El siguiente artículo fue publicado en la edición del 1º de Mayo de la Revista Noticias. Clases Magistrales, materia Globalización.
Países progresistas y países reaccionarios en la sociedad del conocimiento y la información
Entre las muchas antinomias que llenan con sus consignas vacías el campo de las polémicas nacionales argentinas (campo o industria, distribución o crecimiento, setentas o noventas, neoliberalismo o neopopulismo, relaciones carnales o aislamiento, república o justicia social), la de “país industrial o país de servicios” merece especial consideración.
Quienes sostienen que un país moderno debe ser un país industrial en tanto se dedican a hacer fortunas con la especulación inmobiliaria, los hoteles cinco estrellas, las máquinas tragamonedas y las consultoras financieras, basan sus creencias en una distinción entre la economía “real”, productora de objetos, y la economía “irreal”, productora de servicios. Y bien, basta ver el estado de la salud y la educación en el país, dos sectores que no producen objetos sino servicios, para reconocer la coherencia de quienes no han hecho nada para su reconstrucción. Y basta ver que casi la mitad de la mano de obra nacional trabaja en negro, que la principal fuente de ingresos fiscales sigue siendo un IVA del 21% que rige también sobre la canasta de alimentos, y comprobar que los salarios de muchos no alcanzan para cubrir los 1.500 pesos que hoy cuesta la canasta básica real, para comprobar que la recuperación basada en la licuación devaluatoria del salario y en el trabajo repetitivo de baja calidad ha agotado su ciclo ascendente y prepara su veloz declinación.
INDUSTRIA Y SERVICIOS EN LA SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO Y LA INFORMACIÓN
Sería fácil limitarme a argumentar que la participación de la industria en el PBI nacional es mayor en la atrasada Argentina que en los países avanzados de Europa y Norteamérica, o señalar que la reducción de esta participación industrial en los Noventa ha sido mayor aquí que allá. Pero lo cierto es que una economía como la actual, basada en la diversidad, la comunicación, la innovación y la subjetividad agregadas al producto derriba no sólo los límites espaciales y las barreras territoriales sino la antigua división estanca entre productos y servicios.
Nos guste o no, vivimos en un mundo de fronteras cambiantes. Comparemos, por ejemplo, una compañía de alquiler de automotores con una terminal automotriz. Según la teoría industrialista, la primera ofrece un servicio (y es parasitaria o, por lo menos, secundaria a la primera) y la segunda crea (fabrica) un producto (y es real y prioritaria para el interés nacional). Ahora bien: ¿cuál es la diferencia entre ambas? Según el industrialismo, quienes ofrecen un alquiler ponen en el mercado un objeto ya existente y lucran sin agregar casi nada al valor que se desprende -casi naturalmente- de la creación operada por la industria que lo fabricó. Sostienen, en esencia, que la industria crea un objeto real y la compañía de alquiler lo ofrece por un tiempo o un kilometraje dados, sin agregar valor “real”. Ahora, intentemos dar vuelta la cuestión: supongamos que la fábrica de automóviles no vendiese sus autos sino que los “alquilase” por un tiempo de –digamos- cincuenta años y nos los hiciera pagar en 70 o 100 cuotas. ¿Cambiaría en algo esta nueva forma de contrato la realidad-real y no la que habita en la cabeza de los industrialistas? ¿Se tornaría la gran fábrica en una vulgar proveedora de servicios?
Enunciémoslo de otra forma: ya que el proceso de creación de riqueza se interrumpe en el momento mágico de la creación del objeto industrial, ¿por qué obscuros motivos las fábricas de automóviles no venden directamente sus productos a los consumidores, “regalándoles” en cambio a sus concesionarios independientes una jugosa comisión? Digo más: ¿qué nos vende una gran fábrica de automóviles sino un servicio de –digamos- cien mil kilómetros de transporte de alta calidad, otros cien mil de calidad buena pero declinante y otros cien mil de calidad deficitaria? Si aceptaran que pagáramos por mes en forma declinante mientras usamos el auto, ¿cambiaría en algo la realidad? ¿Y no es esto, más o menos, lo que hacen las nuevas formas de venta, como el leasing, que combinan imaginativamente alquiler y propiedad, borrando los últimos vestigios de separación entre industria y servicios que el industrialismo decimonónico se empeña en sostener y consagrar?
