En el Día del Periodista, parece que a nadie se le ocurre en este país otra figura para reivindicar que la de Rodolfo Walsh. Y dado que he escrito un pequeño ensayo sobre él -sobre su viraje desde la democracia a la guerrilla, mejor dicho- lo pongo a disposición de quienes le encuentren algún interés.
¡¡¡FELIZ DÍA DEL PERIODISTA A TODOS LOS PERIODISTAS DE VERAS!!!
Para leer hoy “Operación Masacre”
“Depositarios de una culpa colectiva
abolida en las normas civilizadas de justicia, incapaces de influir en la
política que dicta los hechos por los que son represaliados, muchos de esos
rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros,
opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la
balanza de las bajas”.
Rodolfo Walsh (Carta abierta a la Junta Militar)
Acaso el de Rodolfo Walsh sea uno de los
ejemplos mejores de cómo algunas muertes son capaces de reescribir una vida. Su
fin, asesinado en un enfrentamiento armado el 25 de marzo de 1.977, apenas un
día después de que publicara su “Carta abierta a la Junta militar”, ha
congelado su imagen, reducido las dimensiones de su existencia a las de la
militancia política y ocultado así el profundo drama de su gradual
transformación en militante y dirigente montonero.
La masacre de los perejiles
A despecho de la mayor parte de sus
admiradores, quienes aún hoy sostienen la imagen unívoca del Walsh guerrillero
de sus últimos años, la relectura de su mejor obra (“Operación masacre”)
muestra el abismo entre el Walsh democrático y hasta liberal de los ’50 y el
montonero de los ’70, echando luz sobre la paulatina conversión de una
generación de argentinos al sectarismo terrorista. Lejos de tratarse de una
polémica bibliográfica, el tema parece de especial importancia en momentos en
que la más espantosa década de la historia nacional, la del setenta, es
irresponsablemente presentada como modelo de virtudes cívicas.
Un
saldo unilateralmente incompleto de lo sucedido en aquellos años parece haber
abierto las puertas a la rehabilitación del setentismo en nombre de cierta
“juventud maravillosa” cuya actuación en la Historia tuvo efectos desastrosos.
Primero de los cuales fue la masacre de los “perejiles”, como los llamaban los
verdugos; es decir: de delegados sindicales y estudiantiles, de intelectuales y
artistas, de simples trabajadores poco dispuestos a vender su dignidad y de militantes
políticos y barriales, todos ellos arrasados y liquidados no ya por su
hipotética adhesión a una revolución aún más hipotética sino por su activa o
potencial oposición a un régimen terrorista de estado.
En
este sentido, no puedo olvidar que, hablando en el aniversario del Golpe de
2002 desde un palco que daba a una plaza semivacía, Vicente Zito Lema sostuvo: “Quienes quieran hablar de nuestros
muertos deberán recordar que eran revolucionarios. Que si Rodolfo Walsh y los
demás 30.000 fueron torturados y desaparecidos fue porque eran
revolucionarios”. Pero esta pretensión de Zito Lema (y la de Hebe de Bonafini y quienes la
acompañan) es infructuosa, como bien demuestra la frase del mismo Walsh del
epígrafe. Lo cierto es que la absoluta mayoría de las víctimas de
la dictadura no era ni se consideraba “revolucionaria” y que muchos estaban
explícitamente en contra de la táctica terrorista adoptada por organizaciones
como el ERP, las FAR y los Montoneros, quienes comparten al menos una parte de
la responsabilidad política por sus muertes con la dictadura.
¿Una distinción “formal” o “secundaria”?
Tampoco al Walsh que escribía
“Operación masacre” le era indiferente distinguir entre quienes estaban
implicados en el alzamiento del General Valle (y eran por lo tanto conscientes
de los riesgos que corrían) y quienes eran meros “perejiles”, caídos en
desgracia por concurrir a una casa a jugar cartas y escuchar por la radio un
match de boxeo: “Esta gente ha hablado
conmigo con total sinceridad y me ha dicho quiénes eran los que estaban
comprometidos: Torres y Gavino. Quiénes eran los que estaban simplemente
enterados: Carranza y Lizaso. Quiénes eran los que no sabían absolutamente
nada: Brión, Giunta, Di Chiano, Livraga y Garibotti; quedando en la sombra, por
falta de datos concretos, la actitud mental de hombres como Rodríguez y
Díaz”. Según la cuenta del mismo
Walsh, se trataba de dos “comprometidos”, dos “enterados”, cinco que “no sabían
absolutamente nada” (los “perejiles”) y dos “dudosos”; proporciones que se repetirían
con abrumadora precisión en los “maravillosos setenta”.
