DOS CONCEPCIONES DE LA SOBERANÍA
La expresión “soberanía” deriva de “soberano” (“Quien ejerce o posee la autoridad suprema e independiente del poder público”, según la primera acepción de la Academia, y “Altivo, soberbio o presumido”, según la tercera). Soberano es quien no acepta ni reconoce otra autoridad que la propia y por ende puede declarar, Carl Schmit dixit, el estado de excepción. Históricamente, el término proviene de aquellos reyes medievales jaqueados doblemente por el poder de las aristocracias feudales y la autoridad papal, y deseosos de hacer valer su autoridad sobre un territorio nacional concebido como propiedad hereditaria, y sobre sus habitantes reducidos a manada de súbditos a disposición.
Soberanos eran los monarcas surgidos de la Paz de Westfalia (1648), en la que los grandes estados nacionales tuvieron origen y la misma era de las Modernidades Nacionales comenzó. Es cierto que las revoluciones liberales supieron ponerle límites a la concentración de poder real (nótese la polisemia del término) mediante la creación de cortes (otro término polisémico), parlamentos e instancias de poder federales, la invención del habeas corpus y los derechos individuales, y la proclamación de la soberanía del individuo y la sociedad civil frente al estado. Y es cierto también que las revoluciones democráticas dieron un paso ulterior proclamando la soberanía popular y decapitando el poder soberano del rey.
Se fundó así un nuevo concepto de soberanía -a la vez individual y universal- entendido no ya como soberanía de arriba hacia abajo, es decir: potestad suprema y última del propietario del poder sobre un territorio y su población, sino como soberanía de abajo hacia arriba, es decir: como derecho de los habitantes transformados en ciudadanos a participar -individual y colectivamente- del poder y pedirle cuentas después. Lamentablemente, esta concepción democrático-republicana de la soberanía naufragó cuando las disputas por la hegemonía internacional entre estados que se autodefinían como soberanos llevaron al armamentismo y al reforzamiento del poder político de las fuerzas armadas, primero, al proteccionismo y las guerras comerciales, después, y al totalitarismo y la guerra, finalmente.
La lucha por ampliar los límites de la soberanía propia, que por siglos y siglos habían sido fijados en los lechos de las casas reales, empezó a definirse en las trincheras y creó dos enormes amenazas anti-democráticas: el totalitarismo, retorno de la soberanía absolutista del monarca sobre los ciudadanos y del estado sobre la sociedad civil, y la guerra, disputa entre soberanos nacionales por el control de un escenario internacional anárquico y fragmentado en autarquías. El absolutismo interno y la conflictividad externa fueron las consecuencias imprevistas de la supervivencia de la idea de soberanía absoluta; y el régimen nazi, revival reaccionario de los principios monárquico-feudales, fue la perfecta expresión de su carácter complementario. Joseph Goebbels lo expresó con la mayor claridad: “Los gobiernos deben ser como un rey en su propia casa. Nosotros somos un estado soberano y lo que otros estados dicen sobre nosotros no nos preocupa. Lo que hacemos no les incumbe. Hacemos lo que queremos con nuestros socialistas, con nuestros pacifistas y con nuestros judíos, y no hay razón para aceptar controles de nadie”.
Los resultados catastróficos del fascismo sobre los mismos pueblos cuyos intereses pretendía defender pusieron en crisis nuevamente esta concepción monárquico-estatal y absolutista de la soberanía. Por eso al fin del conflicto más sanguinario de la Historia siguió la renuncia a la guerra y a la decisión soberana sobre ella por parte de varios países. Así, la Constitución Francesa de 1946 consintió “limitaciones de la soberanía nacional… necesarias para la organización y la defensa de la paz”, y en 1947 Japón rubricó un pacto en el cual se especificaba la “renuncia a la guerra como derecho soberano de la nación”, incorporado al artículo 9º de la Constitución Japonesa. Para 1948 también Italia “renuncia a la guerra… como medio para resolver disputas internacionales” y su Constitución consintió “limitaciones a la soberanía nacional necesarias para… asegurar la Justicia y la Paz entre las naciones”. Finalmente, la renuncia a la soberanía nacional fue adoptada por el país que había sido cuna del régimen más nacionalista de la Historia, y así la Constitución alemana de 1949 estableció: “1º) La Federación puede transferir… derechos soberanos a instituciones inter-nacionales. 2º) Para el mantenimiento de la Paz, la Federación puede… consentir limitaciones a la soberanía nacional necesarias para construir un orden seguro y pacífico para Europa y los demás pueblos del mundo. 3º) Para la resolución de las disputas inter-nacionales, la Federación accederá a acuerdos regulados por el arbitraje comprensivo y obligatorio por parte de instituciones internacionales”.