La conclusión es simple: por debajo del ropaje del materialismo vulgar del industrialismo decimonónico disfrazado de progresismo la economía de intangibles ha venido a revelar que todo producto material es en realidad un servicio inmaterial, ya que aún en el caso del industrialismo más primitivo las fábricas no venden un objeto sino el derecho revendible a su usufructo provisorio disfrazado de propiedad material e inmortal. En efecto, la propiedad privada no es –como bien vio Marx- más que un acuerdo social (y por lo tanto, un ente inmaterial) sobre la disponibilidad y uso de unos bienes escasos. La idea fetichista de que “poseemos” un objeto le resultaría extraña a ese mismo objeto si pudiera pensar, ya que está constituída por la renuncia socialmente organizada de otros hombres a la disputa por su control. Quienes lo duden pueden darse una vuelta en BMW -digamos- por los suburbios de la ciudad de Buenos Aires, en los que campean el país productivo y la redistribución de la riqueza social. Tan falso es, pues, sostener que un país moderno es un país exclusivamente de servicios, como algunos hicieron en la década del Noventa, como decir ahora que el futuro de la Argentina está en su fracasado pasado industrial.
Quienes sostienen que un país moderno debe ser un país industrial en tanto se dedican a hacer fortunas con la especulación inmobiliaria, los hoteles cinco estrellas, las máquinas tragamonedas y las consultoras financieras, basan sus creencias en una distinción entre la economía “real”, productora de objetos, y la economía “irreal”, productora de servicios. Y bien, basta ver el estado de la salud y la educación en el país, dos sectores que no producen objetos sino servicios, para reconocer la coherencia de quienes no han hecho nada para su reconstrucción. Y basta ver que casi la mitad de la mano de obra nacional trabaja en negro, que la principal fuente de ingresos fiscales sigue siendo un IVA del 21% que rige también sobre la canasta de alimentos, y comprobar que los salarios de muchos no alcanzan para cubrir los 1.500 pesos que hoy cuesta la canasta básica real, para comprobar que la recuperación basada en la licuación devaluatoria del salario y en el trabajo repetitivo de baja calidad ha agotado su ciclo ascendente y prepara su veloz declinación.
INDUSTRIA Y SERVICIOS EN LA SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO Y LA INFORMACIÓN
Sería fácil limitarme a argumentar que la participación de la industria en el PBI nacional es mayor en la atrasada Argentina que en los países avanzados de Europa y Norteamérica, o señalar que la reducción de esta participación industrial en los Noventa ha sido mayor aquí que allá. Pero lo cierto es que una economía como la actual, basada en la diversidad, la comunicación, la innovación y la subjetividad agregadas al producto derriba no sólo los límites espaciales y las barreras territoriales sino la antigua división estanca entre productos y servicios.
Nos guste o no, vivimos en un mundo de fronteras cambiantes. Comparemos, por ejemplo, una compañía de alquiler de automotores con una terminal automotriz. Según la teoría industrialista, la primera ofrece un servicio (y es parasitaria o, por lo menos, secundaria a la primera) y la segunda crea (fabrica) un producto (y es real y prioritaria para el interés nacional). Ahora bien: ¿cuál es la diferencia entre ambas? Según el industrialismo, quienes ofrecen un alquiler ponen en el mercado un objeto ya existente y lucran sin agregar casi nada al valor que se desprende -casi naturalmente- de la creación operada por la industria que lo fabricó. Sostienen, en esencia, que la industria crea un objeto real y la compañía de alquiler lo ofrece por un tiempo o un kilometraje dados, sin agregar valor “real”. Ahora, intentemos dar vuelta la cuestión: supongamos que la fábrica de automóviles no vendiese sus autos sino que los “alquilase” por un tiempo de –digamos- cincuenta años y nos los hiciera pagar en 70 o 100 cuotas. ¿Cambiaría en algo esta nueva forma de contrato la realidad-real y no la que habita en la cabeza de los industrialistas? ¿Se tornaría la gran fábrica en una vulgar proveedora de servicios?