Es precisamente éste el saldo más
horrendo del genocidio argentino: no ya los injustificables y terribles
crímenes cometidos contra quienes habían decidido jugarse la vida y aceptado
-armas en mano, como el Walsh de su última hora- un enfrentamiento en el
terreno militar previsiblemente favorable a la dictadura; sino la espantosa
“Operación Masacre” desatada sobre quienes jamás habían empuñado un arma y
defendían por vías pacíficas las libertades democráticas y sus derechos
sociales. No eran éstas preocupaciones ajenas del Walsh que escribiera en la
introducción a su libro: “Si algo
justamente he procurado suscitar en estas páginas es el horror a las
revoluciones, cuyas primeras víctimas son siempre personas inocentes... La
pobre gente no muere gritando “Viva la Patria”, como en las novelas. Muere
vomitando de miedo ... o maldiciendo su abandono”.
Virtudes privadas y públicos horrores
Lo que
golpea de la prosa de “Operación Masacre” es su propósito deliberado de ignorar
toda retórica (“... ese hombre no dijo:
‘Viva la Patria’ sino que dijo ‘No me dejen solo, hijos de puta’”, pág 18).
Un Truman Capote sudamericano y politizado al que le gustaba tensar el relato
entre extrapolaciones: presente-futuro, privado-público, íntimo- amenazador. Por ejemplo: “Después, cada uno se apresura a entrar en
su casa. Ha empezado a apretar el frío. El termómetro marca menos de 4 grados y
seguirá bajando. Son las 21.30. En ese momento, a treinta kilómetros de allí,
en Campo de Mayo, un grupo de oficiales inicia el trágico levantamiento de
junio... No sospecha –mientras cena en esa casa apacible, adquirida con su
esfuerzo, rodeado del afecto de los suyos- que esas cualidades le ayudarán
horas más tarde a salir del trance más amargo de su vida”.
En toda la
obra, entre estos saltos instantáneos del paraíso al infierno (““Si todo sale bien esta noche... Pero todo
saldrá mal.”, pág 43), fluye ese juego entre la realidad y la irrealidad
que más tarde y en otras geografías será bautizada “Nuevo periodismo” y que en
“Operación Masacre” hay que buscar desgajando sucesivas capas de verdad y de
mentira (“Ésa es la historia que le oigo
repetir ante el juez, una mañana en que soy el primo de Livraga...”, pág
19), desanudando la confusión generalizada que crean los ridículos esbirros (“-¿Y los otros?- vociferó Fernández Suárez.
–Se escaparon.”, pág 131) y las patéticas declaraciones de las autoridades (“Se procedió al fusilamiento
de los detenidos y al hacerlo, mejor dicho al establecerse cuántas eran las
personas fusiladas, advirtieron que eran solo cinco en vez de doce o trece que
se conducía”, declaración del subcomisario Cuello de
la página 159), incapaces no sólo de fusilar sino de saber con precisión
cuántos eran los que iban a ser fusilados.
Y en medio
de esta mezcla tristemente argentina de intimidades familiares apacibles e
instituciones zombies y asesinas, entre virtudes privadas y públicos horrores,
en medio del retrato de un país también desaparecido en el que Pedro Livraga,
quien “empezó como peón de albañil”,
puede llegar a tener un “hermoso chalet
estilo californiano [que] podría ser
la residencia de un abogado o un médico” (pág 50), los hombres comunes, los
argentinos anónimos, son metidos de prepo a mártires por los errores propios y
los abusos ajenos. Estos hombres son descriptos por Walsh sin asomo alguno del
énfasis nietzscheano que acompaña hoy -como un halo de santificación- a figuras
como la de Ernesto Guevara (“Temblando y
sudando, porque él tampoco es un héroe de película, sino simplemente un hombre
que se anima...”, pág 20), ya que hay formas y formas de “vivir
peligrosamente”.
La profecía
Pero si “Operación masacre” merece un
lugar en la mitología literario-política argentina no es por sus méritos
estilísticos sino por su carácter profético; esto es: por la descripción
anticipada de lo que sucedería a partir del 24 de marzo de 1.976,
particularmente asombrosa si se considera que fue efectuada veinte años antes
por una de las futuras víctimas.