Afortunadamente, los estados europeos no han sido los únicos. Al reconocimiento de la paz como bien supremo común a todos los seres humanos -y por lo tanto soberano frente al poder estatal-nacional- sancionado por las potencias europeas, siguieron las incorporaciones de tratados internacionales sobre derechos humanos en naciones sudamericanas cuyos ciudadanos habían sufrido sobre sus cuerpos las consecuencias de la soberanía estatal ilimitada. Esta doble limitación -universal e individual- de la soberanía, este doble sometimiento del poder de los soberanos estatal-nacionales a la supervivencia de la humanidad en una era nuclear y a los derechos humanos de sus propios ciudadanos, denuncia el carácter potencialmente totalitario de toda soberanía “suprema e independiente” en una era global. Aún más claramente, sanciona el fin de las soberanías nacionales en el sentido –monárquico- de poder absoluto sobre un territorio y sus habitantes, ya que ese poder deja de ser supremo e independiente para ser limitado a la toma de decisiones que sólo afecten a su territorio y sus habitantes y dependiente del respeto de principios universales, como los derechos humanos, la defensa del hábitat planetario y la paz.
En una era global se hace más necesario que nunca separar una concepción legítima de soberanía, entendida como abolición de toda injerencia de otros estados nacionales en los asuntos internos, y otra ilegítima, entendida como capacidad del estado para hacer lo que quiera con sus judíos, para decirlo a la manera de Goebbels, y para tomar decisiones sin importar que éstas avasallen los derechos humanos o afecten a otros pueblos o naciones.
¿Cuál de ellas es la que se reivindica este 20 de noviembre? La pregunta no es banal cuando desde el Gobierno se enuncian conceptos lindantes con el totalitarismo (“El estado somos todos”, por ejemplo) y se intenta presentar al estado nacional como demostración de la intervención divina sobre la Tierra, en tanto se violan todos los límites por concentrar el poder, se destruye el federalismo, se avasallan las libertades y se erosiona la legitimidad de los poderes legislativo y judicial. Tampoco es banal preguntarse a cuál idea de soberanía se alude cuando las iniciativas a favor de la integración regional afectan a una noción obsoleta de soberanía, de estampo monárquico, y las delegaciones de potestades hacia cualquier tipo de poder supranacional son descalificadas por los nacionalistas como “inaceptables cesiones de la soberanía nacional”, cuando deberían ser percibidas como poderosas ampliaciones de la soberanía “de abajo hacia arriba”, ya que los procesos de integración regionales e internacionales potencian las capacidades de los ciudadanos, mejoran su calidad de vida y tienden a garantizar la vigencia de los derechos humanos y la paz.
La cuestión de la integración regional y mundial no trata pues acerca de cesión o no de soberanía sino del tipo de soberanía –estatal o ciudadana, monárquica o republicana, westfaliana o postleviatánica- que encarna mejor los valores necesarios en una era de cambios globales y acelerados. En este marco, la insistencia en las soberanías absolutas constituye una estrategia racional de defensa de sus intereses por parte de los estados más poderosos pero se transforma, en boca de los más débiles, en un llamado a favor de la ley de la jungla hecha por gacelas asediadas por leones. Es en nombre de la soberanía nacional que las grandes potencias se niegan a políticas que limiten el calentamiento global o descartan firmar tratados que sancionan la jurisdicción de la Corte Penal Internacional sobre sus ciudadanos y sus gobiernos. Y es también en nombre de ella que existe el poder de veto en un Consejo de Seguridad anacrónico y desconocedor de las realidades políticas del siglo XXI, y cuyos miembros permanentes son también las principales potencias militares del planeta. Para no mencionar la índole escasamente democrática de la estructura política inter-nacional (el FMI, el G7, el G20) encargada de administrar un mundo global.
He aquí el resultado predecible de un universo globalizado gestionado por soberanos herederos de los monarcas igualmente soberanos que gobernaron el mundo en el inicio de los Tiempos Modernos: no ya la igualdad y la defensa de los derechos de los más vulnerables sino “la altivez, la soberbia y la presunción” de los poderosos señalada por la segunda acepción de la Academia. Y es por eso también que el ocaso de la hegemonía de los Estados Unidos deja abierta la cuestión de dos modelos de gobernanza global derivados de dos conceptos opuestos de soberanía: uno, republicano, individualista y universalista, que pide elevar a la escala global la democratización y federalización del orden político que reconocemos como válidos para el terreno nacional, y otro monárquico y salido del viejo molde westfaliano, que en nombre del prometido y nunca cumplido multilateralismo renueve aquel multipolarismo que a inicios del siglo XX llevó a las más grandes tragedias de la historia de la humanidad.