riqueza mediante el trabajo manual repetitivo en un contexto geográficamente localizado, o fábrica, aplicado a la totalidad de un producto y organizado bajo el modelo de la cadena fordista de producción) es la actividad económica más avanzada y, por lo tanto, la base necesaria del desarrollo de un país. De este descarte de las posiciones nacionalistas-industrialistas en plena era de la sociedad global del conocimiento y la información se deriva el rechazo, por obsolescencia manifiesta, de su principio económico derivado: la política de subsidio permanente y multiforme a la industria argentina con los recursos provenientes de otros sectores supuestamente “atrasados” de la economía nacional, en especial, del campo argentino.
Cuando se habla de redistribuir la riqueza desde el estado nacional suelen asociarse dos cosas bien diferentes. La primera, aceptada en todos los países que funcionan razonablemente bien -aunque con un distinto énfasis según el carácter más o menos socialdemocrático de sus gobiernos- es la que llamaría redistribución modelo Robin Hood, que consiste en quitarles a los más ricos (generalmente, mediante un impuesto a las ganancias progresivo y no por impuestos distorsivos) para darles a los más pobres (generalmente a través de una educación y una sanidad eficientes y mediante sistemas de asistencia social universales y no clientelistas). El otro esquema, al que denominaría modelo Alí Babá, consiste en quitarle a los sectores competitivos con la excusa de que ganan demasiado para darles a los no competitivos con la excusa de que de otra manera quebrarían, atándolos a un sistema de beneficios clientelista y prebendario a la espera de que alcancen la mayoría de edad, lo que por supuesto jamás sucede cuando las ganancias no dependen de las inversiones en tecnología sino de la capacidad de lobby en los despachos oficiales. Y bien, este modelo sólo lo aplican pocos países (el ejemplo arquetípico son los subsidios a la agricultura en los países avanzados), siempre con altos costos sociales y a condición de que la competitividad de los demás sectores sea tan extraordinaria como para permitirlo (lo que es cada vez menos el caso en Europa, motivo por el cual el tema de los subsidios agropecuarios está creando tensiones permanentes entre Francia, principal beneficiaria, y el resto de la Unión Europea).
Los intentos de intervención del Estado no dirigidos a redistribuir la riqueza sino a determinar desde las burocracias políticas nacionales y con independencia de los criterios de competitividad y productividad los sectores económicos preferenciales para el desarrollo de un país, han llevado a la Argentina a una absurda paradoja: después de décadas de polémica sobre si había que fabricar caramelos o acero las dos principales empresas industriales argentinas con capacidad competitiva a nivel mundial (Arcor y Techint) fabrican, precisamente, golosinas y derivados industriales del acero. Pocas cosas más concluyentes pueden decirse en contra de los supuestos zombies que Ulrich Beck denominó “o-esto-o-aquello”, según los cuales el perjudicar a un sector es -suma-cero mediante- lo mismo que apoyar a los otros.
De más está decirlo, estos postulados jamás demostrados son hoy también el sostén implícito del planteo populista según el cual imponer tasas confiscatorias al campo es óptimo para el desarrollo de la industria. Basta ver el impacto que han tenido los últimos cuatro meses en los niveles de ocupación del interior del país, en el nivel de actividad de la construcción en sus pueblos y ciudades, en el transporte y –sobre todo- en el tejido de industrias agroalimentarias y metalúrgicas crecidas al calor del boom agrícola, para descartar dos afirmaciones zombies que el industrialismo argentino ha diseminado como verdades indiscutibles: que el campo es incapaz de generar suficiente empleo y que su creciemiento sea antagónico, de alguna manera, con el desarrollo del sector industrial.