Enunciémoslo de otra forma: ya que el proceso de creación de riqueza se interrumpe en el momento mágico de la creación del objeto industrial, ¿por qué obscuros motivos las fábricas de automóviles no venden directamente sus productos a los consumidores, “regalándoles” en cambio a sus concesionarios independientes una jugosa comisión? Digo más: ¿qué nos vende una gran fábrica de automóviles sino un servicio de –digamos- cien mil kilómetros de transporte de alta calidad, otros cien mil de calidad buena pero declinante y otros cien mil de calidad deficitaria? Si aceptaran que pagáramos por mes en forma declinante mientras usamos el auto, ¿cambiaría en algo la realidad? ¿Y no es esto, más o menos, lo que hacen las nuevas formas de venta, como el leasing, que combinan imaginativamente alquiler y propiedad, borrando los últimos vestigios de separación entre industria y servicios que el industrialismo decimonónico se empeña en sostener y consagrar?
La conclusión es simple: por debajo del ropaje del materialismo vulgar del industrialismo decimonónico disfrazado de progresismo la economía de intangibles ha venido a revelar que todo producto material es en realidad un servicio inmaterial, ya que aún en el caso del industrialismo más primitivo las fábricas no venden un objeto sino el derecho revendible a su usufructo provisorio disfrazado de propiedad material e inmortal. En efecto, la propiedad privada no es –como bien vio Marx- más que un acuerdo social (y por lo tanto, un ente inmaterial) sobre la disponibilidad y uso de unos bienes escasos. La idea fetichista de que “poseemos” un objeto le resultaría extraña a ese mismo objeto si pudiera pensar, ya que está constituída por la renuncia socialmente organizada de otros hombres a la disputa por su control. Quienes lo duden pueden darse una vuelta en BMW -digamos- por los suburbios de la ciudad de Buenos Aires, en los que campean el país productivo y la redistribución de la riqueza social. Tan falso es, pues, sostener que un país moderno es un país exclusivamente de servicios, como algunos hicieron en la década del Noventa, como decir ahora que el futuro de la Argentina está en su fracasado pasado industrial.
DE PARÁSITOS Y CREADORES
Veamos ahora una primera objeción posible: la compañía de alquiler no puede existir sin la fábrica de autos, y ésta puede sobrevivir perfectamente sin aquélla. Objeción poderosa pero muy similar a la de los fisiócratas, que señalaban que la industria sólo podía existir gracias al campo, sin cuyos alimentos se tornaba imposible la supervivencia de la clase obrera industrial. La ilusión que acomuna a ambos fisocratismos, el agrarista del siglo XVIII y el industrialista de los siglos XX y XXI, es que intenta definir el valor de un sector en una economía moderna basada en cadenas de valor por su posición de antecedente o subsecuente en la cadena de necesidad, cuando en la realidad sucede exactamente lo contrario. Así como los primeros avances de la Revolución Industrial permitieron una primitiva industrialización del campo y crearon un excedente de alimentos que permitió dedicar energías productivas a la producción de objetos que casi no existían en la sociedad agraria (como los automóviles o las radios y televisores) y a la satisfacción de nuevas, secundarias y más sofisticadas necesidades humanas, así los avances recientes de la revolución global de la informática y las comunicaciones permitieron la informatización de la industria y crearon un excedente de productos tangibles que permitió dedicar energías a la producción de objetos y servicios que casi no existían en la sociedad industrial (como las computadoras o los servicios de Internet) y a la satisfacción de otras nuevas, secundarias y más sofisticadas necesidades. Y así como la irrupción del industrialismo disminuyó el valor -y consecuentemente, el precio- de los productos agrarios (ver Prebisch y la teoría de los intercambios desiguales y decrecientes) y destacó a la cúspide del poder internacional a las naciones industrializadas, así la irrupción de una economía global basada en la información y el conocimiento disminuyó el valor -y consecuentemente, el precio- de los productos industriales y destacó a la cúspide del poder internacional a las naciones que producían información y conocimiento; motivo por el cual el PBI per capita de Estados Unidos y Europa seguirá siendo por mucho tiempo más alto que el de China, para no hablar de la Argentina industrial y nac&pop.
Una economía economía global basada en flujos no sólo tiende a achicar el espacio y desvanecer las barreras geográficas sino también el mismo límite entre productos agrícolas (o primarios), industriales (o secundarios) y servicios (terciarios), creando además una economía cuaternaria basada en el conocimiento y la información cuyos productos y servicios no están destinados a manejar objetos sino otras informaciones y conocimientos (como es el caso de los programas de software y la misma Internet). Esto hace que lo decisivo no sea ya la forma primaria, secundaria o terciaria del producto final sino el contenido en términos de conocimiento, información, diversidad, comunicación, innovación y subjetividad que haya podido agregarle la cadena de producción.
