Los emigrantes y el apartheid global
Publicado en Noticias del 11-12-10 (Aunque sea difícil de creer, que la salida de este artículo en Noticias coincidiera con los la mentables sucesos de Villa Soldati es pura coincidencia)
La historia de la humanidad es la historia de la globalización, el largo relato de una Diáspora universal en la cual los seres humanos nos desparramos desde una pequeña parte de la sabana africana hacia los más remotos rincones del globo. A lo largo de ella, el comportamiento nomádico y errante fue la regla y el sedentarismo la excepción; una excepción extraordinariamente reciente si se considera que apareció como comportamiento generalizado con la revolución agraria, es decir: hace aproximadamente 15.000 años de los millones que lleva la entera historia de la humanidad.
Bajando de los barcos
Después de la migración forzosa de los africanos hacia América debida a la esclavitud, y que desplazó entre diez y veinte millones de personas en dos siglos a través del Atlántico, de la diáspora de los indios y de los chinos, de aproximadamente 30 millones de personas cada una, y de la migración europea hacia América y Australia (aproximadamente 60 millones en un siglo), un nuevo período de migraciones se ha abierto recientemente.
Sus causas son obvias: las agencias de la ONU reportan que en 1950 la población de las regiones más desarrolladas era el doble de la población de las regiones menos desarrolladas. Para el 2000, debido a diferentes tasas de nacimiento y mortalidad, la proporción se acercaba a 4/1. Para 2050 se ha calculado una ratio de 7/1 en el mejor de los casos y de 10/1 en el peor. De allí que más de 35 millones de personas haya emigrado desde el Sur hacia el Norte del planeta entre 1960 y 1990, ente los cuales 6 millones han violado alguna de las normas que establecen un Apartheid global de hecho. Aproximadamente 1,5 millones se suman a ellos cada año. Otras agencias estiman que el flujo de migrantes transnacionales ha crecido de 75 millones/año en 1965 a 120 millones/año en 1990, a 150 millones/año para el 2000, a 190,6 millones/año en 2005.
Aunque los datos parecen indicar un volumen masivo de migrantes, si se comparan los datos con la población mundial los guarismos son bien inferiores a los alcanzados en épocas precedentes. En otras palabras: el Apartheid que permite el flujo de capitales e información pero detiene a los seres humanos en sus discriminatorias fronteras es efectivo. Debido a él, los inmigrantes inter-nacionales que eran 7,5% de la población mundial durante la Belle Époque (1911) son hoy, en plena era global, aproximadamente el 3%, a pesar del consistente desarrollo de los transportes y de las comunicaciones y el impulso cada vez más claro a favor de las migraciones que generan las escenas de riqueza y bienestar en el Primer Mundo que difunden los mass-media globales. Durante el mismo período, el número de inmigrantes ha descendido en los Estados Unidos desde el 14,5% al 11,5% y en Canadá del 22% al 6.1% , para no mencionar el menos del 5% que alcanza la población extracomunitaria en la Unión Europea, tan difícil de ser aceptado por Monsieur Jean Marie Le Pen y sus colegas.
Pero el factor migratorio más importante introducido por la globalización no es cuantitativo ni inter-nacional sino global. En efecto, los procesos migratorios constituyen un fenómeno que se desarrolla también al interior de las fronteras nacionales. Hace sólo dos generaciones, apenas el 20% de los ciudadanos estadounidenses vivía en un área que distaba más de 80 km. de su lugar de nacimiento, pero al final del siglo XX su porcentaje había llegado al 80%, invirtiendo las anteriores proporciones .
Población y riqueza
El éxito socioeconómico de Japón y Alemania ha demostrado que no existe relación demostrable entre densidad de la población y bienestar social. Y es que en una sociedad global basada en factores inmateriales de producción las justificaciones nacionalistas de políticas anti-inmigratorias se tornan un resto fosilizado de pasadas épocas, de un pasado determinado por la territorialidad en el que la ratio entre recursos naturales disponibles y número de habitantes era el factor determinante de la riqueza individual que si hoy estuviera vigente haría que la despoblada África fuera rica y la hiperpoblada Europa o el Japón fueran pobres. El lamento sobre los inmigrantes que “se roban los puestos de trabajos nacionales” es un prejuicio tribal trasplantado a la Modernidad. Primero, porque se basa en considerar a los inmigrantes como meros productores (es decir: consumidores de puestos de trabajo) mientras que su rol como consumidores (es decir: creadores de puestos de trabajo) es ignorado. Segundo, porque las estrategias deslocalizadoras de la producción y el flujo global de capitales erosionan toda protección territorial-nacional de los puestos de trabajo. Lejos de fantasías que a nadie protegen en el largo plazo, vivimos en un universo cada vez más global en el que si los trabajadores decididos a aceptar salarios más bajos no se mueven hacia los puestos de trabajo mediante las migraciones el capital y los puestos de trabajo pueden siempre moverse hacia esos trabajadores del tercer Mundo mediante el outsourcing.
De aquí para allá
Las migraciones son el mejor sismógrafo de la Modernidad. Como establece la conocida máxima, en una época definida por la movilidad la gente “vota con sus pies”. Aún más: la dirección del movimiento a través de las fronteras nacionales ofrece una indicación exacta acerca de la situación imperante, y las murallas construidas para detener las migraciones son expresivas de la situación real. Contrariamente a la creencia general, no fue la caída del Muro de Berlín el acontecimiento que anticipó el resultado de la Guerra Fría, sino su construcción. Un mundo, el comunista, que debía evitar que sus ciudadanos lo abandonaran a través de una muralla, estaba destinado a fracasar tarde o temprano. También los inmigrantes ilegales, los refugiados y los exiliados de todo tipo ofrecen una radiografía del estado real del planeta que describe crudamente el alcance de las desigualdades territoriales y anticipa el futuro.