Como en 1.976, ya en la “Operación
Masacre” de 1.956 está presente el robo de las pertenencias de los detenidos (“Es entonces cuando empiezan a llamarlos de
nuevo, de a uno. El primero que vuelve explica que le han sacado todo lo que
llevaba encima...”, pág 82), la complicidad de buena parte de la población
con la matanza (“No hizo más que entrar
el aterrado fugitivo en el jardín, cuando se abrió una ventana y apareció una
mujer gritando. –¡Ni se atreva! ¡Ni se atreva! –y agregó, dando media vuelta y
dirigiéndose, al parecer, al dueño de la casa-: ¡Dale vos, ya que se salvó!”,
pág 98), la oposición y solidaridad de otros (“Las enfermeras, arriesgando sus puestos –y acaso más: aún regía la
ley marcial-, protegen al herido en todas las formas imaginables”, pág 107;
“Son los presos comunes, que salen a dar
el paseo reglamentario, quienes lo salvan de la muerte por hambre. A través de
la mirilla de la celda le tiran mendrugos de pan...”, pág 121), la
increíble desorganización que transforma una ejecución en “una carnicería” (pág 147), los ocultamientos y la tortura
indirecta a los parientes (“A los
familiares de las víctimas no se les ahorró molestia, vejación, ni
incertidumbre alguna.” pág 113), su dramático peregrinar en busca de
informaciones por destacamentos y comisarías (“De la Unidad Regional los mandan a la cárcel de Caseros, de Caseros
al penal de Olmos, de Olmos a la Jefatura de La Plata, de La Plata a la
comisaría de Villa Ballester, de Villa Ballester a la Unidad Regional San
Martín...”, pág 121), los infames calabozos y cuchitriles (“Pero Juan Carlos no ha muerto. Sobrevive
prodigiosamente a sus heridas infectadas, a sus dolores atroces, al hambre, al
frío, en la húmeda mazmorra de Moreno.” pág 119), la “obediencia debida” y
su crítica (“Es inútil que un hombre
pretenda escudarse en ‘órdenes superiores’ cuando estas órdenes incluyen el
asesinato lento de otro hombre inerme e inocente”, pág 119), los abogados y
sus infructuosos habeas corpus (“El
doctor Máximo von Kotsch, abogado de 32 años... dedicaba su notorio dinamismo a
la defensa de presos gremiales. Entre ellos, los numerosos petroleros
torturados por la policía bonarerense”, pág 123), los fusilamientos
disfrazados de “enfrentamientos” (“La
primera versión oficial... dice que Juan Carlos fue ‘herido durante un tiroteo’.
Ya vimos en qué consistió ese tiroteo.”, pág 139), las desapariciones (“En los libros... no figuraba la detención
de Livraga o sus compañeros... Toda la operación lleva, pues, el sello
imborrable de la clandestinidad.”, pág 143), la tortura -y el sarcasmo
impune de los torturadores- (“Acude
entonces al subjefe de Policía, capitán Ambroggio, y le muestra las fotos de
presos que, al parecer, han sido azotados con alambres. El subjefe mira las
fotos con aire crítico. –Eso no es alambre –comenta- Eso es goma.”, pág
133), el uso de las fuerzas de seguridad en funciones de represión ilegal (“Agrega el declarante que la misión
encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas
las funciones específicas de la policía...”, pág 152); la complicidad de la
gran prensa (“A doce de años de distancia
se pueden revisar las colecciones de los diarios: esta historia no existió ni
existe”, pág 20); en fin: el uso de las instituciones y los símbolos
nacionales para cometer, justificar y encubrir un espantoso crimen (“...en nombre de la República Argentina, se
cometió una atrocidad”, pág 221).
Todo este
sistema invertido de valores, en el que la legalidad es una mera forma lista
para ser desechada en tanto el horror se constituye como contenido verdadero de
la acción del estado, estaba allí ya en 1.956 y se repetiría veinte años más
tarde con crueldad superior y aplicada en escala monumental, en una inesperada
repetición de la historia como la decsripta por Marx en “El 18 brumario...” pero que esta vez iba de la tragedia al
infierno. Rodolfo Walsh, su denunciante, sería una de las víctimas.
Un vasto y argentino asesinato
Al leer hoy
“Operación Masacre” es necesario esforzarse para evitar atribuir a su autor
dotes premonitorias. “Ahora supongamos...
que la mera promulgación de la ley marcial le da a un jefe de policía sobre
todas las personas previamente detenidas... autoridad ilimitada.... Ese señor,
entonces, puede asesinar a todos los
presos confiados a su custodia, y luego... ser ‘juzgado’ por un tribunal
militar, es decir: por sus colegas y camaradas embarcados en la misma facción y
acaso culpables de similares hazañas.” (pág 172); clarividente anticipo de
las farsas judiciales llevadas adelante por los militares en los tempranos ‘80.