En segundo lugar, así como el alquiler de autos no puede existir sin la fabricación de autos ya que los autos son un insumo esencial para las companías que los alquilan, así también la información y el conocimiento son un insumo esencial para las fábricas de automóviles, que no pueden existir sin los inmateriales conocimientos de ingeniería y mecánica y electrónica y marketing y diseño y organización global de flujos que supone la producción avanzada, y cuanto más avanzada más dependiente de ellos y –por lo tanto- más inmaterial. Dicho de otra manera: así como los materiales automóviles son parte esencial de la cadena de valor de una compañía que los alquila, así los factores intelectuales e inmateriales son parte esencial e irremplazable de la producción de esos mismos automóviles. Lo cual explica muy bien que Alemania y Argentina sean tan diferentemente ricas, prósperas y –last but not least- socialmente justas, cuando la participación de la industria en sus PBI nacionales es aproximadamente igual.
En tercer lugar, la tendencia a la baja de los productos agrícolas frente a los industriales y de éstos frente a los servicios intangibles y la producción intelectual (momentáneamente interrumpida por la irrupción de los pobres de China e India en los mercados de alimentos mundiales, pero que retomará su tendencia intrínseca apenas ésta sea completada) demuestra que en una economía de postescasez lo esencial en la formación del valor de un producto no es su precedencia en la cadena de necesidad –en cuyo caso el oxígeno valdría más que el platino, lo que sólo sucederá si sigue disminuyendo su oferta y disponibilidad- sino exactamente lo contrario: su escasez, es decir, el nivel de demanda agregada, entendida como demanda geográfica e históricamente situada que supera la capacidad de oferta, la que fija el valor. Por eso le erró Marx con su teoría del valor derivada de un universo primitivamente industrial y de escasez y concentrada –por lo tanto- en el proceso de producción y en el trabajo manual acumulado. Y por eso acertó Keynes, que en el incipiente contexto de postescasez postindustrial en que vivió se concentró en factores como la demanda efectiva, las expectativas crecientes o decrecientes sobre el futuro y –como buen especulador financiero que era- observaba con enorme atención la arquitectura intangible creadora de valor de lo que sus admiradores industrialistas llamarían con desprecio “la economía irreal”.
Por eso las terminales automotrices resignan buena parte de sus potenciales ganancias, terciarizando y pagando saladamente a agencias de marketing, diseño y publicidad, ya que el valor intrínseco de un automóvil (y no ya su “realización”, como creía Marx) depende no sólo de su producción sino, fundamentalemnte, de su demanda, y no de su demanda en general y abstracto, sino de su demanda concreta en el tiempo y el lugar en el que el auto se encuentre. De allí la tercerización y el pago, de otra manera inexplicable, a compañías de alquiler y concesionarias.
¿FINANZAS GLOBALES O INTER-NACIONALES?
Una ulterior objeción a esta tesis es que la crisis global demuestra que al menos las finanzas son intrínsecamente improductivas y parasitarias, y que por lo tanto es necesario volver a los viejos buenos tiempos nacional-industriales. Resulta extraño escuchar esta catarata de banalidades que propone volver al pasado como solución de los problemas del futuro en gente que se dice progresista. Lo que sucede es exactamente lo contrario. Veamos.
En primer lugar, las finanzas cumplen un rol fundamental en la economía moderna, inherentemente especulativa por estar orientada al futuro y a los vaivenes de una demanda efectiva devenida mundial. El verdadero problema es que ese rol, la atribución racional de recursos a los diferentes sectores productivos según las expectativas de la demanda agregada futura definidas por Keynes, ha sido suplantado por el de la especulación inter-nacional sobre los flujos de capitales. La actual debacle financiera no es simplemente fruto de la mundialización de la economía y las finanzas sino de su globalización sin correlativa globalización de la política. De allí nacen las imposibilidades de regular un mercado financiero global mediante instrumentos de control básicamente nacionales; de allí surge la impotencia de las instituciones inter-nacionales (y no globales) en monitorear y anticipar la crisis y disminuir sus peores efectos; y de allí arranca, sobre todo, la trasnformación del sistema financiero en un gran cámara de arbitraje global de los mercados nacionales, es decir: la especulación constante de los agentes financieros globales sobre un flujo financiero global pero determinado por las monedas nacionales y las regulaciones nacionales y regionales de tasas, impuestos, balances, estándares laborales y ecológicos, y políticas monetarias y fiscales nacionales.