En este marco, la crítica populista-nacionalista de los procesos globales es injustificada. Si un movimiento revolucionario transfiriese puestos de trabajos desde los países ricos hacia los pobres (digamos: de Europa hacia China) sus líderes serían considerados como una encarnación moderna de Robin Hood. Pero como (aunque motivadas por objetivos menos románticos) son las corporaciones globales lo hacen, la Vulgata antiglobalizadora decreta que el outsourcing la delocalización deben ser interpretados como un signo de la irrupción del mal sobre la Tierra. Curiosamente, esta concepción antimoderna y conservadora, este resto anacrónico del desprecio aristocrático por el capitalismo, es defendida no sólo por sectores populistas del Primer Mundo sino por partidos del Primer Mundo que se dicen progresistas y sectores populistas del tercero.
Más allá de sus afirmaciones, tanto el outsourcing global como las migraciones globales operan contra la concentración territorial de la riqueza, disminuyendo el número de trabajadores en los lugares donde son menos necesarios, incrementándolos donde son demandados y contrabalanceando -de ambas maneras- los privilegios derivados de las circunstancias del nacimiento. Para países en desarrollo como Ecuador y Méjico, el dinero enviado a casa por sus emigrantes es la principal fuente de recursos provenientes del exterior, muy por encima del total de las exportaciones nacionales. Según el Banco Mundial, este flujo financiero hormiga, que había sido calculado en aproximadamente 70 mil millones de dólares anuales para 1990, se ha duplicado en la siguiente década y sobrepasado los 250 mil millones de dólares a partir de 2007. El resultado es también inmejorable en términos de distribución social de la riqueza, ya que algunos cientos de dólares por mes pueden significar poco y nada en una economía desarrollada pero son una fortuna que permite alimentar a una familia entera en un país en desarrollo. Similarmente, mientras que las cifras direccionadas desde el Primer Mundo hacia el tercero por los inmigrantes son escasamente importantes para las sociedades de origen, resultan enormemente relevantes para el balance nacional de los países de destino.
No son los únicos aspectos pro-igualitarios de los procesos globales. Se ha calculado que la liberación total de la circulación y residencia de los seres humanos en todo el planeta sería mucho más relevante para una mejor distribución de los recursos que el exigido 0,7% del producto bruto nacional en ayudas al desarrollo que se reclama a los países avanzados con escaso éxito. De la caridad a los derechos, la progresiva liberación de la circulación y la residencia en todo el planeta significaría un reconocimiento de la dignidad, la autonomía y la iniciativa del individuo, que no sólo son justos sino que constituyen elementos subjetivos de enorme importancia en la lucha contra la pobreza y la exclusión.
El Apartheid global
“Envíenme sus cansadas y miserables masas, anhelantes de respirar en libertad; los miserables que son rechazados de sus prolíficas costas. Mándenme los sin techo, los náufragos; arrójenlos a mí, que elevo mi antorcha junto a la puerta dorada” reza el célebre escrito de Emma Lazarus ubicado debajo de la estatua de la “Libertad Iluminando el Mundo”, en Nueva York. Este concepto cosmopolita y orientado al mundo está inscripto en la base del sueño americano, el sueño del estado nacional más poderoso de la Tierra, cuyo lema fundante es “E pluribus, unum”, que invoca la pluralidad –y no la homogeneidad- como fundamento de la unidad. Sin embargo, dos siglos después de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano ningún derecho humano que merezca ese nombre existe aún realmente. Las hosanadas instituciones nacionales los han reducido a prerrogativas y privilegios determinados por la posesión de pasaportes, es decir: por la sangre y el suelo, exactamente lo contrario de lo que postulaban las revoluciones burguesas cuyo proyecto era el de acabar con las castas aristocráticas basadas en los “derechos” hereditarios de la tierra y de la sangre.
Es por esta absurda y antimoderna prolongación de los derechos hereditarios a la riqueza y la ciudadanía que aún en las sociedades nacionales fundadas en las ideas de democracia y de igualdad los inmigrantes pierden buena parte de sus derechos por el simple acto de haber abandonado sus países de origen. Mientras que la ciudadanía nacional sigue siendo exaltada como fuente de derecho, los inmigrantes continúan dependiendo de un humillante sistema de visas, autorizaciones y sellos sobre sus pasaportes. Y aún en el caso de una inmigración exitosa, sus primeras generaciones carecen de derechos políticos, por lo que en las frecuentes disputas con los nativos las instituciones nacionales garantizan a una sola parte –la más poderosa- los derechos, en tanto reservan a la otra –la más débil- las obligaciones.
Cuando Adorno y Horkheimer señalaron las características modernas de Ulises: su racionalidad, su intento de controlar la Naturaleza a través del uso de instrumentos tecnológicos y su capacidad de autoafirmación ética, y lo propusieron como el héroe moderno por excelencia, pusieron escasa atención en la más obvia esencia de Ulises, la que confería el significado básico a la Odisea: el intento odiseico de hacer del mundo el escenario significativo de su vida. Hoy, los nómadas e inmigrantes que legal o ilegalmente cruzan las fronteras buscando en el extranjero la supervivencia, el bienestar o la auto-realización son la versión actualizada del astuto Ulises; los herederos de una tradición globalizante que apenas se hurga en el pasado resulta ser la de toda la humanidad, y en la cual las dimensiones espaciales y los límites territoriales existen para ser superados. Voluntaria o involuntariamente, las vidas de los modernos inmigrantes renuevan un mundo lleno de sentido y significado en el cual la máxima de Pompeyo -Navigare necesse est- sigue siendo la regla principal.
La movilidad espacial, que había sido siempre privilegio de las minorías, se está transformando en producto de consumo popular mediante el turismo global de masas y en precondición del desarrollo, el bienestar y la democracia tanto para individuos como para grupos y organizaciones. Tan pronto como la globalización se transforma en el fenómeno central que define nuestra época, la capacidad de acceder a la movilidad espacial determina la supervivencia de los individuos de las clases más bajas y la autorrealización de las clases medias. Este proceso revolucionario cambia las coordenadas respecto a un pasado en el cual la mayor parte de los seres humanos pasaban su vida ganándose la supervivencia encadenados a la tierra -durante la era agraria- o atados a fábricas y oficinas en las cuales se hablaba su lengua materna -durante la era industrial.