Nadie puede oponerse al desarrollo de una industria avanzada en Argentina, es decir: de una industria no industrial, basada en la ciencia y la tecnología, esto es, basada en el trabajo intelectual y no en el esfuerzo físico. Pero tampoco nadie puede desconocer los efectos previsibles y ya comprobados en el país de aquellas políticas que inmortalizó la consigna alfonsinista de “levantar las persianas de las fábricas cerradas”, es decir: de apostar por el cortoplacismo de una industria no competitiva financiada con el dinero de otros sectores y con el expolio de los consumidores del país. Si lo ocurrido en 1975 y 1989 ha de servirnos para algo, hay que decir que estas políticas tienen un final previsible: un cierre de industrias obsoletas no paulatino y por reconversión sino por muerte súbita mediante los shocks aperturistas que suelen seguir al naufragio de la macroeconomía populista, para espanto de los trabajadores del país, hartos de ir de la sartén al fuego y viceversa.
Pero el conflicto en curso del Gobierno con el campo argentino ha sido excepcional para mostrar no sólo dramática la obsolescencia del industrialismo sino la abundancia de pseudonociones económicas que infesta como una plaga el campo del pretendido progresismo local. De manera que acaso sea tiempo de considerar algunas de las afirmaciones que los economistas neodesarrollistas (uso el término en el sentido de “nacionalistas-industrialistas”) proclaman en estos tiempos con el aire de verdades consagradas. La mayoría de ellas se basa en los dos trucos favoritos del populismo: presentar como contradictorios a elementos que un mínimo análisis revela complementarios y plantear dilemas irrelevantes que impiden considerar los verdaderos problemas en cuestión.
GRANDES vs CHICOS
La más acríticamente difundida de estas zonceras es la que enfrenta a los productores grandes con los productores chicos, delirante aplicación de la lucha de clases al campo agrario que haría sonreír con desprecio a Carlos Marx. Por razones psicológicas similares a los que llevan a todo espectador neutral a simpatizar con el equipo más débil parece haberse instalado la noción de que la existencia de productores pequeños es –por sí misma- una bendición para el país, en tanto que los productores grandes constituyen una fuerza demoníaca que es necesario extirpar mediante una apropiada persecución. Ya sea bajo el argumento de la “concentración” como el del “monopolio” se han hecho aquí afirmaciones que bordean el ridículo, no sólo acerca de la problemática supervivencia de pulpos en el campo sino de monopolios de “apenas algunos miles de productores” (sic). Y bien, si la etimología no es una opinión, los monopolios suelen ser de uno y no de miles. Por otra parte, basta pensar lo que sucedería en Alemania si al gobierno de Angela Merkel se le ocurriese perseguir a los cuatro-cinco grandes fabricantes de automóviles alemanes en nombre de quién sabe cuál precepto pseudoeconómico del neopopulismo argentino para descartar que el desarrollo de conglomerados productivos de gran escala signifique necesariamente el empobrecimiento del país o del resto de los productores, que en todo el mundo saben encontrar la forma de ser complementarios con una economía en que los grandes suelen operar como agentes de innovación organizativa y tecnológica y de desarrollo infraestructural.
Según los datos disponibles, los cincuenta mayores pools de siembra argentinos controlan hoy entre un 6% y un 10% de la superficie de cultivo, en tanto los cinco más grandes llegan a aproximadamente el 2% del total. El total de productores agropecuarios supera, además, el número de 70.000. De manera que cuando el Gobierno sostiene que el 2% de los productores agropecuarios concentra el 50% de la producción agropecuaria no hace más que falsear la verdad: ese 2% de los productores agropecuarios son al menos 1.500 productores. Digámolso entonces correctamente: el 50% de la producción agropecuaria está distribuida en más de 1.500 productores. ¿Qué otra actividad económica de gran escala puede mostrar un grado de desconcentración y descentralización en Argentina? No, seguramente, las industriales, en las que los diez productores más grandes de un sector cualesquiera rara vez están por debajo de concentrar el 90% de la producción. Basta aplicar al campo la misma vara con la que se mide hoy a otros sectores económicos nacionales para descartar que la concentración o la monopolización sean problemas reales para el sector agropecuario argentino.