Por supuesto, de un mundo definitivamente interconectado por una red digital de informaciones y decisiones financieras ya no se sale para atrás, marchando hacia el mítico universo de las Modernidades Nacionales, sino que para el futuro global que incumbe y para resolver las crisis creadas por este presente asimétricamente globalizado es necesaria una reforma globalizante y democratizante de las instituciones internacionales. Un plan progresivo y racional debería comenzar por rescatar el programa original de Keynes, de 1944, y por la propuesta china de abandonar el dólar como moneda mundial y pasar a una que lo sea de veras; debería seguir con un nuevo Bretton Woods ya no internacional sino global, continuar con la reforma del FMI, la OMC y el Banco Mundial, y finalizar en el mediano plazo con una reforma de la ONU que la dote de una cámara parlamentaria basada en el voto de todos los ciudadanos del mundo. Un Parlamento Mundial, en suma, que trate democráticamente los principales problemas de la humanidad: la crisis económica, el recalentamiento global, la proliferación nuclear y la transformación del presente orden elitista e inter-nacional en uno democrático y global.
En segundo lugar, las ideas de quienes creen que las finanzas y la economía real son cosas diferentes y que las fronteras de la democracia han de detenrse definitivamente en la escala nacional e inter-nacional han jugado un rol decisivo en la manifiesta impotencia de los estados nacionales y de las instituciones inter-nacionales para evitar -o al menos disminuir- los efectos adversos de la crisis. Resulta curioso que personas que cuando se les rompe la heladera realizan complicados cáculos para decidir si les conviene repararla o cambiarla, y en qué casa de artículos para el hogar, al contado o en cuotas, y con qué tarjeta, de débito o de crédito, y qué marca, que modelo, qué color, supongan que el carácter cada vez más especulativo y complejo de las finanzas mundiales no proviene de la índole misma de la sociedad moderna sino de la codicia y la maldad, siempre ajenas. Dado que la economía inmaterial tenderá a aumentar su importancia frente a las producciones materiales, que la complejidad de toda forma de actividad moderna será inevitablemente creciente, que el espacio tenderá achicarse por el desarrollo y la aplicación de sistemas técnicos y que las barreras territoriales serán cada vez más escasas y porosas, a menos de consecuencias catastróficas derivadas de la inscomprensión de estos procesos estamos obligados a convivir con instrumentos financieros más complejos, globales, abstractos e inmateriales cada día. Mejor sería que quienes creemos que las regulaciones políticas de la economía son indispensables para la redistribución de los beneficios del avance tecnológico y para la misma salud de la economía moderna fuéramos tomando nota en lugar de seguir dando conferencias sobre la economía real y la irreal.
Veamos ahora una primera objeción posible: la compañía de alquiler no puede existir sin la fábrica de autos, y ésta puede sobrevivir perfectamente sin aquélla. Objeción poderosa pero muy similar a la de los fisiócratas, que señalaban que la industria sólo podía existir gracias al campo, sin cuyos alimentos se tornaba imposible la supervivencia de la clase obrera industrial. La ilusión que acomuna a ambos fisocratismos, el agrarista del siglo XVIII y el industrialista de los siglos XX y XXI, es que intenta definir el valor de un sector en una economía moderna basada en cadenas de valor por su posición de antecedente o subsecuente en la cadena de necesidad, cuando en la realidad sucede exactamente lo contrario. Así como los primeros avances de la Revolución Industrial permitieron una primitiva industrialización del campo y crearon un excedente de alimentos que permitió dedicar energías productivas a la producción de objetos que casi no existían en la sociedad agraria (como los automóviles o las radios y televisores) y a la satisfacción de nuevas, secundarias y más sofisticadas necesidades humanas, así los avances recientes de la revolución global de la informática y las comunicaciones permitieron la informatización de la industria y crearon un excedente de productos tangibles que permitió dedicar energías a la producción de objetos y servicios que casi no existían en la sociedad industrial (como las computadoras o los servicios de Internet) y a la satisfacción de otras nuevas, secundarias y más sofisticadas necesidades. Y así como la irrupción del industrialismo disminuyó el valor -y consecuentemente, el precio- de los productos agrarios (ver Prebisch y la teoría de los intercambios desiguales y decrecientes) y destacó a la cúspide del poder internacional a las naciones industrializadas, así la irrupción de una economía global basada en la información y el conocimiento disminuyó el valor -y consecuentemente, el precio- de los productos industriales y destacó a la cúspide del poder internacional a las naciones que producían información y conocimiento; motivo por el cual el PBI per capita de Estados Unidos y Europa seguirá siendo por mucho tiempo más alto que el de China, para no hablar de la Argentina industrial y nac&pop.