Las redes digitales post-industriales cuyas terminales y nodos conectivos están globalmente distribuidos destruyen las condiciones de esta esclavitud que confinaba espacialmente a los trabajadores, privándolos del acceso a un mercado global de trabajo. Por eso hoy la batalla contra los Muros de Berlín sobrevivientes y en construcción se ha transformado en un elemento central de las reivindicaciones democráticas de los ciudadanos del mundo.
Tres décadas después que la Luna haya sido declarada Patrimonio Común de la Humanidad por las Naciones Unidas, nuestro propio planeta sigue sin ser considerado como tal. Paradójicamente, los mismos estados que han expresado altas preocupaciones democráticas y cosmopolitas acerca de la Luna se consideran imbuidos de legitimidad plena cuando se trata de evitar el acceso a “su” territorio nacional a un extranjero. Todos los argumentos usados para justificar semejantes abusos pueden ser reducidos a una afirmación: “Nuestros antepasados llegaron primero”. Lo cierto y evidente es que basar los propios privilegios en sucesos de los que no hemos tomado parte y ocurridos cuando ni siquiera habíamos nacido contraría las más elementales nociones civiles de la Modernidad: la justicia, el mérito individual, la igualdad de oportunidades y la igualdad de nacimiento, presentes en todas las constituciones de los países que –paradójicamente- limitan la residencia en su territorio y discriminan social y políticamente a sus inmigrantes.
Desde la caída del Muro de Berlín, el derecho republicano de los ciudadanos de todo el mundo a la libre circulación y residencia en todos los puntos del planeta reclama expresarse en una dimensión mundial-planetaria, ya que en una época global el acceso equitativo a la movilidad espacial se transforma en precondición del desarrollo de auténticos derechos universales, comunes e iguales para todos. Lamentablemente, mientras que en los países desarrollados los trabajadores altamente calificados aumentan su movilidad y las migraciones transnacionales se transforman en una estrategia aceptada y aplaudida de desarrollo individual, el Apartheid global intenta mantener a los ciudadanos del Tercer Mundo acorralados en la degradante situación en la que nacieron. No por casualidad, esta manipulación de las fronteras se asemeja a la regulación estatal de la circulación y la residencia que ha sido y es regla unánime de todos los regímenes totalitarios.
La necesidad de un nuevo proceso westfaliano
La Paz de Westfalia (1648) fue el episodio fundante de un nuevo período de la Modernidad en el cual los estados nacionales se transformaron en el centro vital del universo humano, reemplazando y superando a todo tipo de entidades religiosas, feudales premodernas. La pertenencia, la comunidad, la solidaridad y el destino común, que previamente habían dependido de connotaciones religiosas, se hicieron progresivamente laicas y territoriales. Aunque no siempre lo recordamos, la ciudadanía nacional se tornó posible sólo después de que la religión fuera relegada desde la esfera pública a la privada.
Entonces, el velo de ignorancia descripto por John Rawls cayó sobre la adscripción religiosa de los miembros de la comunidad nacional, cubriendo progresivamente las definiciones étnicas y de género, las opiniones políticas y todo tipo de factor de discriminación entre los ciudadanos nacionales. Al mismo tiempo, este movimiento hacia lo universal se vio limitado por pertenencias y adscripciones que fueron nuevamente fijadas al territorio en una escala mayor -la nacional- pero aún territorial y delimitada. Así, al depender –inevitablemente para la época- de instituciones nacionales, los derechos humanos perdieron su índole intrínsecamente individual y universal y adquirieron una forma particularista y cerrada.
El enorme potencial de las fuerzas modernizantes fue liberado en Westfalia gracias a la abolición de los viejos paradigmas que las mantenían amarradas a los poderes feudales y eclesiásticos, lo que abrió el campo para la era de las Modernidades Nacionales. Hoy, cuando sus instituciones desfallecen bajo el impacto de la globalización de los procesos sociales, un nuevo proceso westfaliano se torna necesario para la generación de un nuevo modelo de Modernidad; una Modernidad radicalizada y activa en el contexto de una era global que pone en tensión todos y cada uno de los principios territoriales consagrados en la primera Westfalia.
Después de la Segunda Guerra de los Treinta Años, desarrollada entre 1914 y 1944, la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), la convocatoria de una Primera Convención Constitucional de los Pueblos del Mundo (1950) por parte de la ONU y los pasos iniciales hacia la constitución de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) constituyeron avances de enorme valor hacia la superación de los contextos nacionales y la proclamación de los derechos de los individuos como valor superior a la soberanía de los estados. Todos estos sucesos prometedores expresaron procesos políticos dirigidos a superar el contexto nacional-céntrico westfaliano, establecido al final de la primera guerra de los Treinta Años (1618-1648). Lamentablemente, la guerra de Corea, el inicio de la Guerra Fría y la nueva división del mundo entre el Este y el Oeste dejaron la tarea sin terminar.
Pero si el período que siguió a las dos grandes guerras constituyó una segunda Westfalia fracasada, hoy los procesos tecnoeconómicos vuelven a presentar un escenario similar al de la Westfalia original, marcado por el retroceso de las tendencias nacionalístico-tribales mediante la transformación voluntaria o involuntaria de las nociones de pertenencia, solidaridad y comunidad en un nuevo contexto global capaz de sostener materialmente, por primera vez en la Historia, un desarrollo humano pacífico y cooperativo.