Y, más adelante: “Los detenidos de
Florida fueron penados, y con la muerte, y sin juicio, y arrancándolos a los
jueces designados por la ley antes del hecho de la causa, y en virtud de una
ley posterior al hecho de la causa, y hasta sin hecho y sin causa.” (pág
173). Y, sobre todo: “Se trata en suma de
un vasto asesinato, arbitrario e ilegal...” (pág 175). He aquí el único
error profético de Walsh, quien hablaba de unas pocas decenas de personas, no
pudiendo suponer en 1.957 las dimensiones que podía asumir un “vasto asesinato”.
Pero no era
premonición alguna la que guiaba a Walsh en 1.957 sino su acabada conciencia de
las taras autoritarias del país en el que vivía. Lo que lleva a una conclusión
de perogrullo: si los rasgos del “vasto asesinato” iniciado en 1.976 están
enteramente contenidos en la “Operación Masacre” de 1.956, habrá entonces que
admitir que el genocidio consumado en los ’70 por los argentinísmos miembros de
las Fuerzas Armadas Argentinas, bajo las órdenes del Gobierno argentino, con la
bandera nacional flameando sobre ignominiosos campos de concentración como la
ESMA, fue el producto acabado de una cultura autoritaria, militarista y
antidemocrática perfectamente en línea con las tradiciones nacionales y no el
fruto de un complot externo, como pretenden muchos de quienes de Walsh se
proclaman herederos.
Esta cultura
militarista y nacionalista, de definido estilo prusiano, accedió al centro de
la escena política nacional con el golpe uriburista de 1.930 y continuó
creciendo a lo largo de varias décadas: a través del gobierno del GOU, primero,
el del mismo Perón, después (significativamente, Walsh no duda en 1.957 en
responsabilizar al peronismo por sus “abusos
de la represión policíaca”, pág 188), y siguió desarrollándose y
agudizándose con Onganía, Lanusse y Levingston hasta desembocar en la tríada
del terror Videla – Massera – Agosti.
Del “horror a las revoluciones” a la “larga guerra del pueblo”
En 1.971, a
catorce años de los hechos de León Suárez y cinco años antes del Golpe de
Videla, “Operación Masacre” da lugar a una película que incluye un texto final
en off que –según el Walsh de 1.971- “completa
el libro y le da su sentido último” (pág 182). Ya para entonces, su
transformación es, a decir poco, asombrosa. Allí, un Walsh completamente
extraño al de 1.957 escribe: “La marea
empezaba a darse vuelta, las balas también les entraban a ellos, a los
torturadores, a los jefes de la represión. Los que habían firmado penas de
muerte, sufrían la pena de muerte... Lo que nosotros habíamos improvisado en
nuestra desesperación, otros aprendieron a organizarlo con rigor... la larga
guerra del pueblo...”. Comenzaba así un penoso ojo-por-ojo que, muy
previsiblemente, no acabaría allí ni se decidiría a favor del más débil.
¿Qué llevó a
aquel hombre que jugaba ajedrez en un café de La Plata en el que “la única maniobra militar que gozaba de
algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura
siciliana” (pág 17) a formar parte de la dirección de la organización
terrorista Montoneros? ¿Qué proceso histórico convirtió al nacionalismo
argentino a quien había escrito: “El
torturador que a la menor provocación se convierte en fusilador es un problema
actual, un claro objetivo para ser aniquilado por la conciencia civil.
Ignorábamos hasta ahora que tuviésemos esa fiera agazapada. Aún en la Alemania
nazi, fueron necesarios años de miseria, miedo y bombardeos para sacarla a la
luz. En la República Argentina bastaron seis horas de motín para que asomara su
repugnante silueta”? ¿Qué condujo al peronismo a quien una década antes
decía: “Sé que bajo el peronismo no
habría podido publicar un libro como este [se refiere a Operación Masacre],
ni los artículos periodísticos que lo
precedieron, ni siquiera intentar la investigación de crímenes policiales que
también existieron entonces”, (pág 193)? ¿Qué transformó el discurso civil
y democrático del Walsh de la década del ’50 en el todo o nada guerrillero de
los ’70; cuyo resultado fue tan atroz para los pocos que habían elegido el
camino de “Revolución o Muerte”, “Patria o Muerte” o “Perón o Muerte”, como
para los muchos que no lo había hecho?