Una economía economía global basada en flujos no sólo tiende a achicar el espacio y desvanecer las barreras geográficas sino también el mismo límite entre productos agrícolas (o primarios), industriales (o secundarios) y servicios (terciarios), creando además una economía cuaternaria basada en el conocimiento y la información cuyos productos y servicios no están destinados a manejar objetos sino otras informaciones y conocimientos (como es el caso de los programas de software y la misma Internet). Esto hace que lo decisivo no sea ya la forma primaria, secundaria o terciaria del producto final sino el contenido en términos de conocimiento, información, diversidad, comunicación, innovación y subjetividad que haya podido agregarle la cadena de producción.
En segundo lugar, así como el alquiler de autos no puede existir sin la fabricación de autos ya que los autos son un insumo esencial para las companías que los alquilan, así también la información y el conocimiento son un insumo esencial para las fábricas de automóviles, que no pueden existir sin los inmateriales conocimientos de ingeniería y mecánica y electrónica y marketing y diseño y organización global de flujos que supone la producción avanzada, y cuanto más avanzada más dependiente de ellos y –por lo tanto- más inmaterial. Dicho de otra manera: así como los materiales automóviles son parte esencial de la cadena de valor de una compañía que los alquila, así los factores intelectuales e inmateriales son parte esencial e irremplazable de la producción de esos mismos automóviles. Lo cual explica muy bien que Alemania y Argentina sean tan diferentemente ricas, prósperas y –last but not least- socialmente justas, cuando la participación de la industria en sus PBI nacionales es aproximadamente igual.
En tercer lugar, la tendencia a la baja de los productos agrícolas frente a los industriales y de éstos frente a los servicios intangibles y la producción intelectual (momentáneamente interrumpida por la irrupción de los pobres de China e India en los mercados de alimentos mundiales, pero que retomará su tendencia intrínseca apenas ésta sea completada) demuestra que en una economía de postescasez lo esencial en la formación del valor de un producto no es su precedencia en la cadena de necesidad –en cuyo caso el oxígeno valdría más que el platino, lo que sólo sucederá si sigue disminuyendo su oferta y disponibilidad- sino exactamente lo contrario: su escasez, es decir, el nivel de demanda agregada, entendida como demanda geográfica e históricamente situada que supera la capacidad de oferta, la que fija el valor. Por eso le erró Marx con su teoría del valor derivada de un universo primitivamente industrial y de escasez y concentrada –por lo tanto- en el proceso de producción y en el trabajo manual acumulado. Y por eso acertó Keynes, que en el incipiente contexto de postescasez postindustrial en que vivió se concentró en factores como la demanda efectiva, las expectativas crecientes o decrecientes sobre el futuro y –como buen especulador financiero que era- observaba con enorme atención la arquitectura intangible creadora de valor de lo que sus admiradores industrialistas llamarían con desprecio “la economía irreal”.
Por eso las terminales automotrices resignan buena parte de sus potenciales ganancias, terciarizando y pagando saladamente a agencias de marketing, diseño y publicidad, ya que el valor intrínseco de un automóvil (y no ya su “realización”, como creía Marx) depende no sólo de su producción sino, fundamentalemnte, de su demanda, y no de su demanda en general y abstracto, sino de su demanda concreta en el tiempo y el lugar en el que el auto se encuentre. De allí la tercerización y el pago, de otra manera inexplicable, a compañías de alquiler y concesionarias.
¿FINANZAS GLOBALES O INTER-NACIONALES?
Una ulterior objeción a esta tesis es que la crisis global demuestra que al menos las finanzas son intrínsecamente improductivas y parasitarias, y que por lo tanto es necesario volver a los viejos buenos tiempos nacional-industriales. Resulta extraño escuchar esta catarata de banalidades que propone volver al pasado como solución de los problemas del futuro en gente que se dice progresista. Lo que sucede es exactamente lo contrario. Veamos.