En un mundo global, las nociones de pertenencia nacional, cuando subsisten, se hacen cada vez menos prescriptivas y más problemáticas. A su vez, la identidad personal está cada vez menos determinada por factores colectivos y territoriales, lo cual recuerda la transformación de las fuentes de identidad que fueron desde el particularismo religioso hacia la individuación y la universalidad durante la Reforma. Es en este nuevo contexto que las concepciones nacionalistas, ayer progresistas, han perdido su carácter liberador y se han transformado en formas restrictivas y opresivas para los individuos y los grupos sociales. De allí que una reforma espiritual cosmopolita haya estado desarrollándose inadvertidamente. Es debido a ella que cada vez menos habitantes del planeta piensan que morir en una guerra sea un precio aceptable a pagar por el reconocimiento de sus derechos políticos a nivel nacional, motivo por el cual las fuerzas armadas han debido ser profesionalizadas en casi todos los países desarrollados. Finalmente, que el epicentro de la mayor movilización de la historia humana, desarrollada pocos días antes de la invasión de Irak, se halla ubicado en las principales ciudades de los países invasores muestra que son cada vez menos los que creen que la máxima “Right or wrong, my country” (Mi país, aunque esté equivocado) sea aún un principio decente.
En una sociedad crecientemente global, la individuación y la universalización tienden a funcionar complementariamente y a reforzarse mutuamente porque la emergencia de crisis globales en el campo económico, ecológico, demográfico y de seguridad crea una percepción concreta de un destino global y común, al mismo tiempo que refuerza la idea de derechos imprescriptibles e individuales. Cuando la amenaza del recalentamiento global se hace real, cuando la crisis económica global ha abandonado el territorio de las profecías apocalípticas, cuando el armamentismo nuclear amenaza proliferar globalmente junto al terrorismo globalizado, la reconstrucción de las nociones de comunidad y solidaridad en términos de pertenencia a la raza humana se hacen más posibles que nunca y una esperanza universal nace de las desesperanzas y desesperaciones nacionales.
El estado actual de las cosas, en el cual un Apartheid global consagra las desigualdades del pasado, en el que la paternidad determina los derechos económicos y sociales a través de la herencia familiar y la ciudadanía nacional fija derechos políticos a través de una herencia de tipo nacional, es contrario a este proceso y a los principios de igualdad de nacimiento levantados hace doscientos años por las revoluciones burguesas. Este presente defrauda las promesas del pasado y amenaza gravemente al futuro. La idea democrática de unos derechos humanos a la vez individuales y universales y el principio de igualdad de oportunidades implican que todo ser humano debe heredar una parte proporcional e igual del patrimonio común de la humanidad, y que todo condicionamiento de esta igualdad ciudadana universal debido a la raza, el color, el sexo, el lenguaje, la religión, las opiniones, la nacionalidad, la clase social, la posición económica o cualquier otro tipo de circunstancia de nacimiento es -como establece textualmente la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) en su artículo segundo- escandalosamente discriminatoria.
Así como el predominio de la economía sobre la política ha llevado a un aumento de las desigualdades sociales, la globalización también contiene una esencia democrática en tanto conecta la importancia decreciente de los factores espaciales con la vigencia de valores universales inaugurados por la Modernidad y comunes a todos. En un planeta en el cual las distancias se acortan y las fronteras se desvanecen, las discriminaciones territoriales se hacen inaceptables para la conciencia democrática de la sociedad mundial. Que el gobierno de los Estados Unidos haya sido responsabilizado por su insensibilidad ante las consecuencias del Tsunami asiático significa que la sociedad civil mundial ha comenzado a razonar en términos éticos que sobrepasan las fronteras y exceden toda limitación territorial de la rendición de cuentas.
Después de milenios de haber sido el coto de caza de monarcas y emperadores soberanos, y siglos de haber sido monopolizada por los estados, el concepto de “soberanía” está llegando así a sus destinatarios legítimos: los seres humanos. La ciudadanía moderna y los derechos de ella derivados pueden ser desatados finalmente del yugo del nacionalismo, y la democracia distinguida de las concepciones e instituciones nacionalmente centradas por algún tipo de nueva Westfalia, una segunda Westfalia que relegue las pertenencias nacional-territoriales a la intimidad así como en 1648 la Primera Westfalia relegó las decisiones religiosas del ámbito público al privado, terminando de desenganchar la constelación de derechos individuales de las decisiones identitarias personales a través de la profundización de la independencia entre derechos y circunstancias del nacimiento enunciada en casi todos los bill of rights y declaraciones constitucionales de la Modernidad.
Desechar los condicionamientos espaciales de la ciudadanía se transforma, con cada día que pasa, en una condición sine qua non para el establecimiento de derechos humanos que no sean retóricos sino concretos y válidos para todos y cada uno de los ciudadanos del mundo. En una era global, las ciudadanías nacionales se tornan paulatinamente incompatibles con los derechos humanos universales. En una era global, los derechos humanos y una ciudadanía mundial se vuelven las dos caras de una misma moneda.
La historia de la humanidad es la historia de la globalización, el largo relato de una Diáspora universal en la cual los seres humanos nos desparramos desde una pequeña parte de la sabana africana hacia los más remotos rincones del globo. A lo largo de ella, el comportamiento nomádico y errante fue la regla y el sedentarismo la excepción; una excepción extraordinariamente reciente si se considera que apareció como comportamiento generalizado con la revolución agraria, es decir: hace aproximadamente 15.000 años de los millones que lleva la entera historia de la humanidad.
Bajando de los barcos
Después de la migración forzosa de los africanos hacia América debida a la esclavitud, y que desplazó entre diez y veinte millones de personas en dos siglos a través del Atlántico, de la diáspora de los indios y de los chinos, de aproximadamente 30 millones de personas cada una, y de la migración europea hacia América y Australia (aproximadamente 60 millones en un siglo), un nuevo período de migraciones se ha abierto recientemente.