¿Cuál es la
trayectoria moral que va desde “... por
muy equivocados que estén, son seres humanos y debe tratárselos como tales” de
la pág. 193 hasta las tres hojas y media (pág. 175-178) que en 1.971 glorifican
la ejecución del General Aramburu? ¿Qué tortuosa ruta parte del “Reitero que esta obra no persigue un
objetivo político ni mucho menos pretende avivar odios completamente estériles”
de 1.957 para llegar a la “larga
guerra del pueblo” de 1.971? ¿Qué
via crucis personal arranca de “La bomba que mata a un inocente no se diferencia gran cosa de la
descarga del pelotón que mata a otro inocente” (pág
210) pero acaba en la
justificación del terrorismo “revolucionario”? No creo que exista posibilidad de comprender
lo sucedido en los setenta argentinos sin explorar las razones de esta deriva
de la conciencia civil y dar respuesta a estas preguntas.
Dar testimonio en momentos
difíciles
Las dimensiones del horror genocida han
hecho que por muchos años los crímenes cometidos por sus víctimas fueran
sepultados bajo un manto de justificaciones. A más de veinte años del fin de la
dictadura semejante remoción se torna una manipulación como cualquier otra de
la memoria histórica, cuyas consecuencias no pueden ser indiferentes ni
superficiales dada la penosa gravedad de los hechos.
La vida de Rodolfo Walsh está íntimamente
atada a la trágica historia de una generación que pagó con la muerte sus
arbitrariedades y violencias, fueran éstas propias o ajenas. Por eso, acaso sea
posible hoy rescatar las últimas palabras públicas de Walsh, ésas que en la
“Carta de un escritor a la Junta Militar” hablan de la necesidad de “dar testimonio en momentos difíciles”. Y
esto implica, según creo y entiendo, intentar rescatar, en estos difíciles
momentos del país, a totalidad de aquella experiencia devastadora a favor de
una memoria menos parcial e incompleta.
Aún insistiendo en la distancia que
separa los crímenes del terrorismo “revolucionario” de los crímenes del
terrorismo de estado, aún descartando las equivalencias forzadas del estilo de
la “Teoría de los dos demonios”, dar
testimonio en momentos difíciles es recordar que entre las organizaciones
armadas de la década del ’70 y los militares que implantaron el terror genocida
con la excusa de aniquilarlas existieron fuertes puntos de acuerdo, a saber: el
desprecio del sistema democrático y del Poder Judicial y el Parlamento, el
autoritarismo nacionalista, la retórica incendiaria, la militarización de la política
y la consecuente vocación por resolver las cuestiones en el terreno de las
armas, la atribución a difusas entidades extranjeras (el “imperialismo yanqui”
o la “sinarquía internacional”, según el caso) de las peores aberraciones de la
sociedad argentina, la justificación de actos atroces en pretendidos fines
nobles, el militarismo, la verticalidad y la clandestinidad elevados a método,
la fe en la violencia como “partera de la historia”. Demasiados de estos
valores permanecen vigentes -como un río subterráneo- en la vida política
argentina como para que nos sea dado el ignorarlos impunemente.
De libros y metralletas en el país de los hotentotes
Si hemos de aceptar la visión de Walsh
como un sensible sismógrafo del terremoto interior que afectaba a una
generación de argentinos, el abrumador cambio que denotan sus escritos de 1.957
y 1.971 resulta revelador. En este sentido, cuando Walsh escribe su larga
parrafada sobre la larga guerra del pueblo, ya todo está dicho sobre su transformación
de demócrata a guerrillero, para usar las palabras de aquel famoso titular que
anunció el Golpe una noche antes de que se produjera.
En la introducción a su libro de 1.957,
Walsh intenta explicar los motivos que lo han llevado a escribirlo, tan
diferentes de las razones que esgrimiría en 1.971: “Creo en este libro, en sus efectos. Espero que no se me critique el
creer en un libro cuando son tantos más los que creen en las metralletas”.
Y luego, en la última página introductoria, aludiendo a su batalla civil por
obtener reparación para las víctimas y castigo para los culpables de la “Operación
Masacre” desatada en los basurales de José León Suárez, Walsh agrega: “Tengo la firme convicción de que el
resultado último de esta lucha influirá durante años en la índole de nuestros
sistemas represivos; decidirá si hemos de vivir como personas civilizadas o
como hotentotes”. Premonitorias palabras.
Fernando A. Iglesias
Autor de “¿Qué significa hoy
ser de izquierda?- Reflexiones sobre la Democracia en los tiempos de la
Globalización”.