En primer lugar, las finanzas cumplen un rol fundamental en la economía moderna, inherentemente especulativa por estar orientada al futuro y a los vaivenes de una demanda efectiva devenida mundial. El verdadero problema es que ese rol, la atribución racional de recursos a los diferentes sectores productivos según las expectativas de la demanda agregada futura definidas por Keynes, ha sido suplantado por el de la especulación inter-nacional sobre los flujos de capitales. La actual debacle financiera no es simplemente fruto de la mundialización de la economía y las finanzas sino de su globalización sin correlativa globalización de la política. De allí nacen las imposibilidades de regular un mercado financiero global mediante instrumentos de control básicamente nacionales; de allí surge la impotencia de las instituciones inter-nacionales (y no globales) en monitorear y anticipar la crisis y disminuir sus peores efectos; y de allí arranca, sobre todo, la trasnformación del sistema financiero en un gran cámara de arbitraje global de los mercados nacionales, es decir: la especulación constante de los agentes financieros globales sobre un flujo financiero global pero determinado por las monedas nacionales y las regulaciones nacionales y regionales de tasas, impuestos, balances, estándares laborales y ecológicos, y políticas monetarias y fiscales nacionales.
Por supuesto, de un mundo definitivamente interconectado por una red digital de informaciones y decisiones financieras ya no se sale para atrás, marchando hacia el mítico universo de las Modernidades Nacionales, sino que para el futuro global que incumbe y para resolver las crisis creadas por este presente asimétricamente globalizado es necesaria una reforma globalizante y democratizante de las instituciones internacionales. Un plan progresivo y racional debería comenzar por rescatar el programa original de Keynes, de 1944, y por la propuesta china de abandonar el dólar como moneda mundial y pasar a una que lo sea de veras; debería seguir con un nuevo Bretton Woods ya no internacional sino global, continuar con la reforma del FMI, la OMC y el Banco Mundial, y finalizar en el mediano plazo con una reforma de la ONU que la dote de una cámara parlamentaria basada en el voto de todos los ciudadanos del mundo. Un Parlamento Mundial, en suma, que trate democráticamente los principales problemas de la humanidad: la crisis económica, el recalentamiento global, la proliferación nuclear y la transformación del presente orden elitista e inter-nacional en uno democrático y global.
En segundo lugar, las ideas de quienes creen que las finanzas y la economía real son cosas diferentes y que las fronteras de la democracia han de detenrse definitivamente en la escala nacional e inter-nacional han jugado un rol decisivo en la manifiesta impotencia de los estados nacionales y de las instituciones inter-nacionales para evitar -o al menos disminuir- los efectos adversos de la crisis. Resulta curioso que personas que cuando se les rompe la heladera realizan complicados cáculos para decidir si les conviene repararla o cambiarla, y en qué casa de artículos para el hogar, al contado o en cuotas, y con qué tarjeta, de débito o de crédito, y qué marca, que modelo, qué color, supongan que el carácter cada vez más especulativo y complejo de las finanzas mundiales no proviene de la índole misma de la sociedad moderna sino de la codicia y la maldad, siempre ajenas. Dado que la economía inmaterial tenderá a aumentar su importancia frente a las producciones materiales, que la complejidad de toda forma de actividad moderna será inevitablemente creciente, que el espacio tenderá achicarse por el desarrollo y la aplicación de sistemas técnicos y que las barreras territoriales serán cada vez más escasas y porosas, a menos de consecuencias catastróficas derivadas de la inscomprensión de estos procesos estamos obligados a convivir con instrumentos financieros más complejos, globales, abstractos e inmateriales cada día. Mejor sería que quienes creemos que las regulaciones políticas de la economía son indispensables para la redistribución de los beneficios del avance tecnológico y para la misma salud de la economía moderna fuéramos tomando nota en lugar de seguir dando conferencias sobre la economía real y la irreal.
PAÍSES PROGRESISTAS Y PAÍSES REACCIONARIOS
Después del fracaso de la modernización globalizadora con exclusión de los Noventa, para las fuerzas progresistas y democráticas de todo el mundo resulta imprescindible elaborar un nuevo paradigma de globalización de la democracia y modernización con inclusión social. Seguir abandonando el campo modernizador en manos de los que la interpretan en clave tecnocrática y con independencia de sus efectos sociales es abonar el terreno del fracaso y de futuras derrotas, similares a las que sufrió la Argentina en 1976 y 1989 y a la que acaba de sufrir el planeta en las manos irresponsables y populista-nacionalistas de George W. Bush. En este sentido, la crítica radical de los paradigmas reconocidos por la mayoría de quienes se dicen progresistas y de izquierda no apuesta por el fracaso de la izquierda y el progresismo, sino por su actualización y superación.