Sus causas son obvias: las agencias de la ONU reportan que en 1950 la población de las regiones más desarrolladas era el doble de la población de las regiones menos desarrolladas. Para el 2000, debido a diferentes tasas de nacimiento y mortalidad, la proporción se acercaba a 4/1. Para 2050 se ha calculado una ratio de 7/1 en el mejor de los casos y de 10/1 en el peor. De allí que más de 35 millones de personas haya emigrado desde el Sur hacia el Norte del planeta entre 1960 y 1990, ente los cuales 6 millones han violado alguna de las normas que establecen un Apartheid global de hecho. Aproximadamente 1,5 millones se suman a ellos cada año. Otras agencias estiman que el flujo de migrantes transnacionales ha crecido de 75 millones/año en 1965 a 120 millones/año en 1990, a 150 millones/año para el 2000, a 190,6 millones/año en 2005.
Aunque los datos parecen indicar un volumen masivo de migrantes, si se comparan los datos con la población mundial los guarismos son bien inferiores a los alcanzados en épocas precedentes. En otras palabras: el Apartheid que permite el flujo de capitales e información pero detiene a los seres humanos en sus discriminatorias fronteras es efectivo. Debido a él, los inmigrantes inter-nacionales que eran 7,5% de la población mundial durante la Belle Époque (1911) son hoy, en plena era global, aproximadamente el 3%, a pesar del consistente desarrollo de los transportes y de las comunicaciones y el impulso cada vez más claro a favor de las migraciones que generan las escenas de riqueza y bienestar en el Primer Mundo que difunden los mass-media globales. Durante el mismo período, el número de inmigrantes ha descendido en los Estados Unidos desde el 14,5% al 11,5% y en Canadá del 22% al 6.1% , para no mencionar el menos del 5% que alcanza la población extracomunitaria en la Unión Europea, tan difícil de ser aceptado por Monsieur Jean Marie Le Pen y sus colegas.
Pero el factor migratorio más importante introducido por la globalización no es cuantitativo ni inter-nacional sino global. En efecto, los procesos migratorios constituyen un fenómeno que se desarrolla también al interior de las fronteras nacionales. Hace sólo dos generaciones, apenas el 20% de los ciudadanos estadounidenses vivía en un área que distaba más de 80 km. de su lugar de nacimiento, pero al final del siglo XX su porcentaje había llegado al 80%, invirtiendo las anteriores proporciones .
Población y riqueza
El éxito socioeconómico de Japón y Alemania ha demostrado que no existe relación demostrable entre densidad de la población y bienestar social. Y es que en una sociedad global basada en factores inmateriales de producción las justificaciones nacionalistas de políticas anti-inmigratorias se tornan un resto fosilizado de pasadas épocas, de un pasado determinado por la territorialidad en el que la ratio entre recursos naturales disponibles y número de habitantes era el factor determinante de la riqueza individual que si hoy estuviera vigente haría que la despoblada África fuera rica y la hiperpoblada Europa o el Japón fueran pobres. El lamento sobre los inmigrantes que “se roban los puestos de trabajos nacionales” es un prejuicio tribal trasplantado a la Modernidad. Primero, porque se basa en considerar a los inmigrantes como meros productores (es decir: consumidores de puestos de trabajo) mientras que su rol como consumidores (es decir: creadores de puestos de trabajo) es ignorado. Segundo, porque las estrategias deslocalizadoras de la producción y el flujo global de capitales erosionan toda protección territorial-nacional de los puestos de trabajo. Lejos de fantasías que a nadie protegen en el largo plazo, vivimos en un universo cada vez más global en el que si los trabajadores decididos a aceptar salarios más bajos no se mueven hacia los puestos de trabajo mediante las migraciones el capital y los puestos de trabajo pueden siempre moverse hacia esos trabajadores del tercer Mundo mediante el outsourcing.
De aquí para allá
Las migraciones son el mejor sismógrafo de la Modernidad. Como establece la conocida máxima, en una época definida por la movilidad la gente “vota con sus pies”. Aún más: la dirección del movimiento a través de las fronteras nacionales ofrece una indicación exacta acerca de la situación imperante, y las murallas construidas para detener las migraciones son expresivas de la situación real. Contrariamente a la creencia general, no fue la caída del Muro de Berlín el acontecimiento que anticipó el resultado de la Guerra Fría, sino su construcción. Un mundo, el comunista, que debía evitar que sus ciudadanos lo abandonaran a través de una muralla, estaba destinado a fracasar tarde o temprano. También los inmigrantes ilegales, los refugiados y los exiliados de todo tipo ofrecen una radiografía del estado real del planeta que describe crudamente el alcance de las desigualdades territoriales y anticipa el futuro.
En este marco, la crítica populista-nacionalista de los procesos globales es injustificada. Si un movimiento revolucionario transfiriese puestos de trabajos desde los países ricos hacia los pobres (digamos: de Europa hacia China) sus líderes serían considerados como una encarnación moderna de Robin Hood. Pero como (aunque motivadas por objetivos menos románticos) son las corporaciones globales lo hacen, la Vulgata antiglobalizadora decreta que el outsourcing la delocalización deben ser interpretados como un signo de la irrupción del mal sobre la Tierra. Curiosamente, esta concepción antimoderna y conservadora, este resto anacrónico del desprecio aristocrático por el capitalismo, es defendida no sólo por sectores populistas del Primer Mundo sino por partidos del Primer Mundo que se dicen progresistas y sectores populistas del tercero.
Más allá de sus afirmaciones, tanto el outsourcing global como las migraciones globales operan contra la concentración territorial de la riqueza, disminuyendo el número de trabajadores en los lugares donde son menos necesarios, incrementándolos donde son demandados y contrabalanceando -de ambas maneras- los privilegios derivados de las circunstancias del nacimiento. Para países en desarrollo como Ecuador y Méjico, el dinero enviado a casa por sus emigrantes es la principal fuente de recursos provenientes del exterior, muy por encima del total de las exportaciones nacionales. Según el Banco Mundial, este flujo financiero hormiga, que había sido calculado en aproximadamente 70 mil millones de dólares anuales para 1990, se ha duplicado en la siguiente década y sobrepasado los 250 mil millones de dólares a partir de 2007. El resultado es también inmejorable en términos de distribución social de la riqueza, ya que algunos cientos de dólares por mes pueden significar poco y nada en una economía desarrollada pero son una fortuna que permite alimentar a una familia entera en un país en desarrollo. Similarmente, mientras que las cifras direccionadas desde el Primer Mundo hacia el tercero por los inmigrantes son escasamente importantes para las sociedades de origen, resultan enormemente relevantes para el balance nacional de los países de destino.
No son los únicos aspectos pro-igualitarios de los procesos globales. Se ha calculado que la liberación total de la circulación y residencia de los seres humanos en todo el planeta sería mucho más relevante para una mejor distribución de los recursos que el exigido 0,7% del producto bruto nacional en ayudas al desarrollo que se reclama a los países avanzados con escaso éxito. De la caridad a los derechos, la progresiva liberación de la circulación y la residencia en todo el planeta significaría un reconocimiento de la dignidad, la autonomía y la iniciativa del individuo, que no sólo son justos sino que constituyen elementos subjetivos de enorme importancia en la lucha contra la pobreza y la exclusión.
El Apartheid global
“Envíenme sus cansadas y miserables masas, anhelantes de respirar en libertad; los miserables que son rechazados de sus prolíficas costas. Mándenme los sin techo, los náufragos; arrójenlos a mí, que elevo mi antorcha junto a la puerta dorada” reza el célebre escrito de Emma Lazarus ubicado debajo de la estatua de la “Libertad Iluminando el Mundo”, en Nueva York. Este concepto cosmopolita y orientado al mundo está inscripto en la base del sueño americano, el sueño del estado nacional más poderoso de la Tierra, cuyo lema fundante es “E pluribus, unum”, que invoca la pluralidad –y no la homogeneidad- como fundamento de la unidad. Sin embargo, dos siglos después de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano ningún derecho humano que merezca ese nombre existe aún realmente. Las hosanadas instituciones nacionales los han reducido a prerrogativas y privilegios determinados por la posesión de pasaportes, es decir: por la sangre y el suelo, exactamente lo contrario de lo que postulaban las revoluciones burguesas cuyo proyecto era el de acabar con las castas aristocráticas basadas en los “derechos” hereditarios de la tierra y de la sangre.
Es por esta absurda y antimoderna prolongación de los derechos hereditarios a la riqueza y la ciudadanía que aún en las sociedades nacionales fundadas en las ideas de democracia y de igualdad los inmigrantes pierden buena parte de sus derechos por el simple acto de haber abandonado sus países de origen. Mientras que la ciudadanía nacional sigue siendo exaltada como fuente de derecho, los inmigrantes continúan dependiendo de un humillante sistema de visas, autorizaciones y sellos sobre sus pasaportes. Y aún en el caso de una inmigración exitosa, sus primeras generaciones carecen de derechos políticos, por lo que en las frecuentes disputas con los nativos las instituciones nacionales garantizan a una sola parte –la más poderosa- los derechos, en tanto reservan a la otra –la más débil- las obligaciones.
Cuando Adorno y Horkheimer señalaron las características modernas de Ulises: su racionalidad, su intento de controlar la Naturaleza a través del uso de instrumentos tecnológicos y su capacidad de autoafirmación ética, y lo propusieron como el héroe moderno por excelencia, pusieron escasa atención en la más obvia esencia de Ulises, la que confería el significado básico a la Odisea: el intento odiseico de hacer del mundo el escenario significativo de su vida. Hoy, los nómadas e inmigrantes que legal o ilegalmente cruzan las fronteras buscando en el extranjero la supervivencia, el bienestar o la auto-realización son la versión actualizada del astuto Ulises; los herederos de una tradición globalizante que apenas se hurga en el pasado resulta ser la de toda la humanidad, y en la cual las dimensiones espaciales y los límites territoriales existen para ser superados. Voluntaria o involuntariamente, las vidas de los modernos inmigrantes renuevan un mundo lleno de sentido y significado en el cual la máxima de Pompeyo -Navigare necesse est- sigue siendo la regla principal.
La movilidad espacial, que había sido siempre privilegio de las minorías, se está transformando en producto de consumo popular mediante el turismo global de masas y en precondición del desarrollo, el bienestar y la democracia tanto para individuos como para grupos y organizaciones. Tan pronto como la globalización se transforma en el fenómeno central que define nuestra época, la capacidad de acceder a la movilidad espacial determina la supervivencia de los individuos de las clases más bajas y la autorrealización de las clases medias. Este proceso revolucionario cambia las coordenadas respecto a un pasado en el cual la mayor parte de los seres humanos pasaban su vida ganándose la supervivencia encadenados a la tierra -durante la era agraria- o atados a fábricas y oficinas en las cuales se hablaba su lengua materna -durante la era industrial.
Las redes digitales post-industriales cuyas terminales y nodos conectivos están globalmente distribuidos destruyen las condiciones de esta esclavitud que confinaba espacialmente a los trabajadores, privándolos del acceso a un mercado global de trabajo. Por eso hoy la batalla contra los Muros de Berlín sobrevivientes y en construcción se ha transformado en un elemento central de las reivindicaciones democráticas de los ciudadanos del mundo.
Tres décadas después que la Luna haya sido declarada Patrimonio Común de la Humanidad por las Naciones Unidas, nuestro propio planeta sigue sin ser considerado como tal. Paradójicamente, los mismos estados que han expresado altas preocupaciones democráticas y cosmopolitas acerca de la Luna se consideran imbuidos de legitimidad plena cuando se trata de evitar el acceso a “su” territorio nacional a un extranjero. Todos los argumentos usados para justificar semejantes abusos pueden ser reducidos a una afirmación: “Nuestros antepasados llegaron primero”. Lo cierto y evidente es que basar los propios privilegios en sucesos de los que no hemos tomado parte y ocurridos cuando ni siquiera habíamos nacido contraría las más elementales nociones civiles de la Modernidad: la justicia, el mérito individual, la igualdad de oportunidades y la igualdad de nacimiento, presentes en todas las constituciones de los países que –paradójicamente- limitan la residencia en su territorio y discriminan social y políticamente a sus inmigrantes.
Desde la caída del Muro de Berlín, el derecho republicano de los ciudadanos de todo el mundo a la libre circulación y residencia en todos los puntos del planeta reclama expresarse en una dimensión mundial-planetaria, ya que en una época global el acceso equitativo a la movilidad espacial se transforma en precondición del desarrollo de auténticos derechos universales, comunes e iguales para todos. Lamentablemente, mientras que en los países desarrollados los trabajadores altamente calificados aumentan su movilidad y las migraciones transnacionales se transforman en una estrategia aceptada y aplaudida de desarrollo individual, el Apartheid global intenta mantener a los ciudadanos del Tercer Mundo acorralados en la degradante situación en la que nacieron. No por casualidad, esta manipulación de las fronteras se asemeja a la regulación estatal de la circulación y la residencia que ha sido y es regla unánime de todos los regímenes totalitarios.
La necesidad de un nuevo proceso westfaliano
La Paz de Westfalia (1648) fue el episodio fundante de un nuevo período de la Modernidad en el cual los estados nacionales se transformaron en el centro vital del universo humano, reemplazando y superando a todo tipo de entidades religiosas, feudales premodernas. La pertenencia, la comunidad, la solidaridad y el destino común, que previamente habían dependido de connotaciones religiosas, se hicieron progresivamente laicas y territoriales. Aunque no siempre lo recordamos, la ciudadanía nacional se tornó posible sólo después de que la religión fuera relegada desde la esfera pública a la privada.
Entonces, el velo de ignorancia descripto por John Rawls cayó sobre la adscripción religiosa de los miembros de la comunidad nacional, cubriendo progresivamente las definiciones étnicas y de género, las opiniones políticas y todo tipo de factor de discriminación entre los ciudadanos nacionales. Al mismo tiempo, este movimiento hacia lo universal se vio limitado por pertenencias y adscripciones que fueron nuevamente fijadas al territorio en una escala mayor -la nacional- pero aún territorial y delimitada. Así, al depender –inevitablemente para la época- de instituciones nacionales, los derechos humanos perdieron su índole intrínsecamente individual y universal y adquirieron una forma particularista y cerrada.
El enorme potencial de las fuerzas modernizantes fue liberado en Westfalia gracias a la abolición de los viejos paradigmas que las mantenían amarradas a los poderes feudales y eclesiásticos, lo que abrió el campo para la era de las Modernidades Nacionales. Hoy, cuando sus instituciones desfallecen bajo el impacto de la globalización de los procesos sociales, un nuevo proceso westfaliano se torna necesario para la generación de un nuevo modelo de Modernidad; una Modernidad radicalizada y activa en el contexto de una era global que pone en tensión todos y cada uno de los principios territoriales consagrados en la primera Westfalia.
Después de la Segunda Guerra de los Treinta Años, desarrollada entre 1914 y 1944, la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), la convocatoria de una Primera Convención Constitucional de los Pueblos del Mundo (1950) por parte de la ONU y los pasos iniciales hacia la constitución de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) constituyeron avances de enorme valor hacia la superación de los contextos nacionales y la proclamación de los derechos de los individuos como valor superior a la soberanía de los estados. Todos estos sucesos prometedores expresaron procesos políticos dirigidos a superar el contexto nacional-céntrico westfaliano, establecido al final de la primera guerra de los Treinta Años (1618-1648). Lamentablemente, la guerra de Corea, el inicio de la Guerra Fría y la nueva división del mundo entre el Este y el Oeste dejaron la tarea sin terminar.
Pero si el período que siguió a las dos grandes guerras constituyó una segunda Westfalia fracasada, hoy los procesos tecnoeconómicos vuelven a presentar un escenario similar al de la Westfalia original, marcado por el retroceso de las tendencias nacionalístico-tribales mediante la transformación voluntaria o involuntaria de las nociones de pertenencia, solidaridad y comunidad en un nuevo contexto global capaz de sostener materialmente, por primera vez en la Historia, un desarrollo humano pacífico y cooperativo.
En un mundo global, las nociones de pertenencia nacional, cuando subsisten, se hacen cada vez menos prescriptivas y más problemáticas. A su vez, la identidad personal está cada vez menos determinada por factores colectivos y territoriales, lo cual recuerda la transformación de las fuentes de identidad que fueron desde el particularismo religioso hacia la individuación y la universalidad durante la Reforma. Es en este nuevo contexto que las concepciones nacionalistas, ayer progresistas, han perdido su carácter liberador y se han transformado en formas restrictivas y opresivas para los individuos y los grupos sociales. De allí que una reforma espiritual cosmopolita haya estado desarrollándose inadvertidamente. Es debido a ella que cada vez menos habitantes del planeta piensan que morir en una guerra sea un precio aceptable a pagar por el reconocimiento de sus derechos políticos a nivel nacional, motivo por el cual las fuerzas armadas han debido ser profesionalizadas en casi todos los países desarrollados. Finalmente, que el epicentro de la mayor movilización de la historia humana, desarrollada pocos días antes de la invasión de Irak, se halla ubicado en las principales ciudades de los países invasores muestra que son cada vez menos los que creen que la máxima “Right or wrong, my country” (Mi país, aunque esté equivocado) sea aún un principio decente.
En una sociedad crecientemente global, la individuación y la universalización tienden a funcionar complementariamente y a reforzarse mutuamente porque la emergencia de crisis globales en el campo económico, ecológico, demográfico y de seguridad crea una percepción concreta de un destino global y común, al mismo tiempo que refuerza la idea de derechos imprescriptibles e individuales. Cuando la amenaza del recalentamiento global se hace real, cuando la crisis económica global ha abandonado el territorio de las profecías apocalípticas, cuando el armamentismo nuclear amenaza proliferar globalmente junto al terrorismo globalizado, la reconstrucción de las nociones de comunidad y solidaridad en términos de pertenencia a la raza humana se hacen más posibles que nunca y una esperanza universal nace de las desesperanzas y desesperaciones nacionales.
El estado actual de las cosas, en el cual un Apartheid global consagra las desigualdades del pasado, en el que la paternidad determina los derechos económicos y sociales a través de la herencia familiar y la ciudadanía nacional fija derechos políticos a través de una herencia de tipo nacional, es contrario a este proceso y a los principios de igualdad de nacimiento levantados hace doscientos años por las revoluciones burguesas. Este presente defrauda las promesas del pasado y amenaza gravemente al futuro. La idea democrática de unos derechos humanos a la vez individuales y universales y el principio de igualdad de oportunidades implican que todo ser humano debe heredar una parte proporcional e igual del patrimonio común de la humanidad, y que todo condicionamiento de esta igualdad ciudadana universal debido a la raza, el color, el sexo, el lenguaje, la religión, las opiniones, la nacionalidad, la clase social, la posición económica o cualquier otro tipo de circunstancia de nacimiento es -como establece textualmente la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) en su artículo segundo- escandalosamente discriminatoria.
Así como el predominio de la economía sobre la política ha llevado a un aumento de las desigualdades sociales, la globalización también contiene una esencia democrática en tanto conecta la importancia decreciente de los factores espaciales con la vigencia de valores universales inaugurados por la Modernidad y comunes a todos. En un planeta en el cual las distancias se acortan y las fronteras se desvanecen, las discriminaciones territoriales se hacen inaceptables para la conciencia democrática de la sociedad mundial. Que el gobierno de los Estados Unidos haya sido responsabilizado por su insensibilidad ante las consecuencias del Tsunami asiático significa que la sociedad civil mundial ha comenzado a razonar en términos éticos que sobrepasan las fronteras y exceden toda limitación territorial de la rendición de cuentas.
Después de milenios de haber sido el coto de caza de monarcas y emperadores soberanos, y siglos de haber sido monopolizada por los estados, el concepto de “soberanía” está llegando así a sus destinatarios legítimos: los seres humanos. La ciudadanía moderna y los derechos de ella derivados pueden ser desatados finalmente del yugo del nacionalismo, y la democracia distinguida de las concepciones e instituciones nacionalmente centradas por algún tipo de nueva Westfalia, una segunda Westfalia que relegue las pertenencias nacional-territoriales a la intimidad así como en 1648 la Primera Westfalia relegó las decisiones religiosas del ámbito público al privado, terminando de desenganchar la constelación de derechos individuales de las decisiones identitarias personales a través de la profundización de la independencia entre derechos y circunstancias del nacimiento enunciada en casi todos los bill of rights y declaraciones constitucionales de la Modernidad.
Desechar los condicionamientos espaciales de la ciudadanía se transforma, con cada día que pasa, en una condición sine qua non para el establecimiento de derechos humanos que no sean retóricos sino concretos y válidos para todos y cada uno de los ciudadanos del mundo. En una era global, las ciudadanías nacionales se tornan paulatinamente incompatibles con los derechos humanos universales. En una era global, los derechos humanos y una ciudadanía mundial se vuelven las dos caras de una misma moneda.
Fernando A. Iglesias
6 comentarios:
Excelente texto Fernando. Saludos.
MUY , MUY BUEN ARTICULO DIPUTADO!! LO TUVE QUE LEER DOS VECES, VALIO LA PENA, ALENTAR EN ALGO QUE SE LO TENIA COMO UNA PARADOJA, DESMENUZARLO, HACER HISTORIA, ES MUY VALIOSO Y ESPERANZADOR EL MENSAJE, LA IDEA DE LA SEGUNDA WESTFALIA , PENSADA PARA ESTE TEXTO ES REMARCABLE,ASI COMO LA IDEA DE LA "RENDICION DE CUENTAS", ME PARECE UN EXCELENTE PRINCIPIO.
SALUDOS
Fernando viendo anoche el programa de Felipe Pigna, Algo Habran Hecho, reflexione sobre lo tràgico que fue el suceso de la Patagonia Rebelde, con 1.500 obreros muertos por un ejèrcito que respondìa a la Sociedad Rural, la cual se vanaglorio en 1922 de los hechos ... No te parece que se les deberìa exigir una disculpa oficial como instituciòn? Salvando las distancias, la Iglesia Catòlica hizo lo mismo con los crìmenes en la epoca colonial en Amèrica.
Eso era antes, Anónimo. Ahora, los progresistas del siglo XXI están con la Sociedad Rural y la Iglesia y son íntimos amigos de Biolcati y Bergoglio. Si no lo entendés, perdiste el tren de la modernidad ...
Hugo, siguiendo tu idea,
la fiscaldelproceso AUNQUE QUIERA INTIMAR, ..ella labura de MUCAMA.....para esos gorilas,
Esto es ahora, Anónimo.
CASCO O GUANTE?
Y que tiene de extraño?, que tiene de negativo? mas alla que esta siempre al pedo....eso es lo de menos, casi casi diria insignificante, con toda la miseria humana de esta gorda. fijate hija de un empresario que adulteraba combustibles, fiscal en tiempso de la dictadura asesina, perteneciente a la alianza, los baules con toda esa mentira sobre el lavado, las cartas a las embajadas, los hijos de las victimas del terrorismo de estado apropiadados por la mierda de la noble que son sus hijos, que tiene ganas de hacerle un monumento al complice de la dictadura ese tal magneto, la de la opereta sodus, la de la 125 al lado de su patron el biolcati, la de la emboscada, la de la opereta redrado, la de la opereta de la hotton, y de aquellas todas que de algun modo esta implicada COMO TRAIDORA A LA PATRIA.
Vijar a miami para ella y mas para nosotros, I-N-S-I-G-N-I-F-I-C-A-N-T-E.
Hasta sabemos con que dinerillo viaja
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