Por otra parte, aquí, allá y en todas partes las empresas que crecen gracias a su eficiencia son respetadas por los gobiernos con la sola condición de que paguen sus impuestos, no violen las leyes laborales y ambientales y no formen monopolios u oligopolios; situaciones –todas estas- que dependen de la eficacia y transparencia del estado. En efecto, ¿de quién es la responsabilidad de que algunos sectores agropecuarios no paguen sus impuestos ni respeten las leyes laborales y ambientales, como acusa el Gobierno, si no del kirchnerismo, que desde hace cinco años concentra todos los resortes del poder pero es incapaz de acabar con los problemas que hoy denuncia como si la institución presidencial fuera una forma más del periodismo? ¿Por cuál motivo se ocupa tanto el actual gobierno en denunciar los supuestos monopolios de miles de productores (sic) en tanto sigue permitiendo que dos empresas que en realidad son hoy una sola hayan dividido el país en dos para mejor monopolizar el mercado telefónico? ¿No había sido la ruptura del monopolio, entonces estatal, un argumento decisivo a favor de la privatización de las comunicaciones? No se entiende. Y tampoco se entiende que el industrialismo, que en pleno apogeo de la sociedad del conocimiento y la información sigue creyendo que el destino del país está en el trabajo manual, continúe glorificando las grandes acerías, los altos hornos y la industria pesada que –por definición- son actividades de grandes unidades productivas, capital hiperconcentrado y economía de escala, en tanto demoniza a los pooles de siembra y a los grandes productores agropecuarios. Sus propuestas de un campo argentino compuesto exclusivamente por pequeños productores es una apuesta deliberada por el fracaso, y se asemeja más a las versiones locales de una Arcadia pastoral que a cualquier modelo exitoso de desarrollo existente. ¿Dónde se ha visto que un esquema como éste funcione bien en otra parte del mundo sin recibir enormes subsidios que compensen su ineficiencia estructural?
Así, no conformes con seguir intentando inventar la rueda, los economistas del neopopulismo argentino siguen inventándola cuadrada. La concentración de la producción en pocas manos, es decir: el hecho de que el que un 20% de los productores de un mercado dado tiendan a producir el 80% de la riqueza (y, por lo tanto, el otro 80% sólo produzca el restante 20%) fue analizado, hace ya siglos, por el señor Pareto. Lo aprenden los estudiantes apenas después de cruzar el hall de ingreso de la facultad de economía. Esta tendencia a la concentración depende sobre todo de la tendencia a la acumulación del capital que se deriva de la economía de escalas. Brevemente: por las mismas razones por las cuales una fábrica que produjese una sola heladera por día o un restaurant de una sola mesa son económicamente inviables, la moderna producción agraria, hipertecnificada y de alto contenido en capital e información, sólo es eficiente por encima de un nivel mínimo de hectáreas cultivadas bajo el control de la misma unidad productiva, lo que permite disminuir costos y riesgos diversificando territorios y compartiendo equipo, tecnología y know how. Es esto lo que sucede en el campo argentino y no argentino, como bien muestra el fracaso de procesos políticamente correctos como la revolución agraria boliviana, que al hundir a Bolivia en el minifundismo trajo aún más miseria de la que intentaba desterrar.
En todo caso, sí son necesarias políticas diferenciales que permitan la subsistencia de las Pymes agrarias frente a la competencia de los grandes pooles; pero esto no se consigue destruyendo a los grandes sino ayudando a los pequeños y medianos a desarrollarse, especialmente: corrigiendo asimetrías de escala con la colaboración de las organizaciones rurales y las agencias del estado, y promoviendo actividades de alto conocimiento agregado y aportes a la cadena de valor como la cría de ganado y la lechería. He aquí una vía para una intervención inteligente del estado que sepa aprovechar los mecanismos del mercado en lugar de remar infructuosamente contra ellos en nombre de un progresismo anacrónico entendido como anticapitalismo; un pseudoprogresismo que está acabando en el país con la lechería y la ganadería a través de la aplicación de precios máximos y restricciones a las exportaciones mientras se queja al mismo tiempo de la concentración inevitablemente consecuente con políticas de este tipo. Se trata de un progresismo sin progreso que hoy pretende acabar con la sojización destruyendo la rentabilidad de la soja como ayer hizo con la de la carne y la leche, en un círculo vicioso derivado de la idea zombie de suma-cero según la cual destruir a un sector es ayudar a los demás a desarrollarse.
Ahora bien: consideremos ahora el argumento moralista contra los grandes productores. Supongamos que un productor chico, propietario de pocos campos, trabaja mucho y bien, es eficiente, y obtiene buenas cosechas. Pongamos además que el hombre es un patriota que invierte en este ríspido país en lugar de comprar divisas extranjeras, apostar en la Bolsa o comprar casa en Punta del Este. Es de esperar que después de algunos años o décadas de desarrollarse gracias a su idoneidad y esfuerzo haya pasado de ser un productor chico a ser un productor mediano, primero, y grande, después. Ahora bien: ¿en qué momento nuestro bravo argentino se ha transformado en un traidor a la Patria? ¿Qué debería hacer con el dinero obtenido de sus cosechas, invertirlo en lo que mejor sabe hacer o poner –digamos- hoteles en tierras fiscales de Calafate y máquinas tragamonedas en el Hipódromo de Palermo?
Finalmente: ¿quiere esto decir que el estado debe abandonar toda intervención en el tema de las dimensiones de las unidades agropecuarias? No, y por buenas razones, primera de las cuales es la importancia de los pequeños productores en términos de ocupación del territorio, generación de puestos de trabajo, sustentabilidad paisajística y desarrollo familiar y social. Son excelentes motivos por los cuales los agricultores son apoyados con créditos en todas partes del mundo (Brasil acaba de destinarles 48.000 millones de dólares a tasas preferenciales), en tanto se los diezma en Argentina. Por otra parte, el impacto degradante que tendría una nueva ola migratoria del campo a la ciudad sobre los ya saturados suburbios de las grandes metrópolis argentinas (los casos de Buenos Aires y Rosario son los más preocupantes) aconsejan una intervención del estado a favor de las pequeñas unidades agrarias, especialmente las de tipo familiar. Al mismo tiempo, esa intervención no debería basarse principalmente en subsidios sino en proveer a las Pymes de crédito en pesos a tasa fija y razonable, previsibilidad macroecnómica, seguridad y modernización jurídica, apoyo tecnológico e infraestructura decente (trenes de carga y no trenes bala, por ejemplo) que les permitan compensar las ventajas competitivas que otros obtienen por economía de escala, y en brindar a las familias del interior niveles de infraestructura sanitaria, hospitalaria y educativa de alta calidad, dejando en manos de los intendentes y gobernadores elegidos por ellos mismos la mayor parte de los recursos destinados a financiarlos, en lugar de girarlos a la gran caja unitaria central.
Una política de sustentabilidad preferencial hacia los pequeños y medianos productores debe ponerlos a salvo de lo que ellos mismos llaman “corrupcidios” (subsidios + corrupción), es decir: del clientelismo de clase media que es parte intrínseca del proyecto agropecuario kirchnerista, lo que permitiría a todos seguir siendo ciudadanos y no clientes ni súbditos, para vivir con dignidad. Al mismo tiempo, no es recomendable ni justo que un régimen de apoyo preferencial los ponga completa y eternamente a salvo de las exigencias de productividad y competitividad intrínsecas a toda economía capitalista, o que el mismo carezca de un límite presupuestario en un país en el cual siguen faltando insumos en los hospitales y gas en las escuelas. En suma, que el truco de la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas, que tantas veces el sector industrial argentino usufructuó a expensas del campo, no debe ser confundido con una política agropecuaria moderna y progresista ni siquiera para el caso de los pequeños productores rurales; productores que, como todos, deben hacerse cargo de los riesgos propios de su actividad, cosa que estaban haciendo con notable eficiencia hasta que el Gobierno se propuso incorporarlos a su modelo de clientelismo extendido a la clase media rural.
FINANZAS vs PRODUCCIÓN
La segunda zoncera que se ha escuchado en estos días por todas partes es la demonización de los pooles de siembra, acusados por tirios y troyanos de ser la encarnación de la patria financiera en el ámbito rural. Ahora bien, supongamos que un matrimonio argentino cualesquiera ganase –según su declaración jurada- un millón y medio de pesos en un solo año actividades especulativas finacieras, digamos: plazos fijos y un fideicomiso inmobiliario. ¿Cuánto ha pagado de impuestos por estas ganancias ciertamente extraordinarias en la Argentina K? Nada. Supongamos ahora que deciden invertirlos en uno de los sectores productivos de gran escala más avanzados del país: el agropecuario. Para hacerlo se asocian con otros inversores, contratan una consultora técnica y arriendan campos en los cuales sembrar –digamos- soja. He aquí que se ha formado un demoníaco pool de siembra. ¿Cuánto pagan de impuestos? La respuesta es: 48% de impuestos a la producción (retenciones) más ganancias, ingresos brutos y todos los demás, con una carga fiscal cercana al 70% de las ganancias. No es todo. El matrimonio presidencial, en un curioso acto de doble personalidad, lo acusaría de ser la patria financiera en el campo.
¿Tiene algún sentido que se acuse a los pooles de ser la patria financiera en el campo cuando en realidad son la forma que los inversores de riesgo genuinos han encontrado para ganar dinero y la manera en que muchos productores, incluidos los pequeños y medianos, logran financiarse ante la falta de un sistema de crédito bancario razonable, ya sea a nivel privado o estatal? ¿No se soluciona el problema fiscal de los pooles de siembra tasando a los fideicomisos que forman parte de su estructura financiera, medida que debería aplicarse no sólo en el ámbito agropecuario sino extenderse a todas las rentas financieras del país? ¿Cómo es posible que quienes han invertido en el internacionalmente competitivo campo argentino paguen impuestos confiscatorios, los más altos del mundo para el sector rural, y sean acusados de avaros y angurrientos, en tanto quienes invierten en cualquiera de las mil formas de la timba financiera argentina pagan cero impuestos por sus ganancias y mientras sectores obsoletos subsisten gracias a subsidios financiados con los impuestos que paga el campo, en tanto son izados por el Gobierno a la heroica categoría de “burguesía nacional”?
Finalmente: en estos últimos años: ¿no ha sido el sector agropecuario, pequeño, mediano y grande, la mejor expresión de la “burguesía nacional”, es decir, de un grupo de capitalistas locales interesados en ganar dinero en la producción, y no en las finanzas, y de reinvirtir sus ganancias en el país y no en el exterior, lo que ha provocado con su auge un resurgimiento notable del empobrecido interior nacional? He aquí la realidad que el delirio industrialista-nacionalista le impide ver al gobierno de Cristina Kirchner.
La demonización de los pooles de siembra no es más que una forma del anticapitalismo idealtípico del stalinismo-débil. Más paradójico aún es que sea impulsada por el matrimonio Kirchner, la empresa con la rentabilidad extraordinaria más alta del país, que ha aumentado de los $6.732.016 de patrimonio declarados en 2003 a los $17.824.941 declarados en 2007. Esto significa más de once millones de incremento obtenidos al mismo tiempo que se ocupaban de administrar la Argentina, con una triplicación del patrimonio que bien desearían los productores rurales. ¿Habrán pagado los Kirchner por estas ganancias los mismos impuestos que hoy le exigen a los piquetes de la abundancia? ¿Y cuánto habrán abonado de impuestos en 2002, el año de mayor incremento del patrimonio K, obtenido por el expediente de sacar 1.815.274 pesos del país en 2001, es decir: antes del corralito y la devaluación, y depositarlos en una cuenta en dólares del Deutsche Bank? Finalmente, ¿cuánto han pagado bajo la legislación fiscal de su propio gobierno por los 5.781.195 pesos en que han incrementado su patrimonio durante el año 2007, con un aumento de 46% sobre el declarado un año antes? Desde luego, nadie niega a los Kirchner su derecho a hacer con su dinero lo que crean conveniente, que eso y no otra cosa es el capitalismo, pero harían bien en dejar de dar al campo irritantes lecciones de austeridad y generosidad.
8 comentarios:
Estimado Fernando:
Ya en otros comentarios he expresado la desmesura de mi juicio hacia su persona, permítame nuevamente reiterarle mi admiración casi fascinación. No solo por la contundencia y lucidez de sus artículos como el último publicado en la revista Noticias, sobre la dicotomía senil campo-industria; sino también por su falta de inhibición, decisión y análisis crítico que despliega en sus libros.
En especial en el ultimo, despliega una audacia de relevancia al analizar profundamente a través de una figura como la del ex presidente, lo que es la practica, uso y abuso del poder.
Su exposición es de carácter amplio ya que no solo realiza un análisis del sujeto político sino que profundiza en el peronismo del cual forma parte y del trasfondo social reinante.
Saludos
Yo no puedo evitar pensar que si la Coalición Cívica llegar al gobierno el peronismo les haría la vida imposible.
¿Cómo se soluciona este dilema de gobernantes corruptos pero que garantizan la gobernabilidad versus otros gobiernos?
Gracias Maby, pero no exageres ;o)
Withdmore: cuál gobernabilidad del peronismo? La de estos últimos 120 días? La del '55? La del '75? Parece un poco más complejo, no?
Estimado fernando disculpe la desmesura gracias
Ciertamente, la dicotomía que plantea el gobierno respecto de la industrializacion vs el campo responde a una idea arraigada en el sector anticapitalista argentino. Idea por la cual, hacer dinero de un modo productivo y legal como es la explotación agropecuaria, resulta criticable por antiético, amoral o falta de solidaridad.
La falta de visión respecto de la división de actividades productivas globales insumen a nuestros gobernantes en errores cíclicos que nos devuelve siempre al punto de partida.
Por alguna razón, con la venda en los ojos que los caracteriza, no pueden ver el mal que le causó a Bolivia o a Chiapas, México, la tan mentanda reforma agraria, que sumió a sus habitantes en la miseria, miseria que esta reforma pretendía remediar.
Sería interesante debatir respecto de las funciones específicas del Estado y cómo articula nuestro gobierno estas funciones que le son inherentes y que no cumple. Y también qué funciones debería asumir como actor principal dentro de la planificación estratégica del país.
Check this out:
http://strangemaps.wordpress.com/2008/08/03/303-world-government-plan-aliens-to-police-usa/
S2
Excelente articulo, Iglesias, me alegra haber descubierto su blog y me consuelta pensar que hay al menos un representante como usted en el Parlamento argentino.
Para quienes tienen la desdicha de vivir respirando y leyendo la nube falacias autodestructivas que mantienen a los votantes en un Jurassic Park stalinista, su cuestionamiento de las idioteces e incoherencias del pensamiento oficial es un refrescante desvío del tren bala que corre de 1973 a 1955 en el que parecen estar prisioneros los votantes argentinos.
He leido con provecho su libro "Kirchner y yo", que creo es otro aporte serio y fundado a una discusion para quienes no están ni ciegos ni sordos -hoy una lamentable minoría-.
Con otros amigos en el exterior, hacemos también fuerza desde www.discepolin.com, que le invito a visitar.
Excelentes comentarios, Iglesias, me alegra que Discepolin me haya avisado de su blog.
Creo que otro mal evidente es que la Argentina no ha aprendido nada de la crisis de 2001. El "3 x 1" es un patético ejemplo de convertibilidad retrógrada, delirantemente fundamentada en permisas marxistas sin otro proposito que una nueva sesión de "robo para la Corona" (en este caso, una verdadera Casa Real)
Lo peor, a mi ver, es que los votantes -al menos el 48% que voto por Cristina y alguno de los que habla de "gobernabilidad peronista" en este foro- y la oposicion -salvo honrosas excepciones entre las que lo cuento- parecen haber comprado las falacias economicas de los setentas, siguiendo razonamientos tan obtusos como los que emitian las diferentes sucursales del PC en aquella epoca.
Leer diarios argentinos desde fuera del pais es sorprenderse con el grado de hipnosis delusional en el esta sumergida la poblacion y el nivel de propaganda "bolivariana" que inunda la prensa.
Por suerte -o quiza como logica respuesta de los resistentes al shampoo cortical- estan los blogs.
Lo felicito y le reitero la invitacion de Discepolin al www.discepolin.com, donde tambien hacemos fuerza por la descontaminacion intelectual.
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