Por otra parte, el más mínimo análisis de la realidad global demuestra que la distinción significativa no divide a países industriales y agrarios ni a países industrialistas y países de servicios. En la incipiente sociedad global del conocimiento y la información la distinción significativa separa a países competitivos, es decir: capaces de incorporar conocimiento e información a sus productos de cualquier tipo mediante una cadena de valor que incluya formas de trabajo intelectual avanzado, y países que no miran al mundo global del futuro sino a las antiguallas de un pasado industrialista, paranoicamente aislacionista y –como todo pasado- sometido inevitablemente a la desaparición.
Países progresistas y países reaccionarios, dirigidos por gobiernos progresistas o por gobiernos reaccionarios, en suma, en los que el campo y la industria, el crecimiento y la distribución de la riqueza, la república y la justicia social, y la industria y los servicios, juegan uno a favor del otro, en el primer caso, o todos contra todos, en el segundo, con consecuencias que no hace falta mencionar.
Después del fracaso de la modernización globalizadora con exclusión de los Noventa, para las fuerzas progresistas y democráticas de todo el mundo resulta imprescindible elaborar un nuevo paradigma de globalización de la democracia y modernización con inclusión social. Seguir abandonando el campo modernizador en manos de los que la interpretan en clave tecnocrática y con independencia de sus efectos sociales es abonar el terreno del fracaso y de futuras derrotas, similares a las que sufrió la Argentina en 1976 y 1989 y a la que acaba de sufrir el planeta en las manos irresponsables y populista-nacionalistas de George W. Bush. En este sentido, la crítica radical de los paradigmas reconocidos por la mayoría de quienes se dicen progresistas y de izquierda no apuesta por el fracaso de la izquierda y el progresismo, sino por su actualización y superación.
Por otra parte, el más mínimo análisis de la realidad global demuestra que la distinción significativa no divide a países industriales y agrarios ni a países industrialistas y países de servicios. En la incipiente sociedad global del conocimiento y la información la distinción significativa separa a países competitivos, es decir: capaces de incorporar conocimiento e información a sus productos de cualquier tipo mediante una cadena de valor que incluya formas de trabajo intelectual avanzado, y países que no miran al mundo global del futuro sino a las antiguallas de un pasado industrialista, paranoicamente aislacionista y –como todo pasado- sometido inevitablemente a la desaparición.
Países progresistas y países reaccionarios, dirigidos por gobiernos progresistas o por gobiernos reaccionarios, en suma, en los que el campo y la industria, el crecimiento y la distribución de la riqueza, la república y la justicia social, y la industria y los servicios, juegan uno a favor del otro, en el primer caso, o todos contra todos, en el segundo, con consecuencias que no hace falta mencionar.
2 comentarios:
si bajo la excusa de la eficiencia no hay proteccion industrial, entonces estamos fritos ...achicar nuestro mercado desprotegiendo a la industria es como pegarse un tiro en los pies
Si bajo la excusa de la protección industrial no hay eficiencia, entonces estamos fritos...
Y esto es lo que sucede siempre. La "magia" del proteccionismo no dura más que unos años. Pero, como todos tenemos memoria selectiva, sólo recordamos los buenos tiempos del proteccionismo, olvidando las crisis que luego produjo.
Lo único que debemos proteger es el estándar de vida de los trabajadores nacionales. Por eso, no debemos gravar la importación de productos originados en países con altos beneficios laborales. Al contrario, sí debemos gravar el ingreso de productos originados en países donde no existen los beneficios al trabajo que sí existen en Argentina.
¿Cómo puede una empresa argentina (de ley) competir contra el trabajo esclavo que se practica en otros países, con sueldos de miseria, sin vacaciones, descanso semanal, protección por despido, derecho a huelga, jornada reducida, prohibición del trabajo infantil?
No gravemos las importaciones de países eficientes y justos, sí lo hagamos, y severamente, en el caso contrario.
Y con respecto a los impuestos a la exportación, los mismos no serían necesarios si el tipo de cambio fuera siempre el que debe ser. Tenemos que dejarnos de jorobar con la lógica de devaluación-inflación-impuestos a la exportación. Eso sólo genera falta de previsibilidad y más pobres, en un contexto donde los únicos que ganan al final son los poderosos que viven de los saldos positivos circunstanciales de la caja del estado